El juez de Berlín
La Marca España no sufre por la imputación judicial de la infanta Cristina. Lo que no se entiende es que el juzgado haya consentido la entrega de correos por fascículos, sin intervenir los ordenadores de los que salen.
Cuenta la leyenda que una buena mañana (y lo cito en mi libro de Derecho Penal a propósito del principio de legalidad y la garantía jurisdiccional) Federico II de Prusia, molesto porque un molino cercano a su palacio Sans Souci afeaba el paisaje, envió a un edecán a que lo comprara por el doble de su valor, para luego demolerlo.
Al regresar el emisario real con la oferta rechazada, el rey Federico II de Prusia se dirigió al molinero, duplicando la oferta anterior. Y como este volviera a declinar la oferta de su majestad, Federico II de Prusia se retiró advirtiéndole solemnemente que si al finalizar el día no aceptaba, por fin, lo prometido, perdería todo, pues a la mañana siguiente firmaría un decreto expropiando el molino sin compensación alguna. Al anochecer —continúa la leyenda— el molinero se presentó en el palacio y el rey lo recibió, preguntándole si comprendía ahora ya cuan justo y generoso había sido con él. Sin embargo, el campesino se descubrió y entregó a Federico II una orden judicial que prohibía a la Corona expropiar y demoler un molino solo por capricho personal. Y mientras Federico II leía en voz alta la medida cautelar, funcionarios y cortesanos temblaban imaginando la furia que desataría contra el terco campesino y el temerario magistrado. Pero concluida la lectura de la resolución judicial, y ante el asombro de todos —finaliza la leyenda—, Federico el Grande levantó la mirada y declaró: “Me alegra comprobar que todavía hay jueces en Berlín”. Saludó al molinero y se retiró visiblemente satisfecho por el funcionamiento institucional de su reino, aseguran los cronistas de palacio.
El “juez de Berlín” representa, en el mundo del Derecho, la independencia judicial frente a la arbitrariedad y el despotismo; la primacía absoluta de la ley, expresión de la soberanía popular, y la garantía de igualdad de todos los ciudadanos ante ella, exigencias ambas inseparables del Estado de derecho.
Pero saltemos ahora de la leyenda a la actualidad, y del juez de Berlín al auto del magistrado-juez José Castro Aragón que acuerda imputar a su alteza real la infanta doña Cristina citándola a declarar con asistencia de letrado. Y no vea el lector posicionamiento alguno a favor o en contra de nadie en estas páginas. Es, simplemente, un alegato a favor del sistema legal y de las garantías (legalidad, igualdad, etcétera) que este asegura a todos los ciudadanos. La resolución judicial controvertida, tan poco precisa como la mayoría de los autos de imputación que se dictan en la praxis diaria, me parece en principio correcta, porque su finalidad no es “acusar” de nada, sino “imputar”. Y sus razones habrá tenido el juez (cosa que desconozco, pero las habrá tenido sin duda) para cambiar de parecer cuando finalizaba la instrucción.
Lo que no comprendo, sin embargo, es que el juzgado haya consentido una entrega estratégica y por fascículos de los correos electrónicos aportados, gota a gota, por el exsocio del señor Urdangarín sin acordar la inmediata intervención de los ordenadores a los que accedió el señor Torres para hacerse con ellos. No entiendo, tampoco (salvo que existan sutiles maleficios informáticos para ello) que se hayan admitido dichos correos como prueba (como prueba “ilícitamente obtenida”) si el coimputado y exsocio del señor Urdangarin, como parece, se ha apoderado de una correspondencia privada, sin la previa autorización y consentimiento de su alteza real doña Cristina y su esposo, Iñaki Urdangarin, aportándola además a una causa criminal; comportamiento en principio delictivo a tenor de lo dispuesto en el artículo 197.1º del Código Penal. Reparo que, por extensión, dirijo al ministerio fiscal, garante de la legalidad.
