Estar con un niño y ver cómo se relaciona con los demás, lo que hace, lo que dice, lo que quiere, nos ayuda a reflexionar sobre el paso del tiempo, en lo que nos hemos convertido. Nos hacemos viejos y la vida nos lo recuerda a cada momento: las visitas al centro de salud -el que entra ya no no deja de acudir jamás-, nuestras miasmas y las de los demás, los cambios de nuestros hijos, sobrinos, ahijados...; la incorregible vehemencia de propios y extraños, la pajas y las vigas oculares, el regreso al futuro incierto que no es otro que el hoy, el miedo a lo desconocido y a lo conocido, los sueños de los que no despertamos, el insomnio omnipresente que nos impide soñar, los pétalos que se desprenden de la rosa sin remisión, los libros pendientes de leer y los árboles que plantar.
Bajar los pies de la cama cada mañana no es sino un acto de valors, otro día en ciernes del que ignoramos su devenir. El primer café ayuda, y el segundo, mientras la cabeza empieza a colocar las fichas del puzle, encajen o no.
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