Hermann Hesse y la sonrisa triste de Borrell
Y después de la bronca en el Congreso, ¿qué? ¿Quién pedirá
perdón por los cristales rotos?
JUAN CRUZ
Mientras pasaban ante él Gabriel Rufián y otros diputados de
Esquerra Republicana de Catalunya, todos ellos paisanos suyos, Josep Borrell
mantuvo una sonrisa triste, propia de quien no se cree lo que está
pasando. Sucedió
el miércoles último en el Congreso. La fotografía ha estado en todos los
medios, pero el apresuramiento con que ahora todo pasa hizo que esa instantánea
pasara como un ruido más de la tarde.
La riña dialéctica que terminó con la expulsión del diputado
Rufián del hemiciclo comenzó con un malentendido. El ministro creyó que su
adversario lo había llamado racista, y a lomos de la confusión la tensión se
hizo estallido. Lo había llamado fascista.
Es evidente que el ministro no es un fascista; lo saben el
señor Rufián y los señores que se fueron tras él, y lo sabe bien el señor
Tardá. De manera legítima, el señor Borrell ha defendido ideas contrarias a las
que sostienen los independentistas catalanes. Es obvio que atacarlo como lo
atacó el señor Rufián obedece a los deseos de este de ir más allá de lo que es
aceptable en un debate. El diputado de Esquerra cree que todo se puede decir,
porque todo es ficción, y no cae en la cuenta de que está tendiéndose una
trampa, pues toda exageración, aunque sea espectáculo, convierte en ridículos
los aspavientos.
La sonrisa melancólica de Josep Borrell no se oyó en el
hemiciclo. Tampoco se oyó el aspaviento de Rufián (las manos desplegadas,
reclamando de manera patética un protagonismo que dio vergüenza ajena y
propia). Pero ambos hechos, la sonrisa del ministro y el aspaviento del
diputado, dijeron más que el rifirrafe anterior. A Borrell se le vio
melancólico, pues lo que ocurría parecía mentira que pasara en las Cortes
democráticas, que alguien dijera fascista de otro solo por insultar, y a Rufián
se le vio ufano, ignorante del daño que se hace a sí mismo, y a los suyos
seguramente. El daño, esa es la palabra que ahora marca la época. La era del
daño.
La situación remite a un artículo, también melancólico, como
la rabia contenida, que Hermann Hesse, el autor de El lobo estepario,
publicó en plena Primera Guerra Mundial deplorando el tono que políticos e
intelectuales de su país, Alemania, seguían para remedar, ridiculizar o
insultar a los adversarios. El artículo está recogido en La eternidad de
un día (Acantilado), una compilación de textos clásicos del periodismo
alemán publicados entre 1834 y 1934.
Hesse lo tituló ¡Amigos, no en ese tono!, y
debería ser lectura recomendada a Rufián por quienes le acompañan en los
escaños republicanos del hemiciclo, y por todos los que, en un lado y en otro
de la vida pública, se jactan de gritar más que el de enfrente. Después de su
publicación, los nacionalistas que más gritaban entonces en la Alemania
prehitleriana persiguieron a Hesse, y cuando ya los nazis se hicieron cargo del
Gobierno alemán sus libros y sus artículos fueron prohibidos.
Para pedir que sus compatriotas cambiaran de tono, exaltado
por la guerra, Hesse se hizo estas preguntas: "¿Qué nos esperaría una vez
acabada la guerra —un porvenir que ya empieza a inquietar—, cuando se reanuden
los viajes y el intercambio cultural entre los pueblos? ¿Y quién va a colaborar
para que todo retorne a su cauce, para que volvamos a entendernos, a
apreciarnos, a aprender los unos de los otros?". El tono se había hecho
pedazos.
La melancolía de Borrell, la cara afrentada del hemiciclo,
la desolación de la presidenta de las Cortes, la cara de las estenotipistas, el
gesto de Tardá, el ruido enorme que siguió, la pena, pero también el regocijo,
que marca ahora la conversación política, los aprovechados mediáticos del
ruido... ¿Y después qué? ¿Quién pedirá perdón por los cristales rotos?
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