domingo, 26 de agosto de 2012

2 HOMBRES BUENOS

El Shindler portugués
El filme ‘El cónsul de Burdeos’ reivindica la figura de Aristides de Sousa Mendes, cuya firma salvó a 30.000 personas de los nazis. La dictadura de Salazar le condenó al desprestigio y la miseria.
Antonio Jiménez Barca 26 AGO 2012 - 00:00 CET
http://cultura.elpais.com/cultura/2012/08/24/actualidad/1345826180_021402.html
 
Corría junio de 1940. Los alemanes habían ocupado París el 14 de ese mes tras arrollar a las tropas francesas, provocando a la vez un éxodo de miedo y turbación en toda Europa. Las carreteras galas que apuntaban al sur se llenaron de desesperados que trataban de huir del terror nazi. En Burdeos confluyeron miles de desplazados en busca de una salida a la ratonera mortal en la que se estaba convirtiendo esa parte del mundo. Un portugués miraba las calles atestadas de miserables desde su ventana. Lo que vio —lo que supuso que le iba a pasar a esa gente— le desató una crisis ético-depresiva que le ató a la cama dos días y de la que despertó convertido en un héroe. Se llamaba Aristides de Sousa Mendes, era cónsul de Portugal en Burdeos y salvó a 30.000 personas, entre ellos 10.000 judíos, al expedir visados a mansalva y sin permiso que se convirtieron en salvoconductos hacia la vida. Posteriormente fue expulsado del cuerpo diplomático portugués y murió en la miseria y en el olvido. Sus hijos tuvieron que emigrar, y sus nietos, ya sesentones, se esfuerzan ahora por rehabilitar en Portugal y en el resto del mundo la figura del abuelo. Ahora, una película luso-española, El cónsul de Burdeos, que se ha estrenado ya en algunos festivales y que en otoño llegará a las salas portuguesas, recuerda la vida de esta suerte de Schindler portugués.
Aristides de Sousa Mendes nació en julio de 1885 en Cabanas de Viriato, un pequeño pueblo del centro del país, en el seno de una acomodada familia católica de la aristocracia portuguesa. Junto a su hermano gemelo, César (que llegó a ser ministro de Asuntos Exteriores), estudió derecho y se enroló en la carrera diplomática. Fue cónsul en Tanzania, San Francisco y Vigo, entre otros destinos, antes de llegar a Burdeos. Se casó en 1908 con una prima, representante también de las buenas familias lusas de la época, y tuvo con ella 14 hijos. Hasta junio de 1940, todo en la vida de Sousa Mendes discurrió como estaba previsto en un miembro de su clase social. Hasta la mañana de junio de 1940, con París ocupado, en que se agolparon debajo de la ventana de su consulado de Burdeos el aluvión de refugiados en busca de visado portugués.
António de Oliveira Salazar, el hábil y astuto dictador portugués empeñado en mantener a su país en una neutralidad interesada, había sido claro al respecto: quedaba prohibido inmiscuirse, quedaba prohibido dar visados, quedaba prohibido intervenir.
Sin embargo, después de la citada crisis de conciencia y atormentado por las dudas morales sobre cómo proceder en ese tiempo convulso, Sousa Mendes bajó hasta el vestíbulo principal del edificio, reunió a su personal y les transmitió una orden terminante para la que no había vuelta atrás. El diplomático sabía mejor que nadie lo que significaba desobedecer a alguien como Salazar, que jamás olvidaba un desplante. Temió por su futuro y el de sus hijos. A pesar de eso, dijo:

—Daremos visado a todo el que lo pida, sin importarnos de dónde venga, quién sea y la raza a la que pertenezca.

