Alérgicos al arrepentimiento
Javier Marías.
El País Semanal, 10-oct-2010.
Aquí donde me leen, con mis artículos anuales en deploración de la abusiva Semana Santa española y mis ocasionales escaramuzas con la igualmente abusiva jerarquía católica, de vez en cuando me carteo con un religioso, Dom Hilari Raguer, octogenario monje de Montserrat con muchos conocimientos y no poco sentido del humor, autor de notables libros de Historia como La pólvora y el incienso, sobre la Iglesia y la Guerra Civil, y de un ameno Informe confidencial sobre los monjes de Montserrat, en el que cuenta cómo viven y reparten la jornada. Hace un mes le envié un volumen editado por mí, La expedición de Ursúa y los crímenes de Aguirre, crónica de las fechorías del famoso Lope de Aguirre (el título no se refiere a Esperanza, válgame Dios), escrita en 1821 por Robert Southey, contemporáneo y enemigo de Lord Byron. Me contestó diciéndome que no había podido dejar de leerlo, robándole horas al escaso sueño que se permiten los monjes: “Esta mañana me dormía en el rezo de maitines. Menos mal que ya casi lo he terminado. Ahora me toca ir a confesar, pero como por suerte o por desgracia en estos tiempos hay poca gente arrepentida, terminaré la lectura en el confesonario. ¿Y si se me presentara, arrepentido, Aguirre?”
Sin duda Dom Hilari no se atrevería a jurar que la gente se arrepienta poco hoy en día; lo que sí sabe es que se confiesa rara vez. Pero su comentario coincide absolutamente con algo que vengo observando y que ya he señalado aquí, de pasada. Huelga decir que, al no ser yo creyente, ni me confieso ni me parece extraño que no lo haga la gente en general. Sí me lo parece más que se abstengan quienes se declaran católicos, y en todo caso me llama la atención desde hace tiempo el enorme desprestigio de que goza el arrepentimiento, más allá de su dimensión religiosa, a la que en modo alguno se limita el concepto. Si ustedes hacen memoria, habrán leído u oído numerosas entrevistas con personajes públicos en las que, antes o después –la pregunta debe de ser recurrente por parte de los periodistas–, manifiestan con invariable brutalidad (ya se trate de políticos, actores, escritores, cantantes o banqueros): “No me arrepiento de nada. Cuanto he hecho lo volvería a hacer. No tengo nada que lamentar”. Siempre me quedo perplejo, pese a la reiteración. ¿Nadie se arrepiente de nada, cuando esa es una de nuestras más frecuentes reacciones, al menos en nuestro fuero interno? No sé, son tantas las veces en que uno lamenta haber hecho o no hecho una cosa, haber dicho unas palabras que han herido o que sólo han traído resquemor, haber o no tomado tal o cual decisión, haber descartado esto o aquello, no haberse atrevido a dar un paso, haberse o no casado con tal persona, haber perdido una amistad, no haber estado más atento a quien ya murió o no haber hablado más con él … Yo suelo encontrar casi a diario algún motivo de arrepentimiento, aunque la mayoría sean, por suerte, de carácter menor.
Supongo que no pertenezco a mi época, una vez más. Parece como si la gente actual –sobre todo la española– considerase arrepentirse una bajeza o una blandenguería, un signo de debilidad, un menoscabo de su figura, una humillación. Hasta quienes tendrían más razones para hacerlo: raro es hoy el asesino que expresa arrepentimiento, y desde luego no lo verán en ningún terrorista; raro es el negligente que ha causado una o varias muertes que lamente su descuido y aparezca abrumado por las consecuencias de su error o su distracción: estará demasiado ocupado en buscarse descargos o en intentar echar la culpa a otros, a menudo de manera cínica y rocambolesca. Quizá no es tan extraño el fenómeno si pensamos que la nuestra es una sociedad educada desde la infancia en la evitación de las responsabilidades. Ni siquiera suelen reconocerse las equivocaciones, los juicios temerarios, las sospechas injustas, las acusaciones infundadas que se vierten sin cesar, sobre todo en el mundo de la política, que incomprensiblemente se ha erigido en modelo (pésimo) para el resto de la ciudadanía.
El caso reciente más flagrante es el de Bush, Blair y Aznar, que además son tres individuos profundamente religiosos, o eso aseguran. Ninguno ha mostrado aún el menor arrepentimiento –todo lo contrario: soberbia y satisfacción– por su injustificada, ilegal, taimada y catastrófica decisión de invadir Irak hace ya casi ocho años, tiempo suficiente para calibrar las consecuencias y reflexionar. Había allí un dictador (vaya novedad, llevaba decenios en el poder; y como si fuera el único en el mundo), pero era un país laico y no había en él terrorismo. A las decenas de millares de muertos causados por esa guerra basada en mentiras, inútil y delictiva, habrá que añadir los que se produzcan en los previsibles enfrentamientos civiles que seguirán a la retirada de las tropas extranjeras. Esos tres individuos han de saberse responsables de todas esas muertes innecesarias y del caos violento en que se ha sumido ese país. También Rajoy, que formaba parte del Gobierno de Aznar y a quien tampoco se ha oído una palabra de arrepentimiento, mientras aspira a ser Presidente como si no llevara ninguna carga sobre los hombros. Nadie que guarde memoria de aquella felonía lo votará, no sé a qué esperan en su partido para relevarlo. Si individuos como estos no deploran lo que hicieron, siendo ellos religiosos y sus culpas innegables y públicas, más fácil es que vaya al confesonario el fantasma de Lope de Aguirre que cualquiera de nuestros contemporáneos.
Javier Marías.
El País Semanal, 10-oct-2010.
Aquí donde me leen, con mis artículos anuales en deploración de la abusiva Semana Santa española y mis ocasionales escaramuzas con la igualmente abusiva jerarquía católica, de vez en cuando me carteo con un religioso, Dom Hilari Raguer, octogenario monje de Montserrat con muchos conocimientos y no poco sentido del humor, autor de notables libros de Historia como La pólvora y el incienso, sobre la Iglesia y la Guerra Civil, y de un ameno Informe confidencial sobre los monjes de Montserrat, en el que cuenta cómo viven y reparten la jornada. Hace un mes le envié un volumen editado por mí, La expedición de Ursúa y los crímenes de Aguirre, crónica de las fechorías del famoso Lope de Aguirre (el título no se refiere a Esperanza, válgame Dios), escrita en 1821 por Robert Southey, contemporáneo y enemigo de Lord Byron. Me contestó diciéndome que no había podido dejar de leerlo, robándole horas al escaso sueño que se permiten los monjes: “Esta mañana me dormía en el rezo de maitines. Menos mal que ya casi lo he terminado. Ahora me toca ir a confesar, pero como por suerte o por desgracia en estos tiempos hay poca gente arrepentida, terminaré la lectura en el confesonario. ¿Y si se me presentara, arrepentido, Aguirre?”
Sin duda Dom Hilari no se atrevería a jurar que la gente se arrepienta poco hoy en día; lo que sí sabe es que se confiesa rara vez. Pero su comentario coincide absolutamente con algo que vengo observando y que ya he señalado aquí, de pasada. Huelga decir que, al no ser yo creyente, ni me confieso ni me parece extraño que no lo haga la gente en general. Sí me lo parece más que se abstengan quienes se declaran católicos, y en todo caso me llama la atención desde hace tiempo el enorme desprestigio de que goza el arrepentimiento, más allá de su dimensión religiosa, a la que en modo alguno se limita el concepto. Si ustedes hacen memoria, habrán leído u oído numerosas entrevistas con personajes públicos en las que, antes o después –la pregunta debe de ser recurrente por parte de los periodistas–, manifiestan con invariable brutalidad (ya se trate de políticos, actores, escritores, cantantes o banqueros): “No me arrepiento de nada. Cuanto he hecho lo volvería a hacer. No tengo nada que lamentar”. Siempre me quedo perplejo, pese a la reiteración. ¿Nadie se arrepiente de nada, cuando esa es una de nuestras más frecuentes reacciones, al menos en nuestro fuero interno? No sé, son tantas las veces en que uno lamenta haber hecho o no hecho una cosa, haber dicho unas palabras que han herido o que sólo han traído resquemor, haber o no tomado tal o cual decisión, haber descartado esto o aquello, no haberse atrevido a dar un paso, haberse o no casado con tal persona, haber perdido una amistad, no haber estado más atento a quien ya murió o no haber hablado más con él … Yo suelo encontrar casi a diario algún motivo de arrepentimiento, aunque la mayoría sean, por suerte, de carácter menor.
Supongo que no pertenezco a mi época, una vez más. Parece como si la gente actual –sobre todo la española– considerase arrepentirse una bajeza o una blandenguería, un signo de debilidad, un menoscabo de su figura, una humillación. Hasta quienes tendrían más razones para hacerlo: raro es hoy el asesino que expresa arrepentimiento, y desde luego no lo verán en ningún terrorista; raro es el negligente que ha causado una o varias muertes que lamente su descuido y aparezca abrumado por las consecuencias de su error o su distracción: estará demasiado ocupado en buscarse descargos o en intentar echar la culpa a otros, a menudo de manera cínica y rocambolesca. Quizá no es tan extraño el fenómeno si pensamos que la nuestra es una sociedad educada desde la infancia en la evitación de las responsabilidades. Ni siquiera suelen reconocerse las equivocaciones, los juicios temerarios, las sospechas injustas, las acusaciones infundadas que se vierten sin cesar, sobre todo en el mundo de la política, que incomprensiblemente se ha erigido en modelo (pésimo) para el resto de la ciudadanía.
El caso reciente más flagrante es el de Bush, Blair y Aznar, que además son tres individuos profundamente religiosos, o eso aseguran. Ninguno ha mostrado aún el menor arrepentimiento –todo lo contrario: soberbia y satisfacción– por su injustificada, ilegal, taimada y catastrófica decisión de invadir Irak hace ya casi ocho años, tiempo suficiente para calibrar las consecuencias y reflexionar. Había allí un dictador (vaya novedad, llevaba decenios en el poder; y como si fuera el único en el mundo), pero era un país laico y no había en él terrorismo. A las decenas de millares de muertos causados por esa guerra basada en mentiras, inútil y delictiva, habrá que añadir los que se produzcan en los previsibles enfrentamientos civiles que seguirán a la retirada de las tropas extranjeras. Esos tres individuos han de saberse responsables de todas esas muertes innecesarias y del caos violento en que se ha sumido ese país. También Rajoy, que formaba parte del Gobierno de Aznar y a quien tampoco se ha oído una palabra de arrepentimiento, mientras aspira a ser Presidente como si no llevara ninguna carga sobre los hombros. Nadie que guarde memoria de aquella felonía lo votará, no sé a qué esperan en su partido para relevarlo. Si individuos como estos no deploran lo que hicieron, siendo ellos religiosos y sus culpas innegables y públicas, más fácil es que vaya al confesonario el fantasma de Lope de Aguirre que cualquiera de nuestros contemporáneos.
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