¿Qué es (exactamente) la inteligencia emocional?
Las emociones cambiaron el cerebro de los mamíferos hace ya
más de 200 millones de años y perpetuaron una poderosa influencia que sigue
viva en nuestra especie.
La expresión “inteligencia emocional” está incluida hoy en
el léxico de muchos, tanto de la gente corriente como de los intelectuales o
los famosos. Hasta los ministros la usan en sus comentarios y advertencias.
Pero no todo el mundo se refiere a lo mismo cuando utiliza esa expresión. Para
algunos la inteligencia emocional es algo así como una especie de inteligencia
más avanzada que la clásica, es decir, que la inteligencia analítica, la que
miden los test que acaban dando un resultado en forma de coeficiente numérico.
Hay también quien se refieren a la inteligencia emocional en negativo, como una
incapacidad para controlar las emociones: “Se comporta como si no tuviera
inteligencia emocional”. No faltan tampoco quienes creen que es un nuevo tipo
de inteligencia recientemente inventada, pues, a fin de cuentas, el concepto de
inteligencia no es absoluto, como lo son la talla o el peso de una persona,
pues siempre depende del criterio del observador. Otros, por fin, ni siquiera
sabemos a qué se refieren cuando hablan de ese tipo de inteligencia. Quizá por
todo ello vale la pena intentar aclarar el concepto.
Hace algunos años que la popular revista anglosajona Time convirtió la portada de uno de sus números en una
pregunta escrita con grandes caracteres y dirigida al gran
público “¿Cuál es su coeficiente de inteligencia emocional?”. Ella misma,
en caracteres mucho menores respondía: “No es su coeficiente de
inteligencia. Ni siquiera es un número. Pero la inteligencia emocional puede
ser el mejor predictor de éxito en la vida, redefiniendo lo que significa ser
listo”. Eran los tiempos en que el periodista Daniel Goleman había publicado su
conocida y exitosa obra Inteligencia Emocional, haciendo creer a
muchos que él había creado o descubierto ese (nuevo) tipo de inteligencia.
El concepto ha servido también para que muchos osaran
desafiar a la evolución biológica del cerebro y las capacidades mentales
anteponiendo la emoción a la razón, dándole primacía a la primera. Ciertamente,
las emociones cambiaron el cerebro de los mamíferos hace ya más de 200 millones
de años y perpetuaron una poderosa influencia de ellas que sigue viva en
nuestra especie y nuestros días. Pero hace muchos menos años, aunque no pocos,
unos 60 millones, el cerebro de los primates desarrolló el neocórtex, la
corteza cerebral moderna, un cúmulo de neuronas altamente organizadas y capaces
de dominar al resto del cerebro. Ese desarrollo le confirió, aunque no siempre
lo notemos, primacía a la razón, es decir, capacidad para dominar a los
sentimientos.
Lo hizo de una manera muy especial, que tampoco solemos
notar. Cual fabuloso y perspicaz sujeto, la razón se propuso dominar a la
emoción utilizando sus propias armas: una emoción solo la quita otra emoción,
otra emoción que sea más fuerte y poderosa y/o incompatible con la que se
quiere eliminar. Cualquier persona que haya sufrido una crisis sentimental, como
la de ser abandonada por su pareja, sabe muy bien que la mejor forma de superar
esa crisis consiste no tanto en infravalorar la pérdida como en suscitar un
nuevo romance. Y para eso, para suscitar emociones incompatibles con las
indeseables, es para lo que sirve la razón. Bien utilizada, la razón siempre
será más poderosa que las emociones. Ambas, razón y emoción, forman parte del
sistema funcional que es la mente humana. Van juntas y se necesitan mutuamente.
Inteligencia emocional es la capacidad de gestionar las emociones utilizando la
razón. Las emociones son el imprescindible ejército que continuamente moviliza
la razón.
Quien antes y mejor lo supo no fue el periodista Daniel
Goleman, ni tampoco los psicólogos John Mayer y Peter Salovey, de la Universidad
estadounidense de Yale, modernos estudiosos del concepto. Fue el emperador
romano Marco Aurelio (121-180 DC), apodado el sabio y verdadero padre de la
inteligencia emocional. En su imperecedera obra Meditaciones, excelente
tratado de inteligencia emocional, incluye la frase que todas las facultades de
Psicología deberían esculpir con martillo y cincel sobre el mármol de su
fachada: “La vida de un hombre es lo que sus pensamientos hacen de ella”.
Nadie ha captado mejor que este genial filósofo de la antigua
Roma la esencia evolutiva de la mente humana, la capacidad del razonamiento
para modificar las emociones, el modo de ver la cosas, aunque las cosas mismas
no podamos cambiarlas. Esa capacidad, insiste Marco Aurelio, siempre está a
nuestro alcance para facilitarnos la vida. Utilizando la neocorteza podemos
hacer que encajen entre ellos nuestros razonamientos, nuestras emociones y
nuestro comportamiento. Ese encaje es la verdadera esencia de la inteligencia
emocional, una capacidad mental tan antigua como el propio Homo sapiens
sapiens.
Pero quien no desee retrotraerse a tan lejanos tiempos, aún
le queda la posibilidad de educar su inteligencia emocional siguiendo los pasos
del autor clásico español más leído y traducido después de Cervantes, el
jesuita Baltasar Gracián (1601-1658). Su obra El arte de la prudencia,
publicada en 1647 y traducida a múltiples lenguas, a veces en bellos formatos
de papel biblia y cinta de referencia, es uno de los mejores tratados de
inteligencia emocional que hoy día pueden leerse. Como explicó este mismo
diario el 16 de diciembre de 1993, su autor nunca pudo imaginar que de una de
sus traducciones en EE UU en 1992 se venderían más de 100.000 ejemplares.
Asimismo, y respondiendo a una encuesta de The New York Times, la
escritora Gail Godwin recomendó su lectura a los políticos aspirantes a las
elecciones presidenciales de aquel país. Aquí, en nuestro país, tampoco nos
vendría mal hoy el mismo consejo.
Ignacio Morgado Bernal es director del Instituto de
Neurociencias de la Universidad Autónoma de Barcelona. Autor de Emociones
e inteligencia social: Las claves para una alianza entre los sentimientos y la
razón. Barcelona: Ariel, (2010). Y de Emociones Corrosivas: Cómo afrontar
la envidia, la codicia, la culpabilidad, la vergüenza, el odio y la vanidad.
Barcelona: Ariel, (2017).
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