Por una Europa más unida y más
fuerte
Los políticos europeístas de cada
país tienen que convencer a sus ciudadanos de que cada nación sola no podrá
influir en los problemas del mundo. Es necesario un mayor control democrático
de las decisiones.
JOSEP BORRELL
25 OCT 2018
La UE y el mundo han cambiado
mucho desde las últimas elecciones al Parlamento Europeo de 2014. Entonces se
sentían con toda su crudeza las consecuencias sociales de la crisis del euro y
se temía por su supervivencia. Hoy, después de una década perdida, el PIB
europeo ha recuperado su valor precrisis. Pero con grandes divergencias entre
países. La carga del ajuste se hubiese debido distribuir mejor entre deudores y
acreedores. El resultado no ha sido bueno para la cohesión europea, con mayor
desigualdad en muchos países y una división Norte-Sur que debilita la confianza
mutua necesaria para avanzar en la unión política. Todavía no se había
producido la crisis de los refugiados de Oriente Próximo ni el gran aumento de
los flujos migratorios africanos. Un problema que puede ser el más poderoso
disolvente de la unión entre europeos y que ha enfrentado a los países del
Este, más Italia, con los del oeste de Europa.
Reino Unido todavía no había
decidido abandonar la UE. La geopolítica mundial también ha cambiado. Los
EE UU de Trump se desvinculan de Europa, abandonan el multilateralismo,
denuncian los acuerdos de París sobre cambio climático y el pacto nuclear
iraní, y se convierten en el campeón del proteccionismo. China aparece como el
defensor del libre cambio y Rusia emerge como potencia militar. La amenaza
terrorista persiste. Los adversarios interiores de una Europa libre, solidaria
y unida tienen ahora poderosos aliados externos.
¿Cuál es el futuro de esa UE, de
la que, según el último Eurobarómetro, el 68% de los europeos (75% de los
españoles) consideran que ha sido positiva para su país, pero al mismo tiempo
el 50% dicen no estar contentos con la dirección que está tomando? Quizás esa
UE fue un invento del siglo pasado para resolver problemas intraeuropeos en un
mundo bipolar que todavía no se había globalizado. Un invento que ha permitido
superar los antagonismos que tanta muerte y destrucción causaron. Pero la paz
ya no es motivación suficiente, sobre todo para las jóvenes generaciones,
mientras el recuerdo de la guerra desaparece con los que la vivieron.
Por eso, ante la acumulación de
amenazas exteriores y de problemas interiores citados, surgen dudas sobre la
perennidad de ese gran proyecto de la posguerra.
Y, sin embargo, si la UE no
existiese habría que inventarla. Pero para que sobreviva hay que reinventarla,
haciéndola más unida para que pueda ser más fuerte. Y eso exige que hable con
una sola voz para actuar con una lógica de potencia global; con fuertes
relaciones de cooperación con sus vecinos más próximos, especialmente con
África; que su crecimiento sea más robusto e incluyente; que las economías de
sus países converjan, y sea capaz de ganar la batalla de la innovación
tecnológica.
Las próximas elecciones europeas
serán la prueba de fuego sobre el futuro de la UE. Los resultados electorales
muestran el avance de los que, desde la derecha o la izquierda, rechazan la
integración europea. Es culpa de los populismos, decimos, cubriendo con esta
palabra multiuso las diversas manifestaciones de la desafección ciudadana hacia
un proyecto legitimado por sus resultados más que por sus procesos de decisión.
¿Y si para luchar contra los
populismos tuviéramos que hacer que Europa fuese popular? Es decir, percibida
como el más poderoso instrumento de protección frente a la inquietud creada por
la globalización y el resurgir de los fantasmas del nacionalismo. Para ello los
dirigentes políticos europeístas de cada país tienen que convencer a sus
ciudadanos de que su futuro pasa por reforzar su unidad. Que cada país solo no
podrá influir en los problemas del mundo. Que Europa se empieza a construir en
casa, porque los que deciden en Bruselas no son extraterrestres, sino los que
previamente han sido elegidos en cada país. Y combatir las falacias que
presentan la liberación del “yugo de Bruselas” como el bálsamo milagroso contra
todos los males.
