Trinidad Lechuga en un acto en la Diócesis de Córdoba. DIÓCESIS
DE CÓRDOBA
Cuestión de sexo
Parece mentira que en estos recién estrenados años 20 aún
tengamos que hablar del derecho de las mujeres a interrumpir un embarazo o a
ser soberanas en las decisiones reproductivas.
Elvira Lindo
Parece mentira que en estos recién estrenados años veinte
aún tengamos que hablar del derecho de las mujeres a interrumpir un embarazo o
a ser soberanas en las decisiones reproductivas. Si en algo se diferencia esta
década de la de los ochenta es en que lo vanguardista entonces era la exigencia
del ensanchamiento de las libertades; ahora, la revolución la han emprendido
los reaccionarios que trabajan duro para limitarlas. Escucho a un contertulio
en la radio, un buen hombre que, sin duda, se considera feminista, defender el
derecho al aborto afirmando que hay que ayudar a las mujeres a atravesar de la
mejor manera posible el trance más traumático de sus vidas. Parece como si el
trauma disculpara el acto en sí, como si el Estado hubiera de tener un papel de
asistente compasivo. Pues no. No. Lo que cada mujer tenga en el corazón es suyo
y de nadie más. Hablamos de derechos, no de moral ni de sentimientos. Leo una
entrevista a la cantante Christina Rosenvinge a cuento de su libro, Cuadernos
y canciones. Se le pregunta, a raíz de un episodio en el que cuenta cómo ayudó
a abortar a una amiga en los ochenta, qué opina del asunto. Esto me trae a la
memoria aquel manifiesto de 1979 que firmaron tantas valerosas mujeres, unas
1.300, entre escritoras, cantantes, abogadas, médicas, periodistas, actrices,
en el que afirmaban no ya haber ayudado a otras, sino haber abortado ellas
voluntariamente. Se trataba de defender a 11 mujeres que esperaban juicio por
haber abortado en territorio nacional al no poder costearse el viaje a Londres,
como entonces se solía. En el singular retroceso de estos tiempos vamos a tener
que volver a aquel, “yo aborté”, para reivindicar el derecho a la intervención.
Las historias de abortos se transmitieron de una generación a otra al oído y en
secreto, del cuarto clandestino a Londres, de Londres a las primeras clínicas
legales.
Como decía una vieja feminista en una pancarta, “me parece
mentira estar hablando de esto ahora”. Pues sí, no hay que dar las libertades
por garantizadas. Jesús Aguirre, el consejero de Salud de la Junta de
Andalucía, célebre por haber definido el acto de interrumpir el embarazo en la
sanidad pública de la manera más grosera posible, “lo fácil es llegar y el
chupetón”, aquel individuo que jamás pagó por su zafiedad, ha elegido como
Coordinadora de la Estrategia de Salud Sexual y Reproductiva a la médica de familia
Trinidad Lechuga, directora también del Secretariado para los Cristianos
Perseguidos de la Diócesis de Córdoba. Su jefe moral, el obispo Demetrio
Fernández, ya se ha retratado con frecuencia al definir como “matanza de los
inocentes” la interrupción del embarazo. Vox está de enhorabuena, puede
apuntarse otro tanto: consiguieron que a la Consejería de Salud se le añadiera
la coletilla “y de familia” y han promovido un premio a la familia más
numerosa. Solo falta que el nodo lo narre. Para rematar, eligen a esta
ferviente discípula de un obispo destacado por su reaccionarismo para inculcar
lo que ellos dan en llamar “cultura de la vida”, porque si bien han de cumplir
la ley son libres de promover los tabúes sexuales y censurar cauces de
asistencia. Vox espera que Lechuga no se arredre y sea implacable con el
desmadre de las libertades sexuales. Y esto, que tanto incide en la vida de las
mujeres sin recursos, poco parece importar.
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