Durante dos días y sus noches, el consulado de Portugal en Burdeos se convirtió en una fábrica delirante de emitir pasaportes. Con ellos en el bolsillo, todo un ejército de atormentados partió, a través de España, hacia Lisboa, desde donde se desperdigó por el resto del mundo libre.
"Normalmente, los héroes van armados de una espada. Pero el último héroe portugués solo iba armado con su bolígrafo. Con él salvó a la gente”, recuerda José Mazeda, productor de la película.
Tras esos dos días frenéticos en los que, incluso, Sousa Mendes viajó hasta Hendaya (Francia) para firmar visados en la calle, la noticia de la pequeña rebelión del consulado francés llega a oídos del todopoderoso Salazar, que ordena invalidar los pasaportes con la firma de Sousa Mendes (afortunadamente, demasiado tarde), destituir de inmediato al infractor y obligarlo a regresar a Lisboa a toda prisa.
Aquí termina la película. Con la imagen de un hombre apartado de su trabajo, pero aún entero, seguro, consciente de que ha obrado bien. La vida de Sousa Mendes, sin embargo, continuó, para su desgracia.
Salazar le despojó de su cargo, de su sueldo y de su salida profesional. Por medio de una artimaña legal, el cónsul de Burdeos fue obligado a jubilarse sin pensión. Sousa Mendes, por entonces de 54 años, regresó a su vieja casa solariega de Cabanas de Viriato, donde se recluyó a tratar de sobrevivir con los hijos que aún dependían de él. Dos de ellos, nacidos en EE UU cuando era cónsul en San Francisco, saltaron a Londres y se alistaron en el ejército estadounidense. Participaron en el desembarco de Normandía. El resto de la prole asistió al progresivo e irrecuperable declive económico de la familia.
“Fueron malvendiendo cosas: las tierras, el piano, los muebles. Un pariente mío encontró en una taberna algunas de las sillas que utilizaba la familia en el comedor de gala. Las compró. A mi abuelo solo le ayudó un fondo de caridad israelí que no daba mucho. Comía porque tenía una cuenta abierta en una tienda de alimentos donde le fiaban”, recuerda António de Sousa Mendes, nieto del excónsul. António, junto a su primo Álvaro de Sousa Mendes, también nieto de Aristides, son el alma de una fundación, Aristides de Sousa Mendes, dedicada a la memoria de su abuelo. En la sede, en un pequeño piso de la Alfama lisboeta atiborrado de carteles y fotos de su antepasado ilustre, los dos primos señalan que el primer objetivo de su asociación es el de rehabilitar la casa señorial en la que nació y murió Aristides, ahora casi derruida por los efectos del paso del tiempo y la dejadez. La historia reciente de la mansión, relatada por Álvaro, también es significativa y resume bien todo el recorrido del diplomático: “A la muerte de mi abuelo, se presentó en el juzgado el dueño de la tienda de alimentos con la hoja donde llevaba anotadas todas las cantidades que le adeudaba nuestra familia. Así que la casa se subastó, y se la quedó el tendero, dejando a los Sousa Mendes sin nada. Los hijos emigraron, a África, a EE UU, a Lisboa… En 2001, la memoria de mi abuelo fue rehabilitada, y también su estatus. Y nos pagaron los meses de sueldo o de pensión que Salazar le quitó. Con ese dinero, la fundación adquirió la casa en ruinas. Ahora queremos convertirla en museo. Sabemos que es difícil, porque el país está como está, pero no vamos a dejar de intentarlo”.
El silencio y la soledad de un gran diplomático: Ángel Sanz Briz
Isidro González García 3 OCT 2010

