Las amistades desaparecidas
En algunos momentos produce
vértigo acordarse de las personas dejadas por el camino.
Javier Marías
ActualizadoDomingo 29 de mayo de
201601:25
La otra noche me forcé a llamar a
una vieja amiga (lo es desde hace cuarenta y tantos años), para por lo menos
hablar con ella, ya que en los últimos tiempos nos vemos poco. Poco, pero
todavía nos vamos viendo, lo cual ya es mucho, pensé, en comparación con lo que
me sucede con decenas de amistades, o les sucede a ellas conmigo. Me temo que
nos ocurre a todos, y en algunos momentos produce vértigo acordarse de las
personas dejadas por el camino, o –insisto– que nos han dejado a nosotros
orillados, colgados o en la cuneta. A veces uno sabe por qué. Las peleas, las
decepciones, las ingratitudes, son algo de lo que nadie se libra a lo largo de
una vida de cierta duración, pongamos de cuatro décadas o más. Casi nada hiere
tanto como sentirse traicionado por un amigo, y entonces la amistad suele verse
sustituida por abierta enemistad. Uno puede no ir contra él, no atacarlo, no
buscar perjudicarlo en atención al antiguo afecto, por una especie de lealtad
hacia el pasado común, hacia lo que hubo y ya no hay. Lo que es casi imposible
es que no lo borre de su existencia. Uno cancela todo contacto, pasa a hacer
caso omiso de él, lo evita, y cabe que, si se lo cruza por la calle, mire hacia
otro lado, finja no verlo y ni siquiera lo salude con el saludo más perezoso,
un gesto de la cabeza.
Uno sabe a veces por qué.
Curiosamente, las cuestiones políticas son, en España, frecuente motivo de
ruptura o alejamiento. Si dos amigos divergen en exceso en sus posturas, es
fácil que acaben reñidos sin que se haya dado entre ellos nada personal. Cabe
la posibilidad de no sacar esos temas, pero es una alternativa siempre forzada:
en el intercambio de impresiones se crea un hueco incómodo y que tiende a
ocupar cada vez más espacio, hasta que lo ocupa todo y no hay forma de
rodearlo, ni de disimular. Se charla un poco de fútbol, de la familia, del
trabajo, pero la conversación se hace embarazosa, ortopédica, sobre ella planea
el independentismo vehemente que uno de los dos ha abrazado, o su entrega a la
secta llamada Podemos, o su conversión al PP, por ejemplo. Cosas que el otro no
puede entender ni soportar. Hay ocasiones más sorprendentes en las que uno
también sabe por qué: porque presenció una mala época del amigo, que éste ya
dejó atrás; porque le prestó o dio dinero, o lo vio en momentos de extrema
debilidad. Hay quienes, lejos de tenerle agradecimiento, no perdonan a otro el
haberse portado bien, o el haberles sacado las castañas del fuego. Cuando
echamos una mano, del tipo que sea, en realidad nunca sabemos si estamos
creándonos un amigo o un enemigo para el resto de la vida, y eso es
particularmente arriesgado hoy en día, cuando hay tanta gente necesitada de
manos para sobrevivir. Por propia experiencia, cada vez que echo una, me
pregunto si recibiré gratitud por ella o una inquina invencible e irracional,
un desmedido rencor. Supongo que el mero hecho de pedir ayuda –más aún de
recibirla– representa para algunos individuos una humillación intolerable que
harán pagar precisamente al que se la presta. Al que estuvo en condición de ofrecérsela
y por lo tanto en una posición de superioridad. Aunque éste no la subraye en
modo alguno, aunque dé todas las facilidades y reste importancia a su
generosidad, hay personas que nunca perdonarán al testigo de su penuria, de su
desmoronamiento o de su decadencia temporal. De su fragilidad.
Otras veces alguien se aparta
porque al otro le va demasiado bien y es un recordatorio de lo que no tenemos.
O porque le va demasiado mal y es un recordatorio de lo que a cualquiera nos
puede aguardar. En España hay que andarse con pies de plomo a la hora de
mostrar los logros y los fracasos, la alegría y la desdicha. Un exceso de lo
uno o lo otro es siempre un peligro, se corre el riesgo de quedarse solo y
abandonado. Creo que era Mihura quien decía que un escritor afortunado debía
hacer correr el bulo de que estaba gravemente enfermo, para permitir que se lo
mirase con piedad y rebajar el resentimiento por sus éxitos: “Ya, pero se va a
morir”, es un consuelo que atempera la envidia.
Pero demasiadas veces no sabemos
por qué se desvanece una amistad. Por qué las cenas semanales, o incluso la
llamada diaria, se han quedado en nada, quiero decir en ninguna cena ni una
sola llamada. Sí, aparecen nuevos amigos que desplazan a los antiguos; sí, nos
cansamos o nos desinteresamos por alguien o ese alguien por nosotros; sí, un
ser querido se torna iracundo, o lánguido y perpetuamente quejoso, o exige
invariablemente sin aportar nunca nada, o sólo habla de sus obsesiones
sin el menor interés por el otro. De pronto nos da pereza verlo, nada más. No
ha habido riña ni roce, ofensa ni decepción. Poco a poco desaparece de nuestra
cotidianidad, o él nos hace desaparecer de la suya. Y falta de tiempo, claro
está, el aplazamiento infinito. Esos son los casos más misteriosos de todos.
Quizá los que menos duelen, pero también los que de repente, una noche
nostálgica, nos causan mayor incomprensión y mayor perplejidad.
♫
Mecano, *Me cuesta tanto olvidarte.
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