sábado, 14 de enero de 2012

GRECIA Y EGIPTO

De Atenas a Abu Simbel
El escritor Juan Goytisolo enriquece en este artículo el debate abierto por Félix de Azúa en torno a la aportación de estas dos civilizaciones clásicas a la historia de la humanidad.
JUAN GOYTISOLO 14/01/2012

He leído con vivo interés el artículo de Félix de Azúa, Perder lo que nunca fue nuestro (El País, 3-1-2012), a propósito de las reflexiones que suscitó su reciente visita al British Museum: el contraste del desinterés del público por los mármoles de Egin con la presencia ruidosa de docenas de jóvenes que curioseaban y reían en torno a las estatuas de Isis, Osiris e Ibis en la sección consagrada al arte faraónico. Tratándose de quienes disfrutaban a su modo de su cercanía física a los dioses y momias nilóticos, no dudo de que el mercado creado por la explotación de éstos como un parque temático por la industria audiovisual incitara a jóvenes y menos jóvenes a esta visita alborozada sin guía ni Baedeker en mano por las salas del venerable museo. La disparidad que señala es en efecto llamativa y la reflexión melancólica que la acompaña -"¿No es un extraño y desolado destino el de Grecia, origen, según se dice, de Occidente? ¿Arranque de la democracia occidental? ¿Milagro del Logos que borró de un chispazo la superstición arcaica? ¿Primer paso en la implacable marcha hacia la libertad de los pueblos soberanos?"- expresa una incuestionable verdad. La gran epopeya, el teatro, el pensamiento filosófico, el germen de las sociedades democráticas de los dos últimos siglos proceden de Hélade. Y muy oportunamente, el autor evoca a este respecto el hermosísimo poema Archipiélago de Friedrich Hölderlin, que yo leí en inglés y, en cuanto pueda, releeré en español, en hexámetros, como en el original alemán, gracias a la traducción de Helena Cortés. Tanto en el plano literario, como en el del pensamiento y en el político, Europa no sería lo que es sin su matriz helena.
Dicho reconocimiento ineludible no implica no obstante, como parece sugerir Félix de Azúa, un corte absoluto entre Grecia y Egipto ni una reducción del arte nilótico a las dimensiones espectaculares de los templos faraónicos de cuyo expolio dan muestra las salas exhaustivamente detalladas en las guías turísticas del Louvre o el Museo Británico. En su reciente libro de ensayos, Radicales libres, José María Ridao comenta la preocupación de Plutarco -y antes de él, de Heródoto- por separar el arte griego del egipcio y por reducir su deuda con él. Una sólida bibliografía en el tema muestra con todo que Atenas no partió del cero en el culto a sus dioses ni en el empleo de técnicas artísticas que se remontan a las dinastías del Primer Imperio. Ciertamente, en su tránsito a la orilla norte del Mediterráneo, las divinidades egipcias se humanizaron y ampararon la reflexión filosófica y el modelo de convivencