La fiesta más rara del mundo
Abrí el libro como si pasar la tarde leyendo en silencio con dos docenas de desconocidos fuera lo más normal del mundo.
Delia Rodríguez, 12.12.2024
La organizadora, Belén Torregrosa, cerró la puerta del saloncito privado donde habíamos sido citadas, un lugar oscuro, maximalista y bastante acogedor, y bajo la cabeza de un falso rinoceronte nos instruyó sobre las normas que debíamos seguir. Media hora de lectura privada, diez minutos de conversación, media hora más de lectura y después podríamos comentar la experiencia. Abrí el libro que había elegido para la ocasión —El trabajo de los ojos, de Mercedes Halfon, un ensayo breve sobre la vista y sus debilidades— y obedecí, como si pasar la tarde de un martes de diciembre en un hotel fino del centro de Madrid leyendo en silencio junto a dos docenas de desconocidos fuera lo más normal del mundo.
Las fiestas de lectura —reading parties— comenzaron hace unos años en Estados Unidos y viven un cierto momento de gloria entre la juventud de Nueva York, desde donde se están extendiendo a otros lugares. A la que acudí fue una de las primeras celebradas en España. Sentarte a lo tuyo, calladita y sin molestar es más viejo que el hilo negro, y los asistentes recordamos enseguida las sobremesas monacales y las veladas victorianas, pero me interesaba experimentar el momento exacto en el que una idea pasa de ser inconcebiblemente estúpida a una tendencia deseable. Las fiestas de lectura silenciosas se ponen de moda justo en el momento en el que no podemos más con nuestro malestar digital y necesitamos recuperar nuestra atención a toda costa. Para alejar el móvil buscamos la ayuda de los dispositivos analógicos a los que sustituyó: puzles, radios, despertadores, periódicos, revistas, libros. También empieza a entenderse mejor, por fin, el ocio introvertido o el abstemio.
Esta columna sería más divertida si hubiera odiado la fiesta por pija o absurda, y es cierto que tenía papeletas para ello, pero si soy sincera, me divirtió. Siempre me sorprenderá el poder de inmersión de la narrativa: ponle a un ser humano unos trapos con forma de marioneta delante y olvidará todo lo que tiene alrededor para teletransportarse a otro mundo. Para alguien como yo, a quien le cuesta ponerse a leer, pero una vez dentro de la historia entra en un estado de foco profundo, leer en compañía es una revelación. La presencia de otras personas me ayudó a una concentración atenta y relajada, como la que consigo cuando trabajo en las bibliotecas públicas, aunque en este caso el fin sea puramente lúdico. A diferencia de los clubes de lectura, no es necesario consensuar lecturas, ni debatir sobre ellas. Solo me irritó tener que parar por indicación externa a una hora determinada.
La charla posterior también fue interesante. Uno de los pocos caballeros de la sala cogió un avión desde Alemania tras descubrir la convocatoria en LinkedIn: eligió a Jardiel Poncela y se le escapó alguna risa. Otra asistente nos dijo que daba igual lo leído, porque la emoción creada y compartida por el grupo era común, y no me parece descabellado. Alguien intentó plantear la dicotomía entre el libro de papel y el digital, que nos pareció superada: se vieron varios kindles y el audiolibro fue defendido. “Si llego a decir que yo leo libros hasta en el móvil se monta una guerra civil”, dijo después en privado mi amiga la escritora Carmen Pacheco, que llevó un precioso tomo sobre Agatha Christie y la arqueología. Hubo una última norma: no sacar los teléfonos para retratarnos durante la lectura. El lujo verdadero no es digital ni analógico, es conservar a toda costa la capacidad de desaparecer.
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