G, una querida amiga de Las Palmas de GC, con la que comparto historias de todas mis vidas, que diría ella, me manda artículos de Maruja Torres -sabedora de que ya no estoy leyendo periódico alguno por salud mental-, porque dice que yo comparto su humor al escribir; ¡las ganas mías! le contesté el otro día tras engullir el primero de los tres que tengo ya apilados. Comparto con ustedes estas pequeñas joyas periodísticas, tres pequeñas cápsula catárticas contra el aburrimiento y la soledad. Ahora espero los siguientes artículos con sed.
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‘Ma non troppo’
Nunca he podido subsistir sin un mortero sólido, de paredes
altas. Y su correspondiente ‘mano’ (la he llamado así, desde niña), para
machacar: pimienta, ajos, chile. Desahogo.
La melancolía subyacente araña, como bien sabéis,
súbitamente. Me ha atacado mientras machacaba granos de pimienta negra en un
almirez valenciano de cerámica que alguien me trajo, hace casi 15 años, a
Beirut, donde entonces vivía. Nunca he podido subsistir sin un mortero sólido,
de paredes altas. Y su correspondiente mano (la he llamado así, desde
niña), para machacar: pimienta, ajos, chile. Desahogo.
Del mortero he pasado al juego de postre de madreperla que
creo haber adquirido en Hanoi, y que guardaba, dudando entre sacarlo como
adorno, o usarlo en una gran ocasión. He decidido utilizarlo para la compota de
manzana, que preparo ahora que tengo tiempo para, como dice mi mejor amiga,
extraer a la lady inglesa que llevo dentro, ahíta de pelis y series
de la BBC. Sólo me falta elaborar conservas. Y hablar mal de los “extranjeros”,
como un personaje de Agatha Christie en una de las versiones cinematográficas
de Asesinato en el Orient Express. Cuando la institutriz avanza por
el pasillo y la vieja aristócrata le comenta a Poirot: “Es sueca, la
pobre”. No, eso no llegará. Ni siquiera comentaré: es holandés, el
maldito, señalando un queso de bola.
Es la melancolía. Cambia mi humor, hace que me sienta
culpable cuando me río. Me redime cuando emerjo aplaudiendo en mi balcón. Me
alegra por haberme hecho con las cuatro vacas-coristas del fenecido Vinçon, que
acompañan a mi pequeño hipopótamo de El Cairo, comprado con Adrián. Y me hace
exclamar: Querido Adrián, que suerte que te fuiste, y no estás viviendo esto.
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Malas costumbres
Ni siquiera en estos días, o mucho menos en estos días, me
veo capaz de recoger y archivar. Me da miedo lo que pueda encontrar.
Algunos pésimos hábitos no mejoran con la pandemia. El mío
consiste en llenar mesas de papeles. Cuando tengo una bien cubierta de
documentos, empiezo con la siguiente. Por fortuna, desde que sidi Mahmud
(gracias, habibi) adquirió mi piso modernista de Barcelona (con la
esperanza de acabar obteniendo la ciudadanía europea, pobre; y mira que le
avisé), que era mi fondo de pensiones; desde entonces vivo en la mitad de
espacio y muy minimalista, para lo que es una.
Pero hay una mesa. Larga, blanca, amplia, muy sueca. Poblada
por todo (material de oficina, de lectura, aparatos, un bote de aire comprimido
para limpiar los puertos del ordenador, periféricos), ni siquiera en estos
días, o mucho menos en estos días, me veo capaz de recoger y archivar. Me da
miedo lo que pueda encontrar, sabéis. Un post it puede herir la
memoria, no quiero ver esa nómina de Marlene que no pudo firmar, los libros de
arte que me regalaron en el Museo Ruso de Málaga me traen tanta belleza de
aquella mañana (¿verdad, Tere? Da recuerdos a nuestra guía) que los ojos me
duelen.
Para esta mesa uso un romántico desinfectante, una mezcla de
detergente, agua y una vodka perfumada repugnante que compré por equivocación.
Rocío y rocío, sin frotar, o frotando lo mínimo, para no alterar el desorden,
cada cosa en su sitio y su sitio en cada cosa.
Y así espero, mientras los papeles se curvan como si
dialogasen entre ellos y los rotuladores se van secando, otro milagro, como
diría el poeta, de la primavera.
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El semáforo
En tiempos de conflicto, la primera víctima es la verdad y
la segunda el autocontrol. Por ello resulta gratificante ver que no se sueltan
los estribos.
Cada noche (o vesprada, en mallorquín; me gusta más, y
es más exacto: tarde tardía), cuando el Aplauso, me tranquiliza y conmueve a
partes iguales ver llegar un vehículo (ambulancia, coche de policía, taxi,
moto, bici), y poco más, o casi nada más, y detenerse en el semáforo. Y
aguantar. Aguantar el rojo mientras nada alrededor se mueve, porque no hay
tráfico, ni apenas transeúntes, ni peligro. Resultaría tal fácil hacer trampa.
Ahí se detienen. Como John Wayne en una de John Ford. Con la
paciencia y la sobriedad que imponen la ciudadanía solitaria y a la vez
solidaria.
En tiempos de conflicto, la primera víctima es la verdad y
la segunda el autocontrol. Por ello resulta gratificante ver que no se sueltan
los estribos, que, por ahora, cada cual conserva la serenidad del otro manteniendo
la suya intacta. En Líbano, que es mi referente de estado de bombardeos y
estados de sitio, durante la guerra gorda (1975-1989) los vecinos de Beirut
hacían copias de sus llaves y las repartían, por si el estallido les pillaba
lejos de sus casas. Para que usaran la que les caía más cercana.
En estas circunstancias, tan inciertas e inéditas, la calma
de cada cual es la forma en que ofrecemos al otro la llave de nuestro alivio,
que a su vez se alimenta gracias a que otro alguien nos abre la puerta de su
serenidad ante el derrumbe.
A ratos, se atisba un panorama infinito de posibilidades de
mejora, de espaldas a la algarabía de politiqueros, tramposos e inútiles meaburros.
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