El recurso del ministerio fiscal, y el del abogado del Estado (que es abogado del Estado, no de la Corona ni del Gobierno), a excepción en el caso del primero de algunos agrios e injustos reproches al juez, llaman la atención porque son inusuales en este trámite procesal. Que juez y fiscal discrepen a menudo es normal. Pero, que yo sepa, no hay precedentes en nuestro ordenamiento de que el ministerio fiscal y la abogacía del Estado recurran un auto de imputación. Porque oponerse precisamente ahora al auto de imputación no significa solicitar la absolución de doña Cristina (nadie “acusa” de nada a la Infanta), sino sostener que una vez “imputada” esta, la Audiencia Provincial de Palma debe alzar dicha imputación, sin necesidad de que su alteza real doña Cristina siquiera sea oída y preste declaración asistida por su letrado defensor. Por cierto, las audiencias no suelen revocar los autos de imputación, y no veo razones para que la de Palma lo haga. Creo, además, que por tratarse precisamente de quien se trata, romper estos usos alimentaría perversos fantasmas (como el de la simbólica línea roja que la justicia no puede traspasar, a la que se refería mi colega J. Queralt, catedrático de Derecho Penal de Barcelona). Porque no hay tales límites a la acción de la justicia, que ha de ser igual para todos los ciudadanos.
Creo, pues, que es necesario confiar en el sistema legal dejando todos —y todos quiere decir todos— trabajar a la justicia, sin alinearse en favor de nadie, ni en contra de nadie. Nuestro sistema cuenta con mecanismos que garantizan la correcta aplicación de la ley, corrigiendo posibles errores o desaciertos de los operadores jurídicos (para eso están los “recursos” judiciales).
Finalmente, no me parece acertado, como hacen algunos, sobredimensionar la trascendencia internacional del auto de imputación para la Marca España. No nos engañemos: lo que realmente daña nuestra Marca —en el exterior y en el interior— son el drama de los seis millones de parados y la irreversible destrucción de nuestro tejido industrial; los inasumibles niveles de corrupción política y económica, que ya salpica a los propios interlocutores sociales, a instituciones autonómicas, a altos cargos de la Administración, del Estado, de los partidos políticos, etcétera; el saqueo grosero y vergonzante de fondos públicos durante años, lo que no cabe imaginar sin el cobijo y connivencia de las instituciones en alguna comunidad; el drama inhumano de los desahucios; el fraude de la comercialización de ciertos productos financieros en perjuicio de ahorradores, muchos de ellos estafados; el ejemplo antipedagógico de tantos bancos y cajas de ahorro en la génesis y en la gestión de la actual crisis; los índices preocupantes del fracaso escolar de nuestro sistema educativo; la nueva emigración al extranjero de jóvenes españoles, ahora de cualificada titulación profesional, sin esperanza de un próximo retorno; etcétera, etcétera.
No nos engañemos. La Marca España no padece un daño irreparable por una resolución judicial que hace valer, a los ojos de la ciudadanía, la imagen de una justicia igual para todos y sin privilegios. Apelar a la Marca España podría interpretarse, además, como una sutil estrategia de presión a los tribunales, proceder poco recomendable. Y a quienes señalan este “escándalo” como muestra de la crisis de nuestra monarquía, convendría recordarles que otras muchas monarquías de nuestro entorno han sobrevivido a escándalos más graves, prueba de que la institución “funciona”, que es lo que importa.
Sin olvidar, claro está, que no pocos presidentes de República contemporáneos han protagonizado —o siguen protagonizando— espectáculos nada ejemplares. Problemas y situaciones coyunturales no pueden utilizarse como test sobre un referéndum (Monarquía / República) que no toca. Replantear las señas de identidad de un país cada 30 años, o sugerir la necesidad de una nueva transición política, es tanto como desconocer que los biorritmos de la historia y la salud de las instituciones se mide por otros parámetros.
Antonio García-Pablos es catedrático de Derecho Penal y director del Instituto de Criminología de la Universidad Complutense de Madrid.
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