Sigo trabajando, pero es sábado y necesito un descanso, un break que dirían ahora. Me apetece una buena peli de esas que me he perdido en el cine, algo denso para variar, y escojo "Vice" (El vicio del poder). Las críticas -como ésta que adjunto- son tan buenas que no quiero perdérmela.
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Los hilos se mueven en la sombra
Estados Unidos. 2018. Título
original: Vice. Director: Adam McKay. Guion: Adam McKay. Productores: Megan
Ellison, Will Ferrell, Dede Gardner, Jeremy Kleiner. Adam Mckay, Kevin J.
Messick, Brad Pitt. Productoras: Gary Sanchez Productions / Plan B Entertainment
/ Annapurna Pictures. Distribuida por Annapurna Pictures. Reparto: Christian
Bale, Amy Adams, Steve Carell, Sam Rockwell, Jesse Plemons, Allison Pill, Lily
Rabe, Eddie Marsan, Tyler Perry, Justin Kirk, LisaGay Hamilton, Bill Camp, Shea
Whigham, Don McManus.
El comienzo de la película se avisa al espectador de que los hechos que van a presenciar en pantalla son reales y que hablan de la trayectoria vital y profesional de uno de los líderes más discretos de la historia. A continuación, entrega la imagen de un Dick Cheney dándolo todo en una juerga donde se combinan alcohol y juego, durante su etapa estudiantil en el Wyoming de 1963, antes de ser detenido en la autopista por una patrulla policial por conducir a toda velocidad, en estado ebrio y con el rostro completamente amoratado como consecuencia de alguna pelea. Desde luego, no podría ser esta una presentación menos condescendiente de una de las figuras que, para bien o para mal, más han marcado la situación política de Estados Unidos durante las cuatro últimas décadas. El título de la película, Vice, hace referencia al cargo por el que este hombre será más recordado, el de vicepresidente del país durante el cuestionado mandato del republicano George W. Bush, aunque, aprovechando las ambigüedades de los juegos de palabras, ha llegado a España con el nombre de El vicio del poder, que, de paso, se revela como toda una declaración de intenciones sobre lo que su propuesta acabará ofreciendo: un recorrido por los entresijos más escandalosos,
vergonzosos y tramposos que
tienen lugar en esos despachos donde los gobernantes se reúnen para decidir
cuál será el camino a seguir por toda una nación. Si había que tomar como
ejemplo a alguien que reuniera todos los méritos para ser defenestrado hasta la
saciedad por su conducta antidemocrática, su oportunismo y una evidente
obsesión por “el todo vale” para escalar posiciones y ganar (ya sea unas
elecciones o una guerra), los responsables de la cinta no podrían haber elegido
a nadie mejor que Cheney, abarcando su trayectoria, desde que fue expulsado de
la Universidad de Yale hasta ese papel que desempeñó en la lucha contra el terrorismo
(a él se le deben “logros” tan discutibles como centrar el poder ejecutivo en
el presidente, aprovechando los vacíos legales del Tribunal Supremo, o la
aceptación del empleo de la tortura para extraer información a cualquier
sospechoso de conducta terrorista) y el “desarme” de Irak a raíz de los
terribles atentados del 11 de septiembre que sacudieron los corazones de los
americanos. Un momento crucial que sirve para abrir la cinta, el del político y
su gabinete de crisis enfrentados al horror de presenciar, a través de la
televisión, cómo, se derrumban las Torres Gemelas en lo que fue el mayor golpe
de efecto contra la supremacía del país de las barras y estrellas.
