Arturo Pérez Reverte
12.04.2020
Llevo 27 años escribiendo esta página, sin faltar un
domingo, y eso hace un total de 1.397 artículos publicados aquí. Escribiendo
novelas llevo algo más: 37 años. Y antes de eso, o solapándose con ello, anduve
21 años como reportero de prensa y televisión. Convendrán conmigo en que habría
que ser muy embustero, maquiavélico e incluso inteligente –punto que estoy
lejos de rozar, me temo– para que, con semejante exposición pública, un lector
lúcido no advirtiese mis puntos de vista: mi forma de mirar el mundo. Como dijo
no recuerdo quién, se puede engañar a alguien mucho tiempo, se puede engañar a
muchos durante algún tiempo, pero es imposible engañar a todos durante todo el
tiempo.
Esta introducción viene al hilo de lo que ocurrió hace dos
semanas, pero en realidad ha ocurrido otras veces. Estaba en Twitter con algo
que me pareció divertido para pasar el rato: llamar por teléfono a amigos o
conocidos para que me contaran lo que en ese momento les pasaba por la cabeza:
qué leían, qué hacían, qué pensaban del confinamiento en que estamos. Lo hice
sin que nada tuviera que ver con eso su filiación política, el que la tuviera o
tuviese. Preguntando a todos cuyos teléfonos tenía a mano. La respuesta fue
masiva y generosa, y mis seguidores tuiteros y yo mismo pasamos buenos ratos
enterándonos de cómo Álex de la Iglesia recomendaba series de televisión, José
María García largaba de los políticos, Juan Eslava se las ingeniaba con la
parienta, Mario Vargas Llosa hablaba de Galdós y Begoña Villacís cambiaba los
pañales de su hija. Cosas así.
Fue simpático. Tres tardes agradables y medio centenar de
testimonios. Pero incluso en ese espacio relajado, diverso, donde lo mismo Juan
Carlos Monedero, izquierdista extremo, contaba su tabla de gimnasia que
Santiago Abascal, líder de Vox, relataba sus inquietudes de estos días, asomó,
como no podía ser de otro modo en este envenenado lugar llamado España, el
sectarismo y la mala leche. Y no de los interrogados, pues todos estuvieron
impecables, sino de algunos tuiteros que, al verlos aparecer allí, se lanzaron
a controlar con quién podía yo hablar por teléfono y con quién no. Fue
interesante, aunque no inesperada, la visceralidad sectaria con que algunos comunicantes
me reprocharon que diese voz, incluso para decir qué película estaban viendo, a
alguien de derechas, a alguien de izquierdas, a alguien cuya catadura moral o
intelectual cuestionaban. A un rojo, un fascista, cualquiera que no encajara en
gustos o ideas. Hasta a José María García le reprocharon tener pasta y ser
bajito.
Pero lo que más me llamó la atención no fue eso, sino el
latiguillo que a veces surge cuando en un artículo o tuiteo hago referencia a
lo que un indignado no comparte: me ha decepcionado usted, o –aquí se pasa
mucho al tuteo– me has decepcionado, Reverte. Llevo leyéndote toda la vida,
tengo todos tus libros, pero al mencionar a ese rojo, a ese fascista, a esa
tortillera, a ese corrupto, a ése cuyo mundo no comparto, se me ha caído un mito.
Veo que quieres congraciarte, que has cambiado, que te arrimas tal y cual. Qué
decepción, tú antes molabas. Nada importa que el día anterior la mención a
alguien de su gusto, que aplaudió, fuera criticada por quienes piensan lo
contrario. Nada importa, tampoco, que a estas alturas de la vida uno se haya
ganado el derecho a telefonear, aludir, elogiar o criticar a quien le dé la
gana, con una agenda que desde hace medio siglo –también con eso escribo
novelas– concita a toda clase de gente respetable o infame, lo que incluye a
políticos, periodistas, asesinos, mercenarios, prostitutas, proxenetas,
traficantes… Con ellos tuve y tengo contacto, conversaciones y en algún caso
amistad. He conocido a narcos y torturadores, policías y ladrones, misioneros y
héroes, y todos ellos me ayudaron a enfocar con más nitidez la vida, como debe
ser. Escuchar, dar voz, interesarse por todos, buenos o malos según se mire, no
significa aprobar ni compartir. Les aseguro que si tuviera los teléfonos de
Hitler, Stalin, Nerón o la mujer de Putifar también los llamaría de vez en
cuando –sobre todo a la mujer de Putifar– para ver qué opinan del coronavirus o
el lucero del alba. Incluso me tomaría una copa para tirarles de la lengua,
como hice en mi vida con tanta gente noble y también con tanto hijo de puta.
Sólo se trata de mirar más allá de lo que las orejeras de la estupidez y el
sectarismo limitan; ver que hay otro mundo, aunque no sea el propio –aunque
también lo es de alguna forma–, al otro lado de la colina. Y si después de medio
siglo contándolo a alguien se le cae un mito por un tuit de 280 caracteres, lo
tengo claro: que enrolle cuidadosamente el mito, se lo introduzca en el ojete y
se vaya a hacer puñetas.
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