domingo, 3 de mayo de 2020

LOS NUEVOS MILLONARIOS


“Los de los pueblos pequeños somos ahora archimillonarios”
Los municipios y pedanías de menos de 5.000 habitantes acarician la vieja normalidad con paseos mestizos pero sin bares.
Laxe / El Saler - 02 MAY 2020 - 00:30 CEST

A Paco, marinero jubilado de Laxe (A Coruña), se le frunció el ceño cuando vio en la prensa hace meses que un extraño virus circulaba por China. “Supe que ese bicho vendría a Europa y a América”, recuerda. Para él, que tras nacer en una esquina de la península Ibérica recorrió las costas del Lejano Oriente y de la India hace 60 años a bordo de un petrolero de Exxon, el mundo es global desde mucho antes de que fuese bautizado así. A sus “70 y tantos años”, Paco rompió este sábado su confinamiento de casi 50 días paseando por primera vez junto al mar y con bastón, mezclado entre niños y deportistas pero con la debida distancia.

Laxe es uno de esos 6.800 ayuntamientos españoles y 3.000 pedanías (entidades locales menores dependientes de un municipio) elegidos para acariciar la vieja normalidad por no superar los 5.000 habitantes. En estos lugares que no conocen las aglomeraciones, no rige ninguna franja horaria. Abuelos y nietos pueden saludarse desde lejos si se cruzan por el paseo marítimo. “En los pueblos pequeños ahora somos archimillonarios. Ves las ciudades y se te cae el alma a los pies”, afirma Lola Costa, de 55 años, que ha desempolvado su bici después de 20 años para hacer carreras con su nieto Darío, de seis, en paralelo a las dunas de arena blanca. Esta pescadera respira optimismo: “Salimos de una guerra. Ardieron los montes y resurgieron. Acuérdate del Prestige y mira ahora el mar. Saldremos de esta, solo hay que adaptarse”. Las agujetas que seguro le regalará su tardío regreso al ciclismo las piensa combatir con “tres kilos de plátanos”. Y repite: “Se sale de todo”.

El patógeno aquel que tanto mosqueó a Paco ha infectado en Laxe a una sola persona, según los vecinos, pero el daño infringido es bien grande. Este municipio de Costa da Morte, donde el miedo se ha extendido más que el coronavirus, vive de la pesca y el turismo; la venta de pescado ha caído y la temporada de verano la dan por perdida. “Esta crisis le ha quitado al pueblo la poca vida que tiene”, lamenta Mari Carmen Correa, de 73 años, que ha superado el confinamiento en una vivienda con unas vistas al mar que conseguían cada mañana “levantarle el ánimo”. Ella que vivió seis años en Barcelona en un piso sin ventanas a la calle se ha acordado mucho de quienes desde sus hogares no pueden ver más allá de “un patio interior con tendales”.

¿Conseguirá la pandemia atraer población a esa España que pierde vecinos año a año? “La gente que es de ciudad prefiere la ciudad y seguirá. Y a los que nos gusta el rural lo valoraremos aún más. Cada uno tiene sus estructuras mentales y no creo que cambien”, sostiene Daniel Crespo, de 28 años, profesor de inglés en el instituto de Laxe, que retomó este sábado su vocación de corredor en mejor forma de la que imaginó durante el confinamiento, cuando quemó kilómetros caminando por el pasillo de su casa. La redera Rosario Toja, de 32 años, tampoco lo ve claro: “Estos días vamos a ser la envidia, pero eso no nos va a revivir”.

Como buen pueblo turístico, Laxe cobra vida callejera sobre todo los fines de semana y en verano. Más allá de las mascarillas y la falta de corrillos, este sábado tremendamente extraño. Noelia Cousillas, estudiante de Turismo de 20 años a la que la crisis pilló de Erasmus en Croacia, tiene claro qué es lo que falta: “Es la hora de los vinos y todos los locales están cerrados”. El pequeño Darío, el nieto de Lola Costa que pasa pedaleando como una bala, sueña con que llegue otra normalidad: “Esperemos que pueda volver este verano a navegar en la lancha con su abuelo y pescar, porque ese es su mundo”.

El Saler es otro mundo
Si los vecinos de El Saler han notado este sábado que se podía hacer ejercicio después de 48 días de confinamiento, ha sido por el gran número de ciclistas que han atravesado esta pequeña pedanía de Valencia, desde poco más allá de las seis hasta las diez de la mañana. “Han venido casi como antes, aprovechando el carril bici, y en grupos”, comentaba Raúl en un supermercado frente a la frondosa pinada que separa el pequeño núcleo urbano de la playa. Al ser dependiente administrativamente del Ayuntamiento de Valencia, los visitantes no llegan a salir del municipio a pesar de pedalear durante más de ocho kilómetros y de pasar casi a otro mundo.

"Aquí se vive muy bien, tranquilos, con los pinos, la playa y sin los coches de la ciudad”, apunta Juanjo, que trabaja de estibador. Opinión refrendada por Christian con un acento francés que denota su origen pero no oculta su dominio del español coloquial: “Se vive de puta madre. Y si tienes hijos, aún mejor. Mi mujer es de aquí. Fuimos a trabajar a Barcelona, luego a Valencia y hemos vuelto”, comenta en una de las escasas calles de El Saler, que cuenta con unos 1.700 habitantes censados, si bien muchos de ellos viven dispersos en algunas urbanizaciones, que se construyeron antes de la declaración como parque natural de La Albufera.

La calle se anima. Empiezan a salir y hablar vecinos desde los balcones. “Yo me he enterado hoy de que, como somos pedanía, tenemos las mismas normas que los pueblos”, comenta Rafa. Es decir, que las salidas a la calle en El Saler no se han dividido por franjas horarias ni de edad como en los municipios de menos de 5.000 habitantes. “Aquí estamos todos juntos, qué vamos a hacer si no. Yo no he salido del portal de mi casa, porque mi hija no me deja moverme. Me lo traen todo”, interviene Inés, una anciana que conserva un valenciano genuino pese a la cercanía con la castellanizada capital. “Yo sí que sabía lo de las pedanías, porque hay que estar al tanto de todo lo que pasa”, afirma Rafa en su supermercado, un punto de referencia ahora más que nunca, cuando están cerrados los bares, restaurantes y hoteles.

Se respira cierto aire de estío. El sol eleva la temperatura a más de 30 grados. Sin embargo, no hay nadie en la playa, algo impensable un sábado, con este calor, en un enclave como El Saler. No hay bañistas, nadie busca refugio en las dunas. Un hombre aparece paseando un perro y sin camiseta. Parece que lleva una toalla y tiene intención de lanzarse al agua, pero ante la presencia de extraños, tan solo se acerca a la orilla. El final, el único que se baña es el perro.

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