Afortunadamente para quienes tienen prejuicios ante este tipo de biopics que giran alrededor de personalidades “ilustres” de la política, El vicio del poder se desmarca radicalmente de la mayoría de los tópicos que caracterizan a este tipo de cine que tendría algunos de sus más destacados representantes en el Alan J. Pakula de la fundamental Todos los hombres del presidente (1976), que plasmó en la gran pantalla las consecuencias del escándalo Watergate, o, sobre todo, en el siempre polémico y visceral Oliver Stone, director que, a lo largo de su carrera, ha retratado a algunos de los más grandes líderes norteamericanos (con sus luces y sombras) mediante títulos como JFK (1991), Nixon (1995) o aquel W. (2008) protagonizado por Josh Brolin en la piel de George W. Bush y en el que Richard Dreyfuss ya realizó una aproximación secundaria a la figura de Cheney, que bien podría funcionar estupendamente como parte de un interesante programa doble junto al filme de McKay. Lo más novedoso de la película que nos ocupa no reside tanto en la historia que cuenta, más o menos conocida por todos, como en cómo lo hace. La experiencia acumulada por el cineasta en el pasado gracias a su etapa como guionista, durante seis años, en el Saturday Night Live, y en aquellas comedias diseñadas para lucimiento de su amigo (y uno de los productores de El vicio del poder) Will Ferrell –algunas tan reivindicables como El reportero: La leyenda de Ron Burgundy (2004) y su secuela–, así como esa mirada crítica, aliñada de afilada ironía, revelada en La gran apuesta (2015), su visión de los orígenes de la crisis económica mundial de 2008 que le proporcionó el Óscar al mejor guion adaptado, quedan patentes en cada fotograma de esta pintoresca biografía de Cheney. “Cuídense del hombre callado. Porque mientras otros hablan, él escucha. Y mientras otros actúan, él planea. Y cuando ellos finalmente descansan, él ataca”. Con esta cita anónima se define, inmediatamente antes de los créditos iniciales, la sibilina personalidad del protagonista a quien el espectador va a acompañar a lo largo de 130 explosivos minutos en los que el director se vale de un montaje originalísimo, una omnipresente voz en off (el descubrimiento de la identidad de la misma no puede tener más mala baba) que nos va relatando la historia y todo tipo de recursos visuales y estilísticos para dar mayor expresividad al conjunto, desde imágenes de archivo hasta falso documental, pasando por insertos de planos que, aunque parezcan fuera de contexto, funcionan de maravilla a la hora de subrayar muchos de los ridículos acontecimientos que se presentan. Memorables resultan, en este aspecto, el sketch que tiene como protagonista a un chef interpretado por Alfred Molina y su particular “carta” de platos o el irónico uso de la canción América de la banda sonora de West Side Story (Robert Wise, Jerome Robbins, 1961) en los créditos finales.
Afortunadamente para quienes tienen prejuicios ante este tipo de biopics que giran alrededor de personalidades “ilustres” de la política, El vicio del poder se desmarca radicalmente de la mayoría de los tópicos que caracterizan a este tipo de cine que tendría algunos de sus más destacados representantes en el Alan J. Pakula de la fundamental Todos los hombres del presidente (1976), que plasmó en la gran pantalla las consecuencias del escándalo Watergate, o, sobre todo, en el siempre polémico y visceral Oliver Stone, director que, a lo largo de su carrera, ha retratado a algunos de los más grandes líderes norteamericanos (con sus luces y sombras) mediante títulos como JFK (1991), Nixon (1995) o aquel W. (2008) protagonizado por Josh Brolin en la piel de George W. Bush y en el que Richard Dreyfuss ya realizó una aproximación secundaria a la figura de Cheney, que bien podría funcionar estupendamente como parte de un interesante programa doble junto al filme de McKay. Lo más novedoso de la película que nos ocupa no reside tanto en la historia que cuenta, más o menos conocida por todos, como en cómo lo hace. La experiencia acumulada por el cineasta en el pasado gracias a su etapa como guionista, durante seis años, en el Saturday Night Live, y en aquellas comedias diseñadas para