Cuándo conviene marcharse
Tal vez lo peor de morirse es no enterarse de cómo continúa la historia, como si al nacer se nos entregara una novela inacabada.
Javier Marías
ENTRE SUS MUCHOS VIAJES y mis largas ausencias, hace tiempo
que no veo a Pérez-Reverte, así que a finales de octubre hablamos por teléfono
un poco con nuestros respectivos “pre-móviles”, dos antiguallas que no hacen
fotos ni graban ni tienen Internet ni nada. El suyo es muy turbio, nos oíamos
fatal y no nos dio tiempo más que a cruzar unas frases. Eran las fechas en que
se iba a consumar la entronización de un tercer Trump en el mundo, un cabestro
brasileño llamado Bolsonaro (el segundo ha sido Salvini en Italia, aunque hay
que reconocer que de allí salió en realidad el ídolo y modelo de Trump,
Berlusconi, que hoy, por comparación con sus émulos, parece un tipo sutil y
respetuoso). En fin, en vista de la deriva actual, Arturo me dijo: “Esto no hay
quien lo aguante. Es hora de irse”, a lo que yo le contesté: “¿Adónde? Ya no
hay a donde ir. Los que padecimos el franquismo teníamos muchas opciones, si
las cosas se ponían muy crudas y debíamos imitar un día a los de generaciones
anteriores: Francia, Inglaterra, Italia, México… Mira cómo están ahora esos
países”. Y él me corrigió: “No, me refería a morirse. A gente como nosotros nos
va tocando salir, sin ver más deterioro”. Mi reacción fue espontánea y algo
cómica, supongo: “No, no lo veo conveniente ahora. Nos despediríamos con la
sensación de dejarlo todo manga por hombro, hecho un desastre. No que nuestra
presencia pueda mejorar nada, pero es triste dejar un mundo más desagradable e
idiota del que nos encontramos, y eso que nacimos bajo una dictadura odiosa.
Pero la gente normal era menos estúpida y más cordial y educada”.
No sé si se cortó la comunicación o si aplazamos el pequeño
debate sobre cuándo nos convenía largarnos. Yo, después, le di vueltas por mi
cuenta, y, claro está, hablo sólo por mí (lo mismo, cuando se publique esto,
Pérez-Reverte se ha perdido en el mar con su barco, y siempre me quedaría la
duda de si lo habría hecho a propósito; no lo creo, pero toco madera por si
acaso). Mi argumento esbozado era este: es molesto abandonar el mundo cuando lo
vemos convulso, irracional e idiotizado; hay que esperar a que se enderece un
poco (siempre según nuestro subjetivo criterio), a que vuelvan el sentido del
humor, la racionalidad y la tolerancia, a que la gente no esté tan enajenada
como para votar a brutos ineptos que irán en contra de sus propios votantes
suicidas. Hay que esperar a que las masas no sean tan manipulables ni se dejen
engañar por autoritarios sin escrúpulos como Orbán, Erdogan, Putin, Maduro,
Ortega, Le Pen, Duterte, Al Sisi, Salvini, Puigdemont, Torra. Ahora bien,
pongamos que de aquí a un tiempo los ánimos se serenan y la perspicacia
aumenta, la verdad vuelve a contar y la gente se hace menos fanática,
fantasiosa y tribal de lo que lo es hoy en día. Que el mundo recobra cierta
compostura, por decirlo anticuadamente. Al fin y al cabo, la historia se ha
regido siempre por ciclos. ¿Convendría entonces marcharse? ¿Lo haríamos con más
tranquilidad, con la sensación de que la casa está en orden? Quizá nos
parecería también mal momento: ahora que estamos mejor, qué lástima no
aprovechar este tiempo, no disfrutarlo.
Los vivos nos decimos a veces, al pensar en seres queridos
que ya murieron: “Menos mal que se ahorraron esto, que no lo vieron. Es un
consuelo que a este hecho luctuoso no asistieran, o a esta situación tan grave,
o a los errores y tropelías de sus próximos”. Pero también nos decimos: “Qué
pena que no vieran nacer o crecer a este niño, les habría alegrado la vida; o
que no presenciaran el éxito de su mujer o su marido o sus hijos, y tuvieran la
incertidumbre eterna de qué iba a ser de ellos”. Y en todo caso los
consideramos ingenuos, porque no alcanzaron a saber lo que sí hemos sabido los
supervivientes. Esto es, porque inevitablemente creyeron que el mundo se
quedaría fijo en el que abandonaron, y eso nunca sucede. Tal vez lo peor de
morirse es no enterarse de cómo continúa la historia, como si al nacer se nos
entregara una novela inacabada. La novela de la vida prosigue siempre, por lo
que estamos condenados a ignorar cómo termina. Hay quienes piensan que termina
con nuestro término, distinto para cada individuo. Nos consta que no es así,
sin embargo. Que todo sigue, sólo que sin nosotros, y que nuestro final no
significa el de nada ni el de nadie más. Me pregunto si la única manera de ver
“conveniente” la propia despedida, o de estar conforme, es llegar al máximo
desinterés, o al máximo desagrado, o hastío, por el mundo en que vivimos. Acaso
es lo que expresó Pérez-Reverte en nuestra entrecortada charla: “Esto está
inaguantable. Mejor llevarse un buen recuerdo; o, si no bueno, aceptable.
Puesto que hemos visto mejores tiempos, no da tanta pena desertar de uno
imbecilizado y despreciable”. Y no obstante, como he contado otras veces, a mí
me aqueja la dolencia de los fantasmas (de los literarios, esa gran y fecunda
estirpe): son seres que se resisten a perderlo todo de vista; que no sólo se
preocupan por quienes dejaron atrás y su suerte, sino que tratan de influir
desde su bruma, de favorecer a sus amigos y perjudicar a sus enemigos; o a los
que, según su opinión que ya no cuenta, hacen más llevadero el mundo o lo
envilecen.
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