Otro lunes daba comienzo. No había podido conciliar el sueño como de costumbre, hacía calor y parecía no correr el aire a pesar de tener la ventana abierta. Roque -todos lo llamaban así- era consciente de su necesidad de mantener la mente en blanco para poder dormir; era de aquellos que se llevan sus preocupaciones allá donde vayan y hagan lo que hagan, algo que recordaba que sucedía desde pequeño. Ya se dio cuenta que era diferente cuando, de niño, vio atropellar a un gato en la calle y mantuvo esa imagen en su cabeza mucho tiempo después. Con el gato había comenzado todo, sus noches sin dormir, su darle vueltas a cualquier imagen: un perro muerto en la cuneta, una rata, un documental en el televisor. Todo se le quedaba grabado a fuego, aunque también lo bueno, menos mal. Tener memoria eidética podría parecerle a cualquiera un don pero él pensaba lo contrario y la veía como una maldición. Desgraciadamente lo bueno no abundaba y se llevaba a la cama, cada noche, muchas cosas que preferiría no recordar. Con los años, y con la llegada de Internet, había tenido que decirle a su padre -adalid de los reenvíos- y a sus amigos, que se abstuvieran de enviarle todo vídeo de animales sufrientes, por mucho que hubiera un final feliz (pero, si acaba bien, me repetía una y otra vez), detallados accidentes o, en definitiva, cualquier tipo de morbo en todas sus facetas. Ni animales ni esas interminable presentaciones de rincones de ciudades en primavera, en verano, florecidas o nevadas con musiquilla de ascensor de fondo y cursis textos. También había prohibido que le enviasen vídeos de autoayuda, de ángeles protectores y de política bajo pena de enviar a la carpeta de "correo no deseado" la cual, mes tras mes, iba aumentando sus remitentes.
Así, con la cabeza cansada por la falta de sueño, se miró los pies y, al ver en el despertador las 04:44am, pensó: ¡oh!, qué pocas ganas. Aún así, cabizbajo, se levantó y caminó hacia el cuarto de baño a darse una ducha. Ya vestido -siempre vaqueros, polo Lacoste o cualquier camiseta que estuviera planchada-, zapatillas deportivas y colonia en el cuello, daba comienzo la segunda fase de su rutina mañanera. Lo primero era disponer sobre el poyo de la cocina las pastillas para la hipertensión, algunas vitaminas, un café después y poco más; un desayuno frugal que se repararía algo más tarde en el bar de la esquina. Desde hacía ya muchos años, más de los que quería recordar, se levantaba cada mañana a esta hora absurda y, a las 05:00am se sentaba frente a su ordenador a trabajar, sin ganas y con la mente siempre dándole vueltas al posible futuro viaje. Su pareja, que vivía en otra ciudad y únicamente compartía vida con él de jueves a domingo, no entendía bien esa obsesión por viajar, pero se dejaba llevar. Desde que se habían conocido y por obra de la magia -difícil era entender cómo dos personas tan diferentes podían haberse enamorado-, la cosa funcionaba, sí.
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