lunes, 16 de septiembre de 2024

LIBROS














BAOBABS


De niño me enamoré de los baobabs leyendo El Principito, ¿y quién no?
De adulto tuve la ocasión de verlos por primera vez en un viaje, por carretera (una carretera infame, por cierto, como todas las del tercer mundo, donde más vale circular por el arcén que por la calzada si no quieres caer en un cráter del tamaño del Mar de la Tranquilidad), de Nairobi a Mombasa. Recuerdo que atravesábamos una gran extensión de terreno y al fondo emergieron unas figuras imponentes y extrañas: baobabs.
Estos árboles, que según la leyenda fueron los más hermosos del reino vegetal, extendías sus elegantes ramas hacia el cielo. Sin embargo, su arrogancia era tal que desafiaron a los dioses, exigiendo más poder y grandeza. Enfurecido por su soberbia, uno de los dioses decidió castigarlos. Como consecuencia, los dioses arrancaron los baobabs y los replantaron boca abajo, con las raíces hacia el cielo y las ramas enterradas en la tierra.
En la mitología malgache, los baobabs son árboles sagrados y los espíritus de los ancestros habitan en ellos. Los pueblos de Madagascar los respetan y celebran rituales en su sombra, considerándolos portadores de sabiduría y longevidad, ya que pueden vivir miles de años.
The Lion King (BSO); *He lives in you.

HUMOR, REMEDIO INFALIBLE

 

EN 10 AÑOS, DICEN

Dimitris Dimitriadis, futurista: “En 10 años, podemos tener por 1.000 euros un ordenador con la capacidad de la humanidad”
El investigador griego que asesora a Gobiernos y empresas sobre los avances tecnológicos relata cómo cree que será la próxima década.
Raúl Limón, 14.09.2024

Dimitris Dimitriadis se define como futurista y trabaja en el Instituto de Investigación de Futuros y Prospectiva (IFFR DAO). Precisa que él no adivina el porvenir, sino que investiga para instituciones, como el Secretariado Especial de Prospectiva Estratégica de la Presidencia del Gobierno griego, y empresas para que puedan anticiparse a los nuevos desarrollos y sus consecuencias. Nacido en Tesalónica hace 42 años, colaboró con la empresa de ciberseguridad Kaspersky en su último encuentro en Atenas y es autor de 2049, publicado en griego el pasado año por Key Books, traducido al inglés y con una versión en español prevista para finales de año. Su subtítulo resume su visión: Una perspectiva esperanzadora sobre el futuro de la humanidad. Es el mensaje que lanza a las multinacionales, instituciones de la UE y entidades formativas con las que colabora para, según dice, ayudar a los líderes a aprovechar las nuevas tecnologías.

Pregunta. ¿Qué es un futurista?
Respuesta. No podemos predecir el futuro, lo prevemos. Como futuristas, no decimos que solo hay un futuro, sino futuros. Pero no podemos predecirlos por muchos datos que tengamos. Lo importante es estar preparados, aprender a tomar mejores decisiones hoy y extrapolar el pensamiento, escanear el horizonte para la convergencia de las tecnologías, las normas sociales y otras tendencias. Porque tenemos todas estas cosas nuevas desde la perspectiva de la tecnología, pero también tenemos tendencias de la sociedad, normas sociales o la economía y necesitamos comprender todas estas fuerzas y escanear el horizonte para estar mejor preparados. Construimos escenarios y la planificación y exploración del horizonte con los Gobiernos y con las grandes organizaciones. Tratamos de facilitar el proceso para anticipar el futuro, no para predecirlo.

P. ¿Asegura que en 10 años tendremos un ordenador por 1.000 euros con la capacidad de la mente humana?
R. Me baso en la ley de los rendimientos acelerados [Atribuida al ingeniero de Estados Unidos Raymond Kurzweil, quien sostiene que cualquier sistema evolutivo, incluido el tecnológico, tiende a aumentar de forma exponencial y acelera la tasa de cambio]. En este momento tenemos computadoras que hacen cálculos más o menos con la misma capacidad del cerebro humano. Si continuamos con esta aceleración, dentro de 10 años, podemos tener por 1.000 euros uno con la capacidad de toda la humanidad.

P. ¿Hay razones para asustarse?
R. De alguna manera es aterrador, pero también esperanzador porque esta capacidad en términos de cálculos y resolución de problemas humanos reales puede solventar muchas cosas, como encontrar nuevas proteínas o curar enfermedades. Si se ve desde la perspectiva de la humanidad y cómo podemos usarlo para avanzar, creo que es realmente esperanzador, no al revés. Por supuesto, los actores maliciosos siempre tendrán acceso a estas tecnologías, pero los buenos, digamos, o los positivos y científicos que están trabajando en el otro bando lo hacen solo con el ser humano en mente.

