Hablar de Londres es hablar de monarquía, todo es Queen, Royal, Prince. También es Brexit, banderas británicas, europeas y hasta el tono de llamada de un camarero en un restaurante con el himno de la UE (el "Himno a la alegría" de la 9ª de Beethoven, ya saben). Hablar de Londres es decir coches caros, de barrios de ricos (si te mueves por el centro), de arquitectura majestuosa, de la National Gallery, Trafalgar, de larguísimas y profundas escaleras en el metro, de cielo gris y de turistas, todos los que quieras y más.
He estado en Londres en varias ocasiones, pero encontré en este viaje una ciudad desconocida para mi, edificios impresionantes, un Canary Wharf absolutamente renovado (podríamos estar en un nuevo barrio de Manhattan), una nueva ciudad que parece estar preparándose para salir de Europa y entrar a formar parte de EEUU.
Si bien existe esta nueva ciudad también se respira el aire viejo de siempre, las mismas tradiciones, el mismo clasismo, el imperio perdido que no se resiste a desaparecer del todo. Londres es una gran ciudad, no cabe duda, y como tal ofrece de todo, lo antiguo y la modernidad más absoluta, la opulencia en palacios, casonas y coches, la pobreza en homeless y suburbios.
Cuatro días, que realmente no fueron tantos, que dieron tiempo para pasear mucho y asistir a dos conciertos en el Royal Albert Hall dentro de una campaña para recaudar fondos llamada TEENAGE CANCER TRUST, conciertos de los que escogimos a The Script (presentado por Roger Daltrey, cantante de The Who) y Levellers.
The Script.
Levellers.
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