Autor: Carlos A. Schwartz (Tenerife, 1942)
VOLANDO VOY A LA PALMA (Y REGRESO A TENERIFE)
Crónica:ATLAS LITERARIO DE ESPAÑA.
Un avión entre dos islas al ritmo de chachachá.
Recuerdos de La Habana entre el humo de un habano. Hollywood a los pies del
Teide. Los zapatos de Manolo Blahnik. Guión de un viaje al archipiélago
canario.
Para llegar a La Palma tuve primero que volar a
Tenerife y en la terminal del norte coger el avión que va a La Palma como quien
va a Casablanca (la película), y es una nave de hélice y dos motores que hace
el recorrido en menos de media hora. La Palma queda en el océano Atlántico y es
en su realidad geográfica una isla volcánica. Es casi como cantar el chachachá
iniciático Viajar a la Yunai (léase la isla de Manhattan).
El primer chachachá, una especie de danzón que
enseguida se hizo moda y música, no fue como dice Cuba y sus sones, escrito por
el difunto compositor serio Natalio Galán; no fue como se cree La engañadora,
que entonaba todo el mundo en los años cincuenta. Esa primicia le corresponde a
Silver Star, donde se canta: 'El Silver tiene lo que más yo quiero. / Tiene una
luz que alumbra mi sendero'. (Esto es una digresión). Silver Star es el nombre
de un tren, de una máquina del espacio que recorre en el tiempo el sur de
Estados Unidos, como el Twentieth Century es el tren que une a Nueva York -o
mejor, a Chicago- con Los Ángeles, es decir, con Hollywood, que se identifica
con un enorme letrero que el cine hace redundante y obligado. Silver Star es un
tren y un largo apéndice de vagones.
El avión que une a Tenerife con La Palma es
contemporáneo con el Silver y vuela enquistado en aluminio que parece plata
('¡Mira ese pájaro de acero!', dijo una vez una voz amiga) y viaja en dirección
Sur-Suroeste para llegar a La Palma, una isla de lava con una leve ciudad
atlántica. Es un avión largo y estrecho y en su interior de doble fila de
asientos y un pasillo que es un pasadizo exiguo, se parece mucho a la cabina de
pasajeros del Concorde: he volado en ambos, pero en el avión a La Palma las
azafatas, como dijo Jorge el piloto, son zafios zafiros que ordenan abrocharse
el cinturón y hay que obedecerlas. 'Los actores son ganado', declaró Alfred
Hitchcock -aunque debió decir pasajeros en vez de actores-. Pero Orson Welles
tuvo la primera y última palabra: 'En un avión no hay más que dos sentimientos
posibles: el aburrimiento o el pánico'. Antes de que cundiera el pánico ya yo
estaba aburrido.
A La Palma no hay que confundirla con Las Palmas,
capital de otra isla del archipiélago canario. Fue Plinio el Viejo (o tal vez
fuera el Joven: no los puedo distinguir desde aquí) quien explicó el nombre de
las islas Canarias, 'porque había muchos canes'. Los canarios vinieron después,
pero todavía no cantaban en jaula. Desde el aire, La Palma parece un arrecife
prominente a punto de ser eminente, para luego revelarse como una ciudad que
debe al mar su fundación. La ciudad capital de la isla parece haber sido
colonizada, Colón de vuelta, por cubanos.
Aquí aparecen y reaparecen cubanos canarios, los
que han ido a Cuba y han vuelto para vivir el resto de sus vidas. He encontrado
tabaqueros locuaces que hablaban de La Habana como una ciudad vecina. Encontré,
además, veteranos fumadores. Uno de ellos incluso había vivido en el pueblo en
que nació Míriam Gómez, en la sierra del Escambray, que tiene un nombre exótico
aun entre los nombres aborígenes de Cuba. Se llama Taguasco. Este fumador, al que
se puede llamar empedernido, vino a la charla que di una de las noches
palmeras. Había conocido a parientes y amigos de la familia de Míriam Gómez y
recordaba, casi por orden analfabético, los nombres y apellidos de Taguasco.
Pero esto, que era un alarde de memoria, no era nada comparado con su habilidad
de fumador cuidadoso. Como no podía fumar durante mi conferencia, dejó su
tabaco (el hombre se había vuelto tan cubano que no decía puro) a la puerta.
Cuando terminó mi acto, que incluía preguntas y respuestas, bajó las escaleras
con nosotros todavía hablando de parientes. De pronto se hizo a un lado, metió
la mano por entre las bases del portón y sacó un puro que procedió a fumar sin
tener que encenderlo. El palmero todavía tiraba.
En La Palma encontré mujeres felices. La mayor
parte habían venido a mi charla, mientras los hombres se habían quedado en casa
o estaban en un bar vecino para presenciar no sé qué partido de soccer decisivo
para los fanáticos. Como ven, éste no es precisamente mi deporte favorito. Es
un juego inglés, football, con los nombres de las jugadas derivadas de la
nomenclatura inglesa, jugado por mercenarios extranjeros. En las Islas no hay
corridas de toros (hay una plaza desaforada por el tiempo y el desuso), pero
hay, ¡ay!, fanáticos del fútbol dondequiera. Nos retiramos a uno de los
paradores más tranquilos de España: allí donde no llegaba el rumor de las
patadas.
