lunes, 20 de noviembre de 2017

PEQUEÑA CRÓNICA DE BARCELONA

Siempre que tengo ocasión repito que el trabajo me matará, claro que nadie me cree, de La vida es fácil, dicen. Somos nosotros la que la hacemos complicada. ¿Será verdad esto? Y si lo es, ¿por qué no me atrevo yo a hacer la mía más fácil...? Habré de volver a pensar en ello.
Tres días de asueto, de relax, de desconexión, de cultura, en Barcelona. Yo prefiero llamarlo estar en modo OFF, muy gráfico y sencillo de entender. Si no fuera por los dichosos Whasaap de trabajo sería todo perfecto, pero ¿quién puede vivir sin móvil hoy? El que pueda que tire la primera piedra, que indique el camino y yo lo seguiré raudo. Resumiendo, estaba chocho, como diría mi amigo Daniel, un argentino en Barcelona.
Me encuentro con un tiempo excelente, cielo despejado, aire fresco y agradable para caminar. La ciudad está preciosa, vital, llena, animada. Lo que pasó pasó; quedan algunas banderas en los balcones, unas más y otras menos, pocas en definitiva; hay amabilidad en los restaurantes –absolutamente ningún problema con el idioma al saber que no hablo catalán-, ambiente estupendo para pasear y disfrutar de la belleza innegable de la ciudad.
Había ido con la única intención de descansar y de imbuirme de cultura, con dos planes fijos, visitar la Fundación Miró y el Pabellón de Mies. Si bien la obra maestra de la Exposición Universal de 1929 -¡año 29, por favor, ésta es la arquitectura que hacía Mies a principio del siglo XX! Era sin duda, un genio adelantado a su tiempo, ¿a qué arquitecto no le maravilla! La Fundación Miró no la conocía, imperdonable sí, mea culpa. El magnífico edificio de Sert te da la bienvenida flanqueando su entrada con un Calder y una menina de Miró, ¡qué recibimiento! Con un paseo largo hacia el museo, desde la Plaza Real, dio comienzo mi primer día completo en Barcelona, pues el anterior sólo dio tiempo de llegar, darme una ducha, cenar en un estupendo restaurante vegetariano y a la cama. El museo a la atura de lo esperado, ¡qué voy a decir de Miró!, y el edificio también una joya, restaurante incluido. Describir el interior de un museo es complicado (desgraciadamente uno no es ni Oscar Wilde ni Umberto Eco, por poner sólo dos buenos ejemplos), de manera que aquí es donde el sabio refranero nos recomendaría la imagen, esa que vale más que mil palabras: ¡pasen y vean!


Les comparto esta modesta crónica escuchando la voz de música de Anna Netrebko, ahora mismo disfrutando del aria de las flores de la ópera Lakmé. Siguiendo con lo acontecido y una vez listo el almuerzo en el restaurante del museo -cestillos de espinacas y almendras-, barriguita llena y corazón contento, sobre todo lo segundo, seguimos hacia el Pabellón de Mies bajando las escalinatas del  Palacio Nacional hacia el Pabellón de Mies. Llegando pensaba, qué raro, no lo recordaba tan blanco... ¡Estaba completa y literalmente forrado de blanco!




Miró magnífico, Sert genial, el Pabellón de Mies "diferente" pero siempre sublime... sólo restaba pasear por Barcelona, y así lo hice. Preciosa y ecléctica ciudad; queda/n pendiente/s una/s nueva/s visita/s, sin duda alguna.

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