Algún día los toros serán historia. Llegará
Dos siglos no nos han curado del todo del salvajismo que
supone disfrutar de una fiesta que implica la muerte de un animal por entregas.
Hace dos siglos, los caballos eran destripados en plena
faena, luego cosidos en la plaza para que siguieran adelante y estiraran su vida
útil frente a los cuernos de toros que les intentaban matar y que también iban
a morir. Lo narra Robert Hughes en su espléndido Goya, que dedica varias
páginas a la lucha contra la fiesta taurina como parte del afán modernizador
que los ilustrados intentaron —sin éxito— en España.
Algo hemos evolucionado, pues: los caballos ya no mueren
destripados. Los protaurinos se escandalizan de las críticas y limitaciones que
van adoptándose, pero saben o deberían saber que los Borbones e ilustrados como
Jovellanos, en su afrancesamiento e impulso de cierta modernidad, fueron
antecesores de Pacma y de otros movimientos antitaurinos. Carlos III, un
rey que no negaremos que trajo algunas cosas buenas, intentó prohibir los toros
en 1771. Carlos IV también. En un acto de populista descarado, José I
Bonaparte, sin embargo, celebró su coronación con unas buenas corridas. Pan y
circo era una fórmula que funcionaba bien desde los romanos y la Ilustración no
pudo con ello.
Dos siglos no nos han curado del todo del salvajismo, atraso
o extravagancia que —para algunos, de opinión tan respetable como la de otros—
supone disfrutar de una fiesta que implica la muerte de un animal por entregas.
Pero al menos nos han permitido avanzar en sus límites.
Ayer, además del esperpento del Parlament catalán,
ocurrieron otras cosas en España. Y una fue el estreno del documental Tauromaquia de Jaime Alekos,
presentado por Pacma. Su cámara registra imágenes reales de las corridas desde
el punto de vista del toro, su terror, su temblor, sus heces y todos los
síntomas de humillación del torturado. Sin épica ni bravura alguna, solo
provoca compasión. Buñuel captó en Las Hurdes, tierra sin pan (1933) cómo los
novios de la zona tenían que competir por arrancar la cabeza a las gallinas
colgadas de una cuerda si querían demostrar su hombría. Si fallaban, volvían a
intentarlo hasta quedar con el cráneo en la mano. Era el preámbulo en La
Alberca del viaje que le iba a llevar a contar otros atrasos como el bocio
extendido, la multiplicación de “enanos y cretinos” debida al incesto y el
hambre en esa región extremeña donde el mendrugo de pan, si había, se mojaba en
los charcos de un regato sucio y casi agotado.
España va avanzando poco a poco en muchos temas. Desde luego
en el tratamiento del agua, en el hambre y el bocio, incluso en el maltrato
animal. Los descabezamientos de gallinas y patos o la cabra arrojada desde una
torre aparentemente ya son historia; el toreo se ha prohibido en algunas
plazas, aunque el tema sigue en los tribunales; y este verano Baleares prohibió
la muerte del animal, como Portugal. Las tripas de los caballos ya no se
recosen en las plazas.
El avance es paulatino. Tal vez falten décadas para que
nuestros nietos se horroricen de cómo era la España de Tauromaquia, como nos
horrorizamos hoy de la de Goya o Buñuel. Pero llegará.
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