4 ejemplos prácticos de que la
filosofía sirve para la vida diaria
¿No sabes qué hacer con esos 10
euros?
El Congreso ha pactado por
unanimidad que la filosofía vuelva
a ser obligatoria en 4º de secundaria y en 1º y 2º de bachillerato, como
ocurría antes de la ley de 2013. Desde entonces, solo era obligatoria en el
primer año de bachillerato.
La asignatura dejó de
considerarse un
"área prioritaria" y ha sido cuestionada por su carácter poco
práctico. Pero, como
nos recordaba la filósofa Marina Garcés, “la filosofía no es útil o inútil.
Es necesaria”. Se trata de un “lenguaje fundamental” para aprender a pensar de
forma crítica.
De todas formas, a estas alturas
habrá lectores diciendo algo así como: “Vale, muy bien. La filosofía es bonita.
Puede ser un hobby, como jugar al ajedrez o resolver crucigramas. Pero no se
traduce en nada que me pueda servir. Nunca me veré en la situación de dudar
acerca de si el mundo existe, como Descartes”.
Pero la reflexión y el análisis
de cuestiones fundamentales tienen consecuencias mucho más prácticas de lo que
parece. La filosofía no solo nos ayuda a ver el mundo de forma diferente, sino
que también puede cambiar cómo interactuamos con él. Desde cómo podemos ayudar
a los demás hasta cómo enfrentarnos a la muerte o si debemos tuitear enfadados.
El pensamiento crítico y las herramientas que nos proporciona la filosofía nos
ayudan a tomar decisiones meditadas.
1. ¿Cómo puedo ayudar a más
gente?
Supongamos que quieres donar 10
euros a alguna ONG. ¿Cuál deberías escoger? ¿Una cuyo nombre te suene? ¿Alguna
que esté trabajando en el terreno de catástrofe? ¿O quizás otra que trabaje en
tu ciudad?
Los filósofos defensores de la
corriente del "altruismo
eficaz" creen que los donativos, por pequeños que sean, pueden ayudar
mucho más de lo que pensamos. El filósofo australiano Peter Singer recordaba
a Verne que los países en situación de pobreza extrema “viven con menos de
700 dólares al año y a menudo no tienen acceso a agua potable, sanidad básica y
educación para sus hijos”. Es decir, esos 10 euros pueden llegar mucho más
lejos en uno de estos países con una situación económica peor.
Además de eso, no todas las
iniciativas funcionan igual. En su libro Doing Good Better,
el filósofo de la Universidad de Oxford William MacAskill aconseja hacernos
preguntas como las siguientes: ¿Estamos ayudando en un área que esté olvidada
y, por tanto, necesitada de recursos? ¿O donamos cuando ocurre una catástrofe
y, por tanto, ya hay mucha gente echando una mano?
MacAskill también aboga por tener
en cuenta si hay pruebas del alcance de las acciones de la ONG. Por ejemplo y
aunque suene paradójico, los programas de eliminación de lombrices intestinales
son más útiles para reducir el absentismo escolar en Kenia que comprar libros
de texto.
¿Mucho trabajo para 10 euros? Sí,
lo es. Pero hay organizaciones que ofrecen esta información, como Give Well, que analiza el impacto de las
ONG que recomienda, y The Life You
Can Change, del propio Singer, que incluye incluso una calculadora
que permite saber para qué servirá cada donativo.
2. ¿Debo unirme a la polémica del
día en Twitter?
Bien, ya has donado los 10 euros.
Ahora sacas el móvil para darte una vuelta por Twitter. Como suele suceder en
estos casos, a los pocos segundos ya estás enfadadísimo con alguien que ha
dicho una barbaridad y tienes ganas de decirle cuatro cosas bien claras.
Aunque a lo mejor no es buena
idea. Los psicólogos Paul Bloom y Matthew Jordan se
preguntaban en The New York Times hace unas semanas si somos todos
“torturadores inofensivos” por culpa de las redes sociales. Este apelativo hace
referencia a un experimento mental que plantea Derek Parfit en Razones
y personas, un libro de 1986. El filósofo, fallecido en 2017, se imagina a
unos torturadores que hace años tenían que causar el máximo dolor posible a una
sola persona cada uno, pero que ahora cuentan con un sistema que les exime de
responsabilidad. Lo único que tienen que hacer es apretar un botón que
incrementa en una milésima el dolor que siente cada uno de los mil presos.
Es decir, los torturadores pueden
alegar que ellos no han causado gran diferencia en el sufrimiento de estas
personas. “Si yo hubiera dejado de apretar el botón, su dolor habría pasado de
1000 a 999, así que ¿para qué iba a arriesgarme a que me despidieran?”. O, si
hablamos de Twitter, si por 280 caracteres no va a cambiar gran cosa, ¿por qué
voy a dejar de quedarme sin mis retuits aunque sea a costa de humillar o de
insultar a alguien?