lucimiento de su amigo (y uno de los productores de El vicio del poder) Will Ferrell –algunas tan reivindicables como El reportero: La leyenda de Ron Burgundy (2004) y su secuela–, así como esa mirada crítica, aliñada de afilada ironía, revelada en La gran apuesta (2015), su visión de los orígenes de la crisis económica mundial de 2008 que le proporcionó el Óscar al mejor guion adaptado, quedan patentes en cada fotograma de esta pintoresca biografía de Cheney. “Cuídense del hombre callado. Porque mientras otros hablan, él escucha. Y mientras otros actúan, él planea. Y cuando ellos finalmente descansan, él ataca”. Con esta cita anónima se define, inmediatamente antes de los créditos iniciales, la sibilina personalidad del protagonista a quien el espectador va a acompañar a lo largo de 130 explosivos minutos en los que el director se vale de un montaje originalísimo, una omnipresente voz en off (el descubrimiento de la identidad de la misma no puede tener más mala baba) que nos va relatando la historia y todo tipo de recursos visuales y estilísticos para dar mayor expresividad al conjunto, desde imágenes de archivo hasta falso documental, pasando por insertos de planos que, aunque parezcan fuera de contexto, funcionan de maravilla a la hora de subrayar muchos de los ridículos acontecimientos que se presentan. Memorables resultan, en este aspecto, el sketch que tiene como protagonista a un chef interpretado por Alfred Molina y su particular “carta” de platos o el irónico uso de la canción América de la banda sonora de West Side Story (Robert Wise, Jerome Robbins, 1961) en los créditos finales.
Con El vicio del poder ha
conseguido McKay su mejor obra hasta la fecha. Una película que se escuda en el
humor para abrir los ojos al mundo sobre el tipo de líderes que mueven los
hilos de la política y, sobre todo, de cómo sus asesores son capaces de
utilizar los medios de comunicación y todo tipo de estratagemas para manipular
la realidad y esconder bajo nubes de humo unos errores que, en muchas
ocasiones, se cobran millones de vidas humanas. McKay se ha apoyado en un grupo
de actores pluscuamperfecto, en el que Christian Bale, por encima de su
llamativa caracterización, demuestra por qué es uno de los mejores intérpretes
de su generación, humanizando, dentro de lo posible, a un Cheney que es
retratado como un tipo ambicioso que se extralimitó en sus funciones como
vicepresidente, aprovechándose de la ineptitud y falta de experiencia de ese
Bush que borda un Sam Rockwell en estado de gracia. Al mismo tiempo, se muestra
el lado más familiar del político y su dependencia afectiva hacia su esposa Lynne,
mucho más inteligente que él y voz cantante en la mayoría de pasos que dio en
su recorrido en la Casa Blanca. Amy Adams vuelve a estar fenomenal en uno de
esos roles de mujer fuerte (y algo retorcida) a la sombra, que tan bien le
funcionara en The Master (Paul Thomas Anderson, 2012), mientras que
tampoco se pueden pasar por alto las notables contribuciones de dos cómicos
como Steve Carell y Tyler Perry sacando auténtico oro de sus secundarios roles
del Secretario de Defensa Donald Rumsfeld y del Secretario de Estado Colin
Powell, respectivamente. Juntos dibujan una fauna de seres cegados por la
erótica del poder, personajes imperfectos a los que las adversidades a las que
les toca lidiar les queda demasiado grande, como circunstancias familiares
imprevistas (esa salida del armario de una de las hijas de los Cheney) que
podrían poner en peligro futuras oportunidades de ascenso profesional. El
vicio del poder, rompiendo las reglas del género al que pertenece, es una cinta
incluso divertida, que, además, sabe dosificar la (generosa) densidad de su
información para que el espectador menos familiarizado con estos terrenos
políticos no se sienta descolocado o perdido en la historia. Es cine necesario,
que denuncia injusticias sin miedo a las represalias, inteligentemente escrito
y puesto en imágenes con una creatividad electrizante que hace que sume muchos
enteros para destacar entre ese selecto grupo de títulos que forman parte de
una carrera de premios que tiene como última parada los Oscars.
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