Adictos a Jane Austen
La autora de 'Orgullo y prejuicio' es tanto una escritora
canónica como un icono de masas. Esta semana se cumplen dos siglos de la muerte
de una pionera del pensamiento libre.
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En 1795 o por ahí, el joven hijo de un comerciante,
desengañado en amores, decidía en pleno viaje de negocios renunciar a su
nombre, a su trabajo y a su fortuna para dedicarse al arte: “A partir de ahora,
el cultivo armonioso de mi naturaleza, que por nacimiento me ha sido negado, es
exactamente lo que más deseo”. Son declaraciones del héroe de Los años de
aprendizaje de Wilhelm Meister (V, iii), y por nacimiento se refería a su
origen burgués, que él oponía, en un tono de ambigua queja típicamente
burguesa, al origen aristocrático, pues “el burgués jamás puede preguntarse:
‘¿Qué eres?’; solo puede preguntarse: ‘¿Qué tienes? ¿Qué inteligencia,
conocimiento, talento, riqueza?”. La exclusión, y por tanto la persecución, del
ideal clásico de lo armonioso, que al parecer con la nobleza venía incorporado,
guía la primera crónica del pathos burgués, también llamada, para la
posteridad, Bildungsromano novela de formación o aprendizaje.
El Wilhelm Meister no se publicó en inglés hasta
1827, en traducción de Thomas Carlyle, quien avisaba en el prólogo a “los
amigos de lo sublime” —“a aquellos que no pueden pasarse sin sentimientos
heroicos”— de que no encontrarían en ella “nada que pudiera prestarles el menor
servicio”. No es posible que Jane
Austen, fallecida en 1817, hace ahora 200 años, la leyera, ni nos
consta que hubiera leído siquiera a Goethe. En 200 años, sin embargo, ha
corrido lo suficiente para que en la bibliografía de esta escritora tan poco
amiga de “lo sublime” como de los “sentimientos heroicos” se hayan señalado
todo tipo de asociaciones, algunas de ellas con la novela de formación.
Ciertas indicaciones se han dado de que Emma (1816)
es el primer Bildungsroman de la literatura inglesa, aun considerando
que su protagonista —oh, pionera— no es para nada de origen burgués ni para
nada un joven, sino una joven. En todo caso, apenas hay heroína austeniana que
no goce con naturalidad del privilegio masculino de aprender algo de uno mismo
y de abrazar el “cultivo armonioso” de su naturaleza en el curso de una
accidentada trayectoria. Es cierto que Elinor Dashwood, en Juicio y
sentimiento (1811), y Anne Elliot, en Persuasión (1816,
publicada póstumamente en 1818), vienen ya aprendidas de casa; pero Elinor,
además de luchar angustiosamente por guardar la compostura que le impide decir
lo que su corazón grita, tiene que vigilar la locuacidad romántica de su
alborotada hermana Marianne; y Anne bastante tiene con empezar la novela ya
habiendo reconocido sus errores y en el trance de descubrir el hasta entonces
desconocido derecho –—oh, pionera, dos— a una segunda oportunidad.
En las otras grandes novelas de la autora, el aprendizaje
está claro: Catherine Morland, en La abadía de Northanger (1798-1803,
publicada póstumamente en 1818), aprende a las malas que el mayor misterio
gótico que encierra el caserón donde ha sido invitada es que la han confundido
con una rica, siendo ella una pobretona, por lo cual es inmediatamente
expulsada; la célebre pareja de Orgullo y prejuicio (1813), Elizabeth
Bennet y el señor Darcy, tienen que aprender trabajosamente a domar, juntos y
cada uno por su lado, al terrible par de monstruos del título; la virtuosa,
trémula y gazmoña Fanny Price de Mansfield Park (1814) es devuelta a
la pobreza en uno de los capítulos más lúcidos y brutales jamás escritos por
Jane Austen, y allí, horrorizada, aprende, como buena marxista avant la
lettre, que su virtud es una licencia dependiente de la fortuna (de su
educación en casa de unos parientes ricos, generosos y esclavistas) y que no resistiría
las condiciones materiales en que viven sus padres y sus hermanos; y la
protagonista de Emma (1816), una heroína que, confesaba su autora,
“solo me gustará a mí”, la metomentodo, jactanciosa, manipuladora y casi
siempre equivocada Emma…, debe aprender, en fin, que hay que aprender.
