Mi compañero y amigo Perico Palotes, de esbelta osamenta, pasaba sus mañanas sentado paralelo a la luz que entraba por la esquina de su oscuro vano. Siendo, como era, hombre de poca esperanza que, según él, tiraba piedras a todos incluso a él mismo, paseaba cada tarde, al salir del trabajo, con la vista puesta en el horizonte tras la bruma, hasta coronar la cumbre de su boscoso vecindario.
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