domingo, 3 de abril de 2011

POR EL PERITO MORENO

Creo haber contado alguna vez que mi viaje al Perito Moreno ha sido una de las mejores experiencias de mi vida. Después de haber visto varias veces el Gran Cañón o el impresionante Kilimanjaro, la visión de un glaciar en movimiento u observado desde el mar a pocos metros de su espectacular mole de hielo, es dificilmente comparable con nada. Después tuvimos la oportunidad de ver otros glaciares en la isla sur neozelandesa, y en helicóptero, pero aunque la excursión fue una maravilla y los paisajes grandiosos, no son exactamente como estar en el Perito Moreno y ver los grandes témpanos desprendiéndose y cayendo al mar. La pena de aquel viaje fue que después de visitar el glaciar partíamos hacia Ushuaia y justo esos días quebró Aerolíneas Argentinas y nos mandaron de vuelta a (mi) Buenos Aires /querido).
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Hielo, viento y emoción

Excursión al Perito Moreno desde el hotel Eolo, en plena Patagonia argentina.
RAFAEL ESTEFANÍA - 02/04/2011.

Desde la cama de mi habitación miro a través de la ventana: una pantalla gigante de tres metros de larga por dos de ancha adosada a la pared beis. Un único canal y un mismo programa muestran la inmensidad de la Patagonia argentina, con las Torres del Paine al fondo, en un paisaje que cambia de aspecto al son que dicta el viento austral. Una pantalla silenciosa de alta definición que tiene el efecto de expandir la mente. A su alrededor, el sobrio mobiliario antiguo de madera restaurada, las alfombras de lana elaboradas por indígenas del norte de la Patagonia y los baños con rústicas griferías de plomo completan el cuadro. El lujo sin estridencias de un hotel consciente de que la naturaleza en la que se emplaza es la verdadera protagonista. Así es Eolo, el Relais & Chateaux más austral del planeta y un oasis de estilo en medio de uno de sus confines. Situado en la finca Alice, un terreno privado de más de cuatro mil hectáreas en un valle producto de la erosión en la época de las grandes glaciaciones, Eolo aparece como un punto diminuto flanqueado por sierras que se extienden hasta el parque de los Glaciares. Los únicos vecinos en las proximidades del hotel son el dueño de la finca y un peón que habitan la casa rural a 15 kilómetros del hotel, finca dedicada aún hoy a la explotación ganadera. Una hacienda recuerdo vivo del tiempo en que los europeos se asentaron en la Patagonia para la cría de ovejas a principios del siglo XIX, atraídos por los beneficios del "oro blanco", como se conocía a la lana por aquel entonces.

Rodrigo Braun conoce bien la historia. Ligado a la Patagonia durante tres generaciones, su bisabuelo Mauricio Braun fue uno de los pioneros en la región y se convirtió en el mayor terrateniente de la zona (entre sus muchas propiedades, era el dueño de la finca Anita, una parcela de 75.000 hectáreas). Hoy, Rodrigo Braun, un argentino de 37 años apasionado de la naturaleza y guía de montaña, es director general de Eolo: "Llevo Patagonia en la sangre. Cuando has vivido aquí el lugar te atrapa y ya no puedes dejarlo". Perdido en las nubes Después de un solo día aquí, es posible comprender lo que dice; en medio de esta inmensidad, el espacio toma cuerpo y se siente como un ente vivo, abrumador, que te hace consciente de tu propia insignificancia. "A todos les cuesta acostumbrarse", me tranquiliza, "es como si de repente la grandeza del lugar te sobrecogiera". Mientras dice esto en la terraza del hotel, de nuevo me pierdo en las nubes (literalmente) y en la velocidad con la que se forman y se disipan empujadas por el viento, incesante en esta región argentina. Al día siguiente, con los primeros rayos de sol partimos en dirección al Perito Moreno. Las docenas de liebres que saltan al camino de tierra y se quedan paralizadas por la luz de los faros aún encendidos ponen a prueba la destreza del conductor del todoterreno del hotel. Después de un trayecto de menos de una hora, al doblar una curva aparece en el horizonte la majestuosa cara helada del Perito Moreno. Minutos más tarde, camino por las plataformas de observación del glaciar, que, con un recorrido de casi un kilómetro de extensión, se elevan paralelas a la pared de hielo. Enfrentado con la solemnidad del glaciar, experimento de nuevo la misma sensación que sentí ante el espacio inagotable de los valles patagónicos, multiplicada aquí, pues a pesar de estar contemplando una de las mayores atracciones turísticas de Argentina y uno de los glaciares más conocidos del mundo, me encuentro totalmente solo. Son las ocho de la mañana y al parecer los autobuses cargados de turistas no llegan hasta las diez. Dos horas gloriosas para perderse en las vetas de un turquesa imposible en su blanca pared de más de 60 metros de altura y escuchar en soledad el ensordecedor chasquido como de huesos rotos que de vez en cuando emana del glaciar cuando se resquebraja el hielo en su interior. Más tarde, Rodrigo Braun me espera en la base del glaciar para, aprovechando su licencia de guía de glaciares, llevarme en una excursión privada por los lomos del Perito Moreno. A pesar de los crampones y los piolets, no es fácil mantenerse en pie en una superficie tan helada que ni el acero penetra. Mientras miro de reojo la inquietante presencia de grietas por las que se filtra el agua, pago mi inexperiencia deslizándome boca arriba y dando con mi cuerpo, y arrastrando a Rodrigo en su intento de sujetarme, hasta una vaguada con un palmo de agua glaciar. De nuevo en pie, mojados pero aliviados por lo inocuo del resbalón, observo en la distancia la fila india que, como costuras en la carne del glaciar, dibujan las excursiones de turistas que se apuntan a vivir esta experiencia siguiendo las rutas trazadas (¡y totalmente seguras!) y acompañados de guías. Vienen desde El Calafate, donde se multiplican las opciones de alojamiento y donde se abrió recientemente el Glaciarium (www.glaciarium.com), un museo dedicado al hielo patagónico. De vuelta en el hotel, la sauna devuelve el calor a mis huesos. En el comedor, la cena de jabalí braseado a la naranja servido en vajilla de porcelana antigua de diseños discordantes y la botella de Malbec atempera el frío viento que arrecia afuera. En la flamante pantalla gigante de mi habitación me espera más tarde el espectáculo de docenas de constelaciones visibles en la oscurísima noche patagónica.

1 comentario:

Zebra dijo...

Ver y escucharlos desprendimientos me estremece por su ruido ensordecedor…van cayendo por el Canal de los Témpanos. Me llama la atención la vegetación abundante en la zona. Hay distintas tonalidades de color en el glaciar: blancos, azules claros, oscuros, grises…esto es algo mágico que hay que presenciar uno mismo…no hay que perdérselo a pesar del frío... Definitivamente Calafate Argentina merece ser la octava maravilla del mundo.