En septiembre se han cumplido 100 años del nacimiento en Zaragoza del diplomático Ángel Sanz Briz, quien, tras una brillante carrera, murió en Roma en 1980, siendo embajador ante la Santa Sede. Su familia, originaria de Peraltilla, municipio pequeño en la provincia de Huesca, se instaló a finales del siglo XIX en la capital aragonesa, donde desarrolló una intensa y fructífera actividad comercial y turística.
Al evocar su figura me vienen a la memoria las frases de Jan Karski sobre la sordera de Occidente ante las desesperadas llamadas de auxilio de los judíos en Varsovia, pese a que el autor de Mi testimonio ante el mundo, publicado en 1944, se hubiera entrevistado con Edén dos veces y una con Roosevelt, ambas en 1943, para explicarles lo que ocurría con los judíos en manos de los nazis.
Ciñéndome al caso de Sanz Briz, tema que ya abordé en este periódico el 24 de junio de 2002, y aunque dadas las limitaciones de espacio de este artículo, conviene, hoy por hoy, rememorar su imagen, pero al mismo tiempo precisar algunos puntos de su actuación que engrandecen, aún más si cabe, su persona.
A medida que el tiempo transcurre y se van conociendo más detalles de las operaciones de rescate de judíos por parte del Gobierno de Franco, se confirma la idea de que la labor de este Gobierno fue, sin duda, mucho más eficiente, positiva y humanitaria que la de la mayoría de otros países; es una página de nuestra historia que no conviene olvidar; reconocida hasta por los propios judíos. Pero dicho esto, conviene matizar que la figura de Ángel Sanz Briz destaca por su excepcionalidad, sin menospreciar ni mucho menos la gran labor de otros colegas. Y esto por varias razones.
Su labor como un joven diplomático en Budapest -tenía 32 años- estuvo presidida por un acto de su conciencia, pues no se encontraba obligado en forma alguna a tomar la iniciativa de refugiar a los judíos en sus casas de acogida de la legación española, poniendo dinero de su bolsillo. Y en cuanto a las instrucciones recibidas de Madrid, la mayoría de las veces fue el silencio o instrucciones ambiguas. Dada la situación que se vivía, es posible que el silencio de Madrid fuera consentidor de un dejar hacer pero no involucrándose directamente.
Esta situación está confirmada plenamente por un documento confidencial y secreto, muy poco conocido, elaborado el 15 de septiembre de 1961 por el entonces ministro de Asuntos Exteriores, Fernando María Castiella, con motivo de las indemnizaciones alemanas a Israel, circunstancia que aprovecharon los herederos de aquellos sefardíes salvados por España para dirigirse al Gobierno español para que gestionase ante el Gobierno alemán el pago a ellos de las mismas. Castiella reconoce expresamente: "La protección española a los judíos perseguidos no solo goza de las simpatías universales sino que ha sido apoyada por las grandes potencias. Durante la II Guerra Mundial, el Estado español, aun reconociendo que prestó eficaz ayuda a los sefardíes, pecó en algún caso de excesiva prudencia y es evidente que una acción más rápida y decidida hubiera salvado más vidas". Hasta aquí el texto de Castiella. Y, en efecto, esa ambigüedad detuvo probablemente a muchos diplomáticos para actuar. No así a Ángel Sanz Briz. Por eso, salvó a más de 5.000 judíos en Budapest.
En cualquier caso, el diplomático obró por su cuenta, a riesgo de consecuencias posteriores. Años más tarde apareció en Washington un documento, escrito por Sanz Briz en el año 1946, en el que deja claro que había actuado por cuenta propia. El diplomático guardó sobre este asunto un silencio sepulcral, que andando el tiempo comenzamos a entender.
El impacto causado entre los judíos salvados por la obra de este diplomático fue tan importante que se entrevistaron con él, siendo cónsul general en Nueva York en 1963, solicitando referencias sobre su actuación casi heroica en Budapest, de la que había un desconocimiento total en España, hasta el punto de que muchos judíos se dirigen también ese mismo año al Ministerio de Información y Turismo pidiendo información. El secretario general del mismo, Gabriel Cañadas, escribe al director general de Política Exterior, Ramón Sedó, en un documento casi desconocido: "Mis interlocutores judíos apuntaban siempre a la labor de Sanz Briz y piden permiso al director general para airear esta postura española por el bien de España en aquellos momentos; en tal situación es conveniente aprovecharla". Así se puso de manifiesto en la entrevista que el periodista israelí Isaac Molho hizo a Sanz Briz en Nueva York, ese mismo año, recabándole información puntual sobre su actuación para escribir un libro.
El diplomático consulta a Madrid sobre la información que debe dar y las instrucciones recibidas son que los datos que tiene que transmitir deben hacer referencia a que su intervención fue por orden expresa y con conocimiento del Gobierno español, debiendo Sanz Briz eludir todo protagonismo. Y así fue el testimonio que el diplomático le dio al periodista israelí.
Un espeso silencio rodeó su actuación hasta que, desde hace un tiempo a esta parte, la figura de este diplomático va siendo conocida y admirada y, todavía hasta hoy, adquiere mayor grandeza tanto por su acción heroica como por ese silencio que fue utilizado políticamente como un activo del gobierno de aquel momento ante el exterior.
Isidro González es historiador.

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