Derrame
En alguna parte del mundo, un hombre ha fallecido mientras se aseaba y aún no han descubierto su cadáver.
Juan José Millás. 14-07-2023
Piense usted en alguien que está debajo de la ducha. Un hombre calvo de unos cincuenta años, por ejemplo. En esto, al intentar alcanzar con la esponja el centro de la espalda, pierde el equilibrio, resbala y se da un golpe en la nuca que lo deja medio inconsciente. Como vive solo, nadie ha escuchado nada, de modo que el hombre permanece allí, aturdido y desnudo, con el agua resbalando por su cuerpo. Es posible, piensa el pobre, que si descansa un poco pueda salir enseguida y pedir auxilio. En cualquier caso, el asunto no debe de ser muy grave porque, mientras se tranquiliza con este y otros cálculos, observa que el agua que se desliza hacia el sumidero solo lleva trazas de jabón. No sangra, en efecto, pero tiene un derrame interior que poco a poco va confundiendo sus ideas. Le vienen a la memoria escenas del pasado, especialmente de la infancia. Antes de perder el conocimiento, ve a su madre corriendo por la playa hacia él para salvarlo de una ola gigante. Al rato, el hombre muere y su cadáver permanece bajo aquella lluvia doméstica que a los dos días comienza a salir fría porque la bombona de butano se ha vaciado.
Ese hombre existe, no sabemos si en Madrid, en Barcelona, en Singapur o en Tokio. En alguna parte del mundo, un hombre ha fallecido mientras se aseaba y aún no han descubierto su cadáver. Quizá tarden 5 o 6 meses, tal vez un año o dos, cuando su banco empiece a devolver los recibos de la luz por falta de pago. Existe ese difunto, y no porque nos lo hayamos imaginado, sino por pura estadística, ya que el mundo está lleno de bañeras resbaladizas y de hombres calvos de unos cincuenta años que viven más solos que la una. Nadie piensa en ellos, nadie. Cuando los descubren, les hacen un hueco en la zona de casos pintorescos del telediario y si te he visto no me acuerdo. Sírvanles estas líneas de homenaje.
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Peajes
Jamás había pagado por dormir, pero al pensar en la cantidad de trabajo que me esperaba al día siguiente, decidí rendirme y pagué por entrar en la región del sueño.
Juan José Millás. 28-07-2023
Pues el caso es que me metí en la cama, cerré los ojos y empecé a deslizarme hacia el sueño. Agotado como estaba, llegué enseguida a los límites de la vigilia. En esto, cuando me disponía a atravesarlos, apareció ante mí una caseta semejante a la de los peajes de las autopistas en cuyo interior había un guardia que me exigió una cantidad de dinero por pasar al otro lado.
—Esto es nuevo —le dije—. Jamás he pagado por dormir, jamás.
—Han cambiado las cosas —apuntó él—. Algunos usuarios abusaban.
Me negué a pagar y fui invitado a apartarme de la cola, pues había mucha gente detrás de mí que empezaba a protestar. Lo más probable, pensé ante una situación tan onírica, es que ya esté dormido. Pero al mismo tiempo me sentía despierto. De hecho, hice la prueba típica de intentar atravesarme la palma de la mano izquierda con el dedo índice de la derecha (es sabido que cuando lo consigues es porque estás dormido), pero yo tropecé con una resistencia implacable. Me hallaba despierto, en fin, y bien despierto. Merodeé un poco por los alrededores de la aduana, donde, entretanto, se habían ido estableciendo vendedores de helados y refrescos, pues era una de las noches más cálidas del año. Finalmente, al pensar en la cantidad de trabajo que me esperaba al día siguiente, decidí rendirme y pagué por entrar en la región del sueño.
Desperté pronto, según mi costumbre, pero permanecí un rato con los ojos cerrados, repasando las tareas de la jornada. Luego, decidido ya a espabilarme del todo, me dirigí a los territorios de la vigilia, en cuya frontera tropecé de nuevo con el aduanero de la noche anterior. Dijo que no me permitiría pasar a la vigilia sin el pago del peaje. Me negué y aquí sigo. Sé que estoy dormido porque me atravieso sin dificultad la palma de la mano izquierda con el dedo índice de la derecha.
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