Perder las formas
No hay un Trump entre nosotros, pero demasiadas veces la
chulería se celebra como coraje y la mala educación como campechanía.
Antonio Muñoz Molina. 25-FEB-17.
http://cultura.elpais.com/cultura/2017/02/21/babelia/1487694527_724035.html?por=mosaico
Hay que prestar atención cuando personas que parecen
situadas en extremos ideológicos opuestos usan los mismos argumentos, repiten
las mismas palabras y consignas, en un tono parecido. Las palabras “élite” y
“elitista”, por ejemplo. Nunca se habían usado tanto como ahora. Y nunca en un
tono tan homogéneo, de acusación y desprecio. Hay que oírlas en boca de Donald
Trump, de sus asesores y sus animadores, para los cuales tienen además la
repugnancia añadida de ser unas palabras francesas. Para un reaccionario
americano, Francia y lo francés provocan una animadversión morbosa, que resume
todo lo que desprecia: la buena alimentación, el vino, la libertad sexual, el
Estado de bienestar, el tabaco, el laicismo, las mujeres que se ponen tacones
altos y se pintan los labios para ir al supermercado o llevar los niños al
colegio.
Durante las campañas electorales y los ocho años de la
presidencia de George W. Bush, la palabra “élite” ya se usó mucho. Fue también
una época en la que empezaba a volverse meritoria la exhibición de la rudeza y
la ignorancia. George W. Bush hablaba como un “hombre común” de Texas, un regular
guy, con el acento adecuado, con un amaneramiento de rudeza en los gestos.
Expresándose de una manera descuidada y hasta grosera probaba que él no era un
elitista, que estaba cerca del pueblo, la gente llana, el trabajador de casco y
mono azul, el cazador rudo y saludable que sale a cazar con los amigos y lo
celebra luego campechanamente con una barbacoa. La gente común no había tenido
oportunidades de estudiar y de refinarse, y ni había podido permitirse viajar
al extranjero ni le había hecho ninguna falta: por eso podía reconocerse en ese
hombre que era igual que ellos, que no se había reblandecido con las aficiones
culturales ni con el cosmopolitismo.
Se trataba de una mentira, desde luego, salvo en un solo
aspecto, el de la ignorancia. George W. Bush era tan ignorante como parecía,
pero no porque hubiera tenido una vida difícil y pobre como muchos de quienes
lo votaban. Era un ignorante por vocación, por gusto, por descaro, pues había
ido a los colegios y a las universidades más caras. Desde luego que no
pertenecía a la élite del conocimiento: pero sí a la mucho más restringida del
dinero, a la élite de los que nacen ya privilegiados y disponen desde niños de
redes de contactos que los protegen y les garantizan que necesitarán muy poco
esfuerzo para ganar más privilegios todavía y legarlos a sus hijos, en esa
cadena hereditaria de la desigualdad y el dinero que no se rompe nunca. Una de
las cosas que más hostilidad provocaban hacia Hillary Clinton era su indudable
brillantez intelectual, la manera clara y precisa en la que se expresaba. Como
Barack o Michelle Obama, pero sin el atractivo de ellos dos, Hillary Clinton
tenía la temeridad de no ocultar que era una persona inteligente, muy cultivada
y preparada, con un dominio impecable de la lengua.
En los últimos tiempos he adquirido la costumbre morbosa de
no perderme un discurso ni una rueda de prensa de Donald Trump. El camino hacia
la celebración gozosa y desafiante de la ignorancia que empezó Bush lo ha
culminado Trump con una vehemencia que deberá de espantar hasta a su predecesor
y modelo. En la lengua inglesa, las diferencias culturales y educativas están
más marcadas que en la española: se depositan en las formas primarias del
habla, en el acento, en el modo que se pronuncian o no ciertas terminaciones,
en la prosodia. Trump es del gran barrio trabajador y emigrante de Queens, pero
su habla no es la de una persona de clase obrera: es la de un rico marrullero y
tramposo, que se jacta lo mismo del dinero que ha hecho como de su desprecio
por todo aquello que no le ha hecho falta saber ni estudiar. Él no tiene que
fingir que le gusta la ópera o el ballet, ni disimular su éxito ni su rapacidad
con filantropía, a la manera de otros millonarios. No necesita pronunciar bien
los nombres de dignatarios o de países extranjeros. Puede decir No nothin con
un acento de magnate dudoso de la recogida de basuras. En cualquier caso, él no
es elitista. La prueba de su autenticidad, de su legitimidad popular, es su
grosería. Los responsables de la pobreza y la incultura en la que han caído
muchos de sus votantes no son los multimillonarios como él, que han comprado a
fuerza de dinero el sistema político y están dispuestos a despojar todavía de
más derechos a la gente trabajadora. Los responsables son unas vagas élites
cultas y arrogantes que tienen su forma más visible en los medios de
comunicación y en Hollywood. Los presupuestos que el Gobierno federal destina a
cultura son ínfimos, por comparación con los de cualquier país europeo normal,
pero Trump y los republicanos se disponen belicosamente a erradicarlos: los
fondos para la televisión y la radio pública, el National Endowment for the
Arts y el de las Humanidades. El ahorro es mínimo, y los resultados serán
calamitosos, pero Trump y los suyos demostrarán una vez más que ellos no les
hacen juego a las élites.
En nuestro país, “élite” también se ha vuelto una palabra
sucia, y también el desprecio al saber y la exhibición de la ignorancia parece
que dan buenos réditos políticos. La derecha española ha despreciado y
desprecia el saber porque está convencida de que no sirve para nada, salvo para
alimentar a disidentes y a holgazanes. La izquierda doctrinaria alienta con
plena deliberación una atmósfera social de hostilidad hacia el mérito, hacia
las formas cuidadas, hacia la soberanía individual: como si también entre
nosotros la incultura fuese una prueba de autenticidad, y la búsqueda personal
de la excelencia en el ejercicio de una profesión o de una vocación —a no ser
la futbolística— volviera a quien se dedica a ella culpable de elitismo. No hay
un Donald Trump entre nosotros, pero demasiadas veces la chulería se celebra
como coraje, la mala educación como campechanía, lo desgreñado como signos de
rebelión; cada vez es más virulenta la agresividad contra quien ejerce su
derecho soberano a no rendirse a lo ofensivo o lo grosero por el simple motivo
de que parezca ser mayoritario.
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