Pero profundizar en una unión,
que necesariamente implica comunitarizar riesgos y oportunidades, exige también
una mayor participación y control democrático de las decisiones.
Históricamente, la integración europea se ha construido mediante acuerdos entre
las élites políticas nacionales con el “consenso permisivo” de sus ciudadanos.
Pero esto se ha acabado. Hoy se ha tomado conciencia, y es una buena noticia,
de la importancia de lo que se decide en Bruselas. Pero muchos sienten, con
razón o sin ella, que no tienen influencia en esas decisiones; no identifican
quién es responsable de qué, ni bajo qué legitimidad actúan las instituciones
en las que los Gobiernos ejercen una soberanía compartida.
Hay que dar razones para que
perciban a la UE como un instrumento de prosperidad compartida que favorezca
una distribución equitativa de la renta y aumente su influencia en el mundo.
Y hay que reconocer que, desde
esa perspectiva, los resultados de la Unión no han sido satisfactorios en la última
década. Y eso explica la desafección de muchos ciudadanos. No debemos
refugiarnos en una actitud eurobeata y acrítica con algunas políticas
de la UE, pero también explicar que las críticas a la UE no son siempre justas.
Confundimos como imposiciones de Bruselas los límites a nuestra
soberanía resultantes de la creciente interdependencia del mundo globalizado, o
de las restricciones resultantes de los Tratados europeos que hemos aceptado
soberanamente.
También hemos llegado al final
del sistema por el cual la UE se ocupaba de la macroeconomía y los Estados de
la distribución de la renta. Y entre una UE liberalizadora, que impulsaba la
competencia y suprimía barreras económicas nacionales, mientras los Estados
utilizaban políticas redistributivas para proteger, mal que bien, a los
perdedores de esa liberalización económica en el ámbito europeo y de la
apertura al mundo. Consciente de que las desigualdades no podían ser totalmente
aliviadas por las políticas redistributivas a escala nacional, Delors lanzó los
fondos de cohesión, creados a iniciativa española, para favorecer la
convergencia económica entre los países de la UE. Pero las economías europeas
han divergido en los últimos 10 años, perdiendo su convergencia precrisis.
La crisis económica, con su secuela
de desigualdad y empobrecimiento de la clase media, y los temores provocados, y
alimentados, por la inmigración han generado una reacción nacionalista,
populista y extremista. Los perdedores de la globalización, sintiéndose
desamparados, han buscado la protección de lo que mejor conocen: el Estado
nación, y lo han hecho en clave identitaria.
La unión de los europeos necesita
una dimensión social y protectora si queremos promover la adhesión ciudadana al
proyecto europeo. Es difícil imaginar la sostenibilidad a largo plazo de una
unión monetaria sin un presupuesto con efectos redistributivos y
estabilizadores ante los choques asimétricos. Necesitamos un reequilibrio entre
la dimensión monetaria de la política económica europea, que no puede hacerlo todo
y siempre, y su dimensión fiscal. Y abandonar la regla de la unanimidad en
materia tributaria y de política exterior.
Necesitamos una Europa social.
Pero no se pueden proclamar grandes objetivos sociales con un presupuesto del
1% del PIB europeo. Sin capacidad de financiarlos, son la mejor forma de crear
frustración y desafección.
No poder contar con el paraguas
militar estadounidense puede ser una oportunidad para desarrollar las
capacidades estratégicas europeas. La respuesta al America first debe
ser Europa unida. La gran batalla cultural de nuestro tiempo es construir
sociedades a la vez abiertas y cohesionadas. La UE debe demostrar a sus
ciudadanos que puede protegerlos mejor y crear más oportunidades que el
repliegue nacionalista y las economías cerradas.
Pero para eso hay que ser fuerte.
Y la fuerza, en un mundo dominado por gigantes políticos y económicos, solo
puede venir de la unión. Y esta solo puede ser en clave federal, aceptando un
proceso diferenciado de integración entre sus Estados, porque no todos tendrán
la misma voluntad de hacerlo.
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