Pero, claro, en realidad no
actuamos solos. No hay mucha diferencia por una sola persona, pero cada uno de
los torturadores sigue siendo responsable del daño causado. Sobre todo si
tenemos en cuenta que es probable que solo aprieta el botón porque cree que los
otros 999 lo apretarán.
3. ¿A quién puedo votar?
Uno de los ejemplos es de que no
solemos actuar solos son las elecciones. Un voto puede ayudar a marcar
diferencia, por lo que hay que tomarse esta decisión con cierta
responsabilidad. Por ejemplo, ¿queremos ayudar a crear una sociedad más
equitativa o preferimos potenciar la libertad individual?
El
filósofo estadounidense John Rawls proponía en Una
teoría de la justicia (1971) que imagináramos que nos hemos reunido todos
para acordar los principios fundamentales de la sociedad. Hay un pero: no sabemos
cuál será nuestra posición en esta sociedad. Puede que seamos ricos o pobres,
que estemos sanos o enfermos, que seamos inteligentes o más bien justitos. Ni
siquiera sabemos si naceremos en España o en Somalia. Estamos bajo “el velo de
la ignorancia”, en lo que Rawls llama la “posición original”.
En estas circunstancias y según
Rawls, todos nos imaginaremos que corremos el riesgo de estar en una posición
más desfavorable, por lo que optaremos por una sociedad que nos proteja,
llegando a dos principios básicos:
1. El primero asegura libertades
básicas e iguales para todos los ciudadanos, como la libertad de expresión y de
religión.
2. El segundo se refiere a la
igualdad social y económica. Las desigualdades solo se permiten si benefician a
los miembros peor situados de la sociedad. Según Rawls, para saber si una
sociedad es justa no hay que mirar la riqueza total ni cómo está distribuida.
Basta con examinar la situación de quienes lo están pasando peor.
Pero no todo el mundo está de
acuerdo con los resultados de este planteamiento. Si Rawls sentó las bases del
pensamiento socialdemócrata contemporáneo, Robert Nozick hizo lo mismo para el
liberalismo moderno con su Anarquía,
estado y utopía en 1974.
Para Nozick, el término “justicia
redistributiva” no es adecuado. En su opinión, la riqueza no es algo que esté
ahí y solo haya que repartirla: la riqueza hay que crearla. Cuando las personas
toman decisiones libres sobre asuntos de economía, algunos terminan con más
dinero y otros con menos. Siempre que haya habido un intercambio libre, el resultado
es justo.
4. ¿Cómo debo enfrentarme a la
muerte?
Por otro lado, ¿algo de esto
importa? Al fin y al cabo, nuestras vidas son muy cortas como para que un
puñado de votos, unos tuits o donar 10 euros de vez en cuando supongan un
cambio significativo.
Schopenhauer decía que el hecho
de que nuestras vidas estén rodeadas por la nada nos lleva a sentir ansiedad
metafísica, “una angustia existencial que nos asalta cuando intentamos
contemplar el abismo eterno de la Nada”, como resume Simon Blackburn en The Big
Questions.
Las dos nadas no nos angustian
por igual. Puede que nos dé vértigo saber que pasaron millones de años hasta
que nacimos. Pero la nada que nos sucederá es la que nos suele dar más miedo:
pasarán (probablemente) millones de años cuando ya estemos muertos. ¿Por qué no
hacemos caso al filósofo romano Lucrecio cuando nos dice en su De
la naturaleza de las cosas que esta eternidad hasta nuestro nacimiento es
un espejo de lo que ocurrirá tras nuestra muerte?
De hecho, para Epicuro, este
miedo es irracional. La muerte no es nada, ya que una vez estemos muertos no
podremos sentir nada en absoluto. No deberíamos temerla porque cuando nos
llega, ya no estamos ahí.
Las palabras de Epicuro suelen
recibirse con admiración, pero sin que tengan mucho efecto. Antes de nacer no
existíamos, pero sí existimos antes de morir. Seguramente no llegaremos a saber
cómo es estar muerto, pero sí sabremos
"qué significa
morirse", como apunta Oriol Quintana en 100 preguntes
filosòfiques.
¿Y si pudiéramos ser inmortales?
Según el británico Bernard Williams, la inmortalidad sería tediosa y quitaría
sentido a nuestras vidas. Siempre habrá tiempo de hacerlo todo y, en
consecuencia, no tendríamos ninguna urgencia por hacer nada. Es decir, quizás
no podamos librarnos del miedo a la muerte, pero al menos nos puede servir para
recordar que debemos aprovechar nuestras vidas. Y no aunque sean breves, sino
precisamente porque lo son.
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