Los rebeldes que han derrocado a El Asad parecen alinearse con los intereses geopolíticos de Israel y Arabia Saudí en la guerra contra su enemigo común: Irán.
Javier Martín, 10.12.2024
Hace apenas tres años, a finales de agosto de 2021, publiqué en estas mismas páginas un artículo titulado Las cinco olas yihadistas, que lleva un destacado en forma de resumen que dice: “El regreso de los talibanes a Kabul se perfila como un nuevo y poderoso acicate para el islamismo radical en Oriente Próximo, el norte de África y el Sahel”. Hoy, esa quinta oleada radical islámica, azuzada por el mismo wahabismo de origen saudí que desató la primera en el siglo XIX —pero más evolucionado—, ha arrasado desde el norte de Siria la tambaleante dictadura de la familia El Asad y abierto las puertas a un eventual tsunami que amenazaría a Irán y cumpliría los sueños más húmedos de la coalición de ultraderecha que gobierna Israel bajo la mano teñida de sangre de Benjamín Netanyahu.
Hayat Tahrir al Sham, la organización que en apariencia lidera la heterogénea pléyade de grupos de oposición islamista que en apenas un suspiro conquistó Alepo y se ha apropiado ahora de las calles de la antigua capital califal, no enarbola junto al resto de sus lúgubres pendones la bandera de la democracia. Tampoco las que representan otros valores que comparte la humanidad desde la creación hace más de medio siglo de la Carta Internacional de Derechos Humanos. Su origen se enraíza en la lógica de la organización Al Qaeda y en particular en su evolución más actual, el Estado Islámico, aunque rompió vínculos orgánicos con ellos. Y bebe como ellas del wahabismo, la herejía radical islámica que a finales del siglo XVIII facilitó la creación del reino de Arabia Saudí moderno y que se difundió por todo Oriente Próximo y el resto del mundo islámico en la década de los ochenta del pasado siglo con ayuda de EE UU e Israel a través del llamado Puente de los Muyahidin, con el objetivo declarado de combatir a Rusia y su esfera comunista en Afganistán, y el afán menos visible de derrotar el islam político que emergía de la mano de organizaciones como la egipcia Hermanos Musulmanes y que amenaza igualmente a la familia real saudí.
Apoyado por los kurdos de Siria —a los que Turquía arma para, entre otras cosas, contrarrestar el movimiento independentista kurdo en el interior de sus propias fronteras—, el núcleo de Hayat Tahrir al Sham procede del llamado Frente Al Nusra, uno de los múltiples grupos financiados por Riad y con vínculos con el Mosad que combatieron al régimen de Bachar el Asad durante aquellos años de la segunda década de este siglo conocidos como las primaveras árabes. Su líder atiende al nombre de Abu Mohamed al Julani, aparece en la lista de los hombres más buscados por Estados Unidos —que ofrece 10 millones de dólares por su cabeza— y desde 2018, cuando la financiación saudí hizo que derrotara a grupos antes aliados con Al Qaeda y el Estado Islámico —que se sumaron a su causa—, controlaba la mayor parte de la región septentrional siria de Idlib, donde lideraba el llamado Gobierno Sirio de Salvación, bajo la mirada complaciente de Turquía y de los servicios de inteligencia de otras potencias regionales e internacionales.
El sanguinario y debilitado régimen de la familia El Asad resistía apoyado en dos recios pilares, Irán y el grupo chií libanés Hezbolá, que le prestaban hombres, armas e impedimenta para frenar el acoso rebelde. Y una tercera y arribista pata, la Rusia de Vladímir Putin, interesado en conservar activa la gran base naval que el Gobierno de Damasco le regaló en el puerto de Latakia a cambio de su apoyo político, económico y militar, y que le concede acceso libre al Mediterráneo. Desde hace más de dos años, los ojos de Moscú están concentrados, sobre todo, en la invasión de Ucrania. Hezbolá, por su parte, se ha visto obligada en el último mes a replantear su estrategia y a reconducir hombres y armas hacia su propio territorio tras la nueva invasión israelí del sur del Líbano. La Guardia Revolucionaria de Irán, teocracia que ya sufrió duramente con la aparición del Estado Islámico durante los coletazos de la Primavera Árabe, no ha sido suficiente para contener un avance rebelde que, pese a que suene extraño, parece alinearse con los intereses geopolíticos de los dos principales actores regionales —Israel y Arabia Saudí— en la guerra contra su enemigo común: el régimen de los ayatolás.
La primera de las oleadas yihadistas surgió en las imponentes montañas de Pakistán, Afganistán e India hace más de 200 años para combatir el colonialismo británico. La segunda, la más importante de todas, se desencadenó hace casi medio siglo impulsada por Washington en el marco de la Guerra Fría y el pulso imperialista contra la URSS, que había enviado sus tropas a conquistar el agreste territorio afgano. Ambas supusieron una mudanza, un giro en la esquina de la historia y la geopolítica mundial. La tercera (el surgimiento de los talibanes y Al Qaeda) y la cuarta (aparición del Estado Islámico) fueron simples evoluciones lógicas, pero con un impacto mediático desconocido hasta entonces que las hizo poderosas. La quinta está ahora en pleno desarrollo y sus efectos futuros se perfilan similares a los de la segunda, aunque aún son un enigma complejo de desentrañar porque incluyen a China, potencia que observa con satisfacción cómo sus émulos se enfangan por intereses de sus aliados —más que propios— en un conflicto histórico con trazas de eterno.
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