Al otro día se suponía, de acuerdo con el programa,
que visitaría el observatorio de Los Muchachos, una de las instalaciones más
avanzadas de la astronomía mundial. También podía ir a una fábrica de puros,
una tabaquería, que resultó fascinante. Las instalaciones recordaban a una de
las fábricas habaneras y en sus pasillos me vi flanqueado por toda clase de
fumas por fumar: había hasta puros torcidos en Cuba. No tengo que decir dónde
decidí quedarme. Reaccionario que soy, no me encontrarían en el observatorio
refulgente, sino entre los sombríos pasadizos decorados con cajas de puros, y
los habanos se podían ver y oler entre los palmeros. En la fábrica estuvo
esperándome el viejo Vargas, el dueño de la fábrica: de pie, delante de su
escritorio y con un purito sin encender entre los labios. Su hijo, el actual
gerente de la fábrica, se refería al anciano como papá, y me recordó al viejo
Sosa, desplazado de su plantación en el Escambray, ahora en su exilio de Miami,
con cerca de noventa años, que todavía llamaba papá al difunto dueño de la
plantación que había heredado. Pero el actual tabaquero (no hay otra manera de
decirlo) fue el guía de este paraíso y se explayó entre las diferentes clases y
especies de puros, y me colmó con cajas de puros y hasta con un humidor hecho
de maderas preciosas. ¿Habría ganado más felicidad tratando de descubrir un
planeta entre las castas estrellas?
El regreso a Tenerife era un regreso doble. Aquí
había estado por primera vez hace ¡dieciocho años, Dios mío! Me reuní con
viejos amigos para almorzar. Entre ellos estaba Carlos Schwartz, que había
descubierto en mi apartamento de Londres una ventana llamada pineal. Carlos,
además de ser excesivamente alto y nada alemán (es un canario puro), es
arquitecto. Pero es también un fotógrafo extraordinario, que ha hecho álbumes
con fotos de las islas, descubriendo Canarias como si retratara a Hawai o las
Galápagos, aunque dedicado más a la geografía que a la historia humana. Además,
no sólo había descubierto mi ventana pineal y la excesiva arquitectura
victoriana que rodea mi edificio. En la visita anterior había incluso
fotografiado al barbero canario que cortó mi melena. Sin ser una versión
masculina de Dalila, porque yo no soy precisamente Sansón, siempre llamado en
Cuba Sansón Melena. Con Carlos estaba su mujer, Lola, una de esas mujeres
canarias que no envejecen, y casi veinte años después seguía tan bella como
vehemente. La Lola, como la llamamos, es, como dicen los ingleses, un alivio
para los ojos cansados -de mirar, de ver-.
Si La Palma, célebre en Londres por ser la patria
elegida por Manolo Blahnik, su hijo más ilustre, que cuando habla de ella
siempre dice 'mi isla', fue un descubrimiento, es una lástima que no la
escogiera Cristóbal Colón (lo hizo con la Gomera) como el puerto para lanzarse
al interminable océano: una suerte de Última Tule, y de allí vislumbrar el
abismo desconocido que era el Atlántico.
Pero ahora regresaba a otro Tenerife. Como entonces
tenía de anfitrión, como colaborador más bien, al valioso y demasiado modesto
Luis Alemany, que permitió que yo titulara mi charla anterior Del gofio al
golfo, y que esta vez quiso hablar siempre de mis libros y no de los suyos.
Después de la cena, hacia la medianoche, nos reunimos en la barra del hotel
Mencey y agradecí que fuera más un bar que un pub, porque detesto los pubs.
Ahora, que ya no soy su huésped, puedo hablar del hotel. El Mencey es uno de los
grandes hoteles de España, de Europa. Es amplio sin ser enorme y sus innúmeros
pasillos son un laberinto amable: un dédalo delicioso. Sin ser Teseo, pero
llevándome de la mano mi Ariadna más de nexo que de Naxos, recorrimos sus
galerías, atravesamos sus diversos lobbies y dormimos el sueño del viajero que
sabe que ha llegado a una de sus estaciones elegidas.
Pero más que el hotel me asombró Tenerife. La que
dejé detrás casi veinte años atrás era una ciudad de provincias, más remota que
próxima, acogedora como suelen serlo las ciudades que visitamos sólo una vez.
Ahora Tenerife era toda una capital de un archipiélago; sus amplias avenidas
flanqueadas por arboledas que no recordaba; sus paseos múltiples, sus calles
bulliciosas me harían reconocer a otra ciudad del pasado que se presenta como
un posible futuro: Los Ángeles y sus suburbios dramáticos.
Rodeada por colinas innúmeras (no recuerdo haber
visto en esta ocasión el Teide nevado), toda la ciudad era como una visión de
un futuro que estaba pasando frente a mis ojos. Los edificios modernos (y hasta
el posmoderno auditorio aún sin terminar, pero que ya amenazaba con ser la
estructura que era una concha y ella misma su perla para rivalizar con el Museo
Guggenheim de Bilbao) no eran rascacielos agresivos, sino falansterios a la
medida humana y toda la ciudad era un modelo que se arma. No faltaba más para
completar la ilusión angelina, que en una de las laderas -tal vez el Teide- se
erigiera un letrero monumental que dijera Tenerife.
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