P. En ese futuro que anticipan, ¿habrá coches sin conductor?
R. Es un gran ejemplo. Como mileniales, crecimos con la idea de los coches voladores y no los tenemos. Pero los vehículos de carga autónomos por carreteras o marítimos, por ejemplo, son inevitables. Después estarán los coches sin conductor en las ciudades. La conducción autónoma es una gran cosa porque se pierden muchas vidas en las carreteras. Así que hay que desarrollarlos. Ahora son caros por los sistemas y sensores que precisan, pero piense en la capacidad de algunas herramientas tecnológicas hace 10 o 20 años y ahora. Ahora bien, cada pieza de esta tecnología debe tener en cuenta a los humanos y todas las pautas políticas. Por ejemplo, es realmente difícil tener pautas políticas para los drones en este momento. Pero estamos cerca y tenemos que anticiparnos.

P. ¿Y la asistencia médica, será por inteligencia artificial (IA)?
R. La IA es realmente buena en reconocer patrones, por lo que tenemos mamografías o radiografías y la IA es genial porque puede aprender de un billón de imágenes y entender qué observa. Pero cuando quieres dar la noticia de una enfermedad, no necesitas una IA o un mensaje en el teléfono, necesitas a alguien con empatía, con quien puedas relacionarte, en quien puedas confiar. El humano necesita empatía y nunca reemplazaremos esta parte.

P. ¿Y profesores virtuales?
R. La enseñanza virtual también es una gran cosa. Un estudiante puede pasear virtualmente con Aristóteles en el ágora y, a través de este avatar inmersivo de IA, aprender más porque no es algo que se lea o algo que le muestren; es una experiencia y aprendemos a través de experiencias. Podemos construir modelos de lenguaje pequeños que sean profesores específicos a través de un teléfono de 360 euros con ocho gigabytes y enseñar y resolver todo el temario de primero, segundo y tercero.

P. ¿Hay alguna razón para ser tecnófóbos?
R. Somos tecnófobos por la narrativa de la tecnología. Las películas de ciencia ficción y la ficción siempre necesitan un villano, pero en nuestras vidas reales debemos comenzar a confiar en nuestra tecnología porque, a medida que la confianza se arraigue, tendremos más educación e integridad de la información. Este es un proceso muy lento, pero si quieres cambiar un sistema educativo, necesitas 20 años, así que, si empezamos ahora, deberíamos empezar por la tecnología y, en una generación, cambiar las cosas. Por eso digo que necesitamos un enfoque internacional de escalas múltiples sobre cómo percibimos la verdad, los valores, la cohesión social, nuestro prójimo y cómo vemos a nuestros padres. No se trata solo de tecnología.

P. ¿Y cómo se garantiza el acceso universal a los avances tecnológicos?
R. El acceso a la tecnología puede democratizarse y descentralizarse mediante políticas. Necesitamos construir las directrices políticas. Por ejemplo, tenemos la ley de IA en Europa y es, digamos, una legislación muy difícil y fóbica porque tiene un enfoque de riesgo y todo lo que tiene este enfoque está del lado del miedo. Pero, por otro lado, tiene elementos fundamentales para que la IA sea igualitaria y más diversa.

R. Hay dos lados. El bueno es que la IA puede hacer que una persona sea más feliz o evitar que cometa suicidio o mejorar sus habilidades sociales mediante su conversación con la IA para tener más confianza en la vida real. El lado malo es que la IA sustituya por completo la relación personal. Pero, cuando tenemos estos dos conceptos de distopía y utopía, los humanos siempre están en el medio. Puedes tener un amigo imaginario o una mascota virtuales que nunca muere, pero puedes aprender cosas de ahí. Siempre estoy en el lado positivo.

domingo, 15 de septiembre de 2024

HUMOR, REMEDIO INFALIBLE

 

HABLAMIERDA


El hablamierda en campaña
Trump ha sido un proveedor generoso de instantáneas para la historia de la indignidad, el narcisismo o la estupidez política, pero se superó a sí mismo en el debate con Harris.
Juan Gabriel Vásques, 15.09.2024

Lo primero que hice el miércoles pasado, después de ver en diferido el debate que enfrentó a Kamala Harris con Donald Trump, fue releer el libro cuyo título inspira el de esta página: On Bullshit, de Harry Frankfurt. Su autor es un profesor de filosofía moral que murió el año pasado, a sus 92 años, después de tener el gusto de ver cómo su pequeño ensayo se convertía en una suerte de manual de instrucciones para nuestro momento político. On bullshit se publicó hace casi 20 años, pero empezó a leerse con mayor atención bien entrado el siglo, y después, hacia el año 2016, con algo parecido al frenesí. En español se publicó con un título prudente: Sobre la charlatanería. Pero Frankfurt dedica muchos párrafos fantásticos a explorar la palabra bullshit, que se distingue de la mentira, del simple engaño y de otras formas de la deshonestidad justamente por la sugerencia escatológica: el bullshitter o hablamierda no sólo profiere falsedades, sino excrementos, lo más desechable del pensamiento, los desperdicios sin forma de la razón humana.

