Jordi Amat, 08.12.2024
A mediados de octubre, Vox presentó en el Congreso una proposición no de ley en la que pedía la dimisión en bloque del Gobierno y la convocatoria de elecciones. El motivo que la sustentaba eran los presuntos casos de corrupción vinculados a familiares del presidente Sánchez y a su Gobierno. Su objetivo era el de siempre: salvar España. En ese documento, reforzando la idea que el Estado vive amenazado por un Gobierno dictatorial, se subrayaba la necesidad de proteger a los servidores públicos para evitar que reciban presiones que impidan seguir con las investigaciones. Desde entonces, el partido ha replicado discurso y estrategia en Parlamentos autonómicos. A principios de noviembre, en Cantabria, la proposición fue aprobada con los votos del Partido Popular. También la presentó en Canarias. El pasado viernes, clonada, en el Parlamento andaluz para que sea discutida en el próximo pleno. Pero el caso más significativo ha sido el de Castilla y León.
El inefable exvicepresidente Juan García-Gallardo registró el texto el 28 de noviembre y lo defendió esta semana. La deriva de la sesión evidenció los riesgos que implica para los conservadores seguir a los neofranquistas. Es jugar con fuego democrático. Y los diputados populares, a pesar del discurso de García-Gallardo, apoyaron la iniciativa. Para jugar a la política nacional, por cálculo regional o por convicción ideológica. Porque, en realidad, la dinámica argumental de la proposición de Vox solo fascistiza el relato sobre la degradación institucional que las diversas oposiciones del Madrid DF han ido construyendo para reconquistar el poder. No es extraño que esto ocurra. El problema fatal del antisanchismo, que tiene sus razones y que solo en segunda instancia tienen que ver con la presunta corrupción, es proponer una visión tan agónica de la situación del país que uno podría acabar convencido de que vivimos en un comatoso estado de excepción.
Si se acepta esa visión locoide es fácil deslizarse por la pendiente de la neurosis y acabar dando verosimilitud a una trola tan fanatizada como la que de Vox en su proposición: “El Gobierno de Sánchez puede ser considerado como el más relacionado con casos de corrupción de la historia de España y, efectivamente, la corrupción está actuando como un verdadero agente disolvente y nocivo para nuestra patria”. Nada que haya sorprendido al tribuno García-Gallardo, como dejó claro en su intervención. Los principios del nacionalpopulismo europeo con el revisionismo historiográfico sobre las primeras décadas del siglo XX en España confluyen en su cráneo privilegiado. Tanto puede cargar contra la Agenda 2030 como afirmar que el adn del PSOE durante toda su existencia ha sido la violencia y la corrupción. “Su historia criminal, solo interrumpida en los 36 años en que no pudieron robar”, afirmó. Rimaba con la nostalgia dictatorial que el diputado Mariscal confesó en la Carrera de San Jerónimo. Con el franquismo, ay, esto no pasaba.
La interpelación al PP de Gallardo era directa: es urgente “derribar por tierra, mar y aire” a los socialistas. Al votar a favor de una moción de antisanchismo de garrafón, defendida con un discurso contrarrevolucionario inimaginable en la España refundada durante la Transición, más que derribar a Sánchez, el PP juega con fuego: chamusca posibilidades de desgastar los apoyos que mantiene el Gobierno y queda atrapado en el marco traumatizante que le hizo perder las elecciones. Cuando se normalizan las relaciones del partido de Alberto Núñez Feijóo con Vox, se vuelve a reagrupar la contradictoria mayoría (y el electorado) que sustenta a Pedro Sánchez en el poder porque sabe que la alternativa le amenaza.
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