Emma es tan reinezuela, hace tantas barbaridades, compromete
el bienestar y la alegría de tanta gente y se empeña tanto —encima— en educar a
quienes están por debajo de su “rango” que probablemente en una narración del siglo
XX habría sido confinada al terror y decapitada a mitad de historia, o habría
sido el personaje que, en una comedia o melodrama, queda al final sola y en
ridículo con gran ovación del público. En 1995 su actualización
cinematográfica, Clueless, en los colegios y centros
comerciales de Beverly Hills permitía augurar alguna tipología, más complicada
en su recepción, del siglo XXI: la “posibilidad de actuar demasiado a su
arbitrio personal y cierta tendencia a pensar demasiado bien de sí misma” no
despiertan hoy únicamente antipatía, y una chica parecida a Emma podría muy
bien ser una celebrity de Instagram o YouTube con muchos más
seguidores que detractores.
Nacida en el seno de la gentry, “heredera de 30.000
libras”, libre, por tanto, del peso de las frustraciones sobre el ser y, en
principio, de tener que trabajarlo, huérfana de madre, hija de un caballero
cuya autoridad —bien presente— gira toda ella alrededor de la salud y el
tiempo, Emma, con apenas 20 años al empezar la novela, no ha contado con otra
guía que su institutriz y un espontáneo, el señor Knightley, “un hombre
razonable de 37 o 38 años”, soltero y terrateniente de la vecindad. La
institutriz se casa y se aleja, y aunque sigue dando buenos consejos, tampoco
puede dejar de reírse con las crueldades y escarnios de su antigua pupila. En
cambio, el señor Knightley, que a veces parece hasta sumamente irritable, no le
pasa ni una.
Emma no solo no ansía casarse (“No necesito dinero, ni
empleo, ni posición social. Creo que pocas mujeres casadas son tan dueñas de la
casa del marido como yo lo soy de Hartfield”) ni enamorarse (“Ciertamente no
voy a obligarme a sentir más de la cuenta”), sino que es probablemente una de
las primeras heroínas novelescas —oh, pionera, tres— que hace lo que le da la
gana. Sus discusiones con el señor Knightley son tan guerreras y territoriales
como agudas, porque en situación de conflicto la mujer errada —como más
adelante, por ejemplo, en Henry James, el hombre malo— a menudo lleva razón:
sus invectivas contra la hipocresía de los hombres, “puesto que no se enamoran
de cerebros privilegiados, sino de caras hermosas”, o contra la displicencia
que muestran a otros hombres con “dificultades por depender [económicamente] de
otros” ponen en más de un apuro al sensato señor Knightley, que, admitámoslo,
algo tiene de mansplainer. El combate de razones se enreda naturalmente en
un combate de sentimientos, que se saben y se ocultan, o que sinceramente,
distraídos por una hiperactividad imperiosa, se desconocen. “Comprender,
comprender enteramente su propio corazón, fue su primer esfuerzo”, dice la
narradora, convencida de que conocerse a sí misma es la primera condición para
conocer a los demás: Emma descubre que a ser también se aprende, y que ser
implica —en una mujer como en un hombre: oh, pionera, cuatro— la posibilidad
armoniosa de cambiar, de dejar de ser. El señor Knightley, por su parte,
siempre supo que al dirigirse a ella y contradecir sus ideas y actos casi
abusaba de “un privilegio más tolerado que concedido”.
Esta clase de privilegio puede atribuirse igualmente a la
propia obra de Jane Austen, observadora desde dentro, y por tanto siempre en
peligro, de lo no dicho, de lo no concedido, de lo callado. Hay otros reflejos de
su arte en Emma: “Me diviertes contra mi propia conciencia”, le dice
una vez su antigua institutriz a la joven aficionada a ridiculizar a los demás.
Y esta misma joven, cuando enseña sus bocetos a Harriet y al señor Elton,
entona con falsa modestia: “No puedo ofrecerles una gran variedad de rostros
(…). No tengo para estudiar sino a mi propia familia”. Los bocetos de Jane
Austen, que tan a menudo divierten contra la conciencia, siempre han tenido
además la gracia de disimular que, haciendo parcos estudios de familia, una
estudia de hecho el mundo entero.
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