Donald Trump es un charlatán barato, por supuesto: en Estados Unidos es común compararlo con un vendedor de coches usados, oficio que —acaso injustamente— se ha convertido en una metáfora de la palabrería diseñada para engañar a otro y sacar provecho. El diccionario de la Real Academia propone otras opciones como sinónimo de charlatán: embaucador, embustero, carrilero. Pero ninguna tiene para mí ni la fuerza ni la expresividad, ni tampoco la riqueza semántica, de este trozo de argot colombiano. Reconocemos al hablamierda no sólo porque diga mentiras, sino porque dice cualquier cosa; no porque sepa cuál es la verdad y quiera disfrazarla, sino porque no le importa la diferencia entre verdad y mentira: está dispuesto a decir hasta lo más ridículo, hasta lo más insensato, si eso es lo que necesita en un momento determinado. Lo que lo distingue es, como escribe Frankfurt, la actividad de “hacer aseveraciones sin poner atención a nada distinto de lo que le sirve decir en ese momento”.

Para cualquiera que conociera el ensayo de Frankfurt antes del martes pasado, ha de haber sido muy difícil no recordarlo en varios momentos del debate. Donald Trump ha sido un proveedor generoso de instantáneas para la historia de la indignidad, el narcisismo de libro de texto, el infantilismo moral o la estupidez política, pero yo tengo para mí que se superó a sí mismo cuando, a medio debate, combinó los cuatro ingredientes anteriores para defenderse de una acusación que le dolió más que ninguna otra. En el curso del debate, Kamala Harris lo llamó delincuente convicto, mentiroso, inmoral; lo acusó de complicidad con los enemigos de Estados Unidos; recordó las acusaciones probadas de acoso sexual. Pero lo que realmente ofendió a Trump fue cuando ella comentó, en medio de una respuesta sobre la inmigración y los problemas de la frontera, que los asistentes a sus mítines —los de Trump— los abandonaban por cansancio o aburrimiento.

El espectáculo fue fascinante. “Déjeme que conteste a lo de los mítines”, le dijo al moderador como un niño malcriado. “La gente no va a los mítines de ella, y los que van, es porque los llevan en buses y les pagan”. En su mitad de la pantalla, Kamala Harris dejaba por primera vez que apareciera en su cara su sonrisa fantástica, una sonrisa que quería decir muchas cosas, pero sobre todo una: “Es increíble, pero ha picado. Le he puesto una trampa evidente, una trampa infantil, y ha caído. Vamos a ver qué pasa ahora”. Y lo que pasó fue que Trump se lanzó a un monólogo desquiciado que habría hecho las delicias de Ionesco o de Beckett, y que debo transcribir en la medida de mis magras posibilidades: porque transcribir es poner orden, y el orden es la ausencia más conspicua en los monólogos desquiciados de esa pobre cabeza caótica.

“La gente no se va de mis mítines”, dijo Trump. “Tenemos los mejores mítines. La gente va a mis mítines. ¿Sabe por qué? Porque quiere recuperar su país. Y lo que está pasando aquí, vamos a terminar en la Tercera Guerra Mundial, para hablar de otro tema… Lo que le han hecho a nuestro país permitiendo la entrada de millones y millones… Mire lo que está pasando en muchos pueblos… Muchos pueblos no quieren hablar de esto porque les da vergüenza. En Springfield se están comiendo a los perros, la gente que está llegando se come a los gatos… se comen a… se comen a las mascotas… de la gente que vive ahí. Esto es lo que está pasando en nuestro país, y es una vergüenza. En cuanto a los mítines… en cuanto a… la razón por la que vienen es porque les gusta lo que digo. Ella está destruyendo este país, Y si es elegida presidente, este país no tendrá ninguna oportunidad de éxito. No sólo de éxito. Terminará siendo Venezuela con esteroides”.

La sonrisa de Harris era impagable: queridos lectores, les pido que la busquen. Es la sonrisa enormemente divertida de quien ve al embaucador hundirse en su propio delirio. Las estadísticas finales del debate mostraron dos cifras reveladoras: una, Trump habló mucho más; dos, estuvo mucho más a la defensiva. La primera me interesa, porque es elocuente. El hablamierda no es solamente artífice de una deshonestidad: es también víctima de la necesidad de hablar. Las respuestas de un debate como el del martes deben cumplir con ciertos requisitos de tiempo, el principal de los cuales es no extenderse más allá del límite. A veces, los contendores tenían dos minutos; a veces, sólo uno. Cualquiera que haya debatido con seriedad, siguiendo las reglas y respetando las limitaciones, o cualquiera que haya hablado en público —en televisión o en radio, por ejemplo—, sabe lo difícil que es llenar el tiempo con ideas pertinentes y precisas: es decir, sin hablar mierda.

En el debate vimos a Trump desesperado por llenar los dos minutos que se le daban, pues ni conocía su material ni lo había estudiado, ni tenía cifras ni datos concretos que defendieran sus posiciones, y demasiadas veces tuvo que echar mano groseramente de las herramientas más conocidas de la charlatanería. Un ejemplo son las referencias falsas: se me acabó la paciencia antes de terminar con el inventario de la cantidad de veces que a Trump “alguien” lo elogió, o “mucha gente” lo consideró el mejor, o “muchos líderes europeos” dijeron que lo respetaban mucho, o “muchos economistas” elogiaron sus planes. Otro ejemplo es la hipérbole infantil e innecesaria: Trump es incapaz de pronunciar una frase sin hablar de lo peor que le ha pasado al país en toda su historia, si habla de Harris, o de lo más grande que se ha hecho en la historia del mundo, si habla de él mismo. Uno siente que le está tratando de vender un coche.

El hablamierda (o el charlatán, si lo prefieren ustedes) puede ser motivo de risa, y está bien que lo sea. Riámonos de Trump. Pero es también peligroso. El charlatán o hablamierda, dice Frankfurt, “no rechaza la autoridad de la verdad, como hace el mentiroso, oponiéndose a ella. Simplemente no le presta atención. En virtud de esta circunstancia, hablar mierda es para la verdad un enemigo más poderoso que la mentira”. Y nos quedan dos meses de eso, y los cuatro años que vienen. Eso sin contar con los imitadores de medio mundo. Porque los hablamierda están por todas partes.

THE PULP ADVENTURES OF TINTIN









WORLD TODAY

 

POR SI ACASO YO NO VUELVO ME DESPIDO A LA LLANERA


¡Venezuela, Venezuela!
Maduro ya perdió, como tantos otros similares, de derechas e izquierdas, cuando se ha puesto a toda la Comunidad Internacional en su contra. Este hombre, que poco o nada tiene de gran estadista, va como pollo sin cabeza, mucho aspaviento, mucha imagen de control, mucha orden a ésta o a aquél, mucha chulería en definitiva. Ya no estamos en los tiempos del "equilibrio" del telón de acero, hoy no vale con hacerse amigo de Cuba o de Irán, ni siquiera de Rusia, a pesar de todo. El régimen bolivariano tiene los días contados, estoy absolutamente convencido de ello.
Pero para que esto ocurra y los venezolanos puedan tener algo de esperanza -torres más altas han caído-, los Gobiernos occidentales deben dejar de ser tan hipócritas y llamar al pan pan y al vino vino. A Maduro es al primero que no le interesa una guerra con España; a REPSOL tampoco, claro está, no está el horno venezolano para cortar lazos con los pocos países amigos que tiene en Europa. Sus apoyos sudamericanos, que los hay, o lo hacen con la boca pequeña o son literalmente unos muertos de hambre.
Mientras no haya otro modelo, la democracia sigue siendo lo que mejor funciona, la fórmula "más justa", si es que esto es posible, de manera que a Maduro le quedan ya dos opciones, a) enseñar las actas y que éstas demuestren su triunfo, cosa que parece que no va a ocurrir, y b) dejar el poder discretamente o a bombo y platillo, pero dejarlo.
Margarita Robles se atreve a llamar a Venezuela dictadura y todos se echan las manos a la cabeza. ¿Es que no lo es cuando el Presidente no acepta el resultado de unas elecciones y se agarra al poder de manera represiva? La Ministra lo ha hecho bien, a pesar de los paños calientes que pone el Gobierno aquí y allá. Supongo que la política exterior no es sencilla. Si a Netanyahu, a Putin o al Ayatolá de turno los llaman por lo que son, ¿por qué esta condescendencia con Maduro? Podría parecer que los dictadores de izquierda lo son menos que los de derechas. Pero no.
Tanto monta.
Los Sabandeños, *Adiós a la Llanera.

sábado, 14 de septiembre de 2024