Envidio la capacidad de muchos de desconectar, de llegar a casa y dejar fuera de la cabeza lo acontecido, lo que llegará, las complicaciones de la vida. ¿Por qué cargarlas si tenemos que esperar para resolverlas y no podemos hacer nada mientras? Esa capacidad, ese arte, a mi se me antoja imposible. Llevo mi mochila cargada de estas preocupaciones, grandes, pequeñas, ingentes, nimias -da igual la importancia-, allá donde vaya: en el trabajo, por supuesto, en la calle, en casa, comiendo, durmiendo.
Envidio la felicidad de los niños, cuando lo son. Y la de los perros.
Envidio a los jubilados, sus mañanas al sol, su tiempo para la lectura y la escritura, para pasear, para compartir con los demás sus mejores momentos; envidio, sobre todo, su desconexión con el mercado de trabajo que se hace insoportable por momentos, con sus injusticia, su discrecionalidad.
Envidio el tiempo pasado y perdido, la épocas más felices, que las hubo; cuando hacer planes era más fácil, cuando todo fluía.
Tú eres una persona peculiar, me decía mi amiga A en otra vida.
Yo lo que soy es feliz, le contestaba.
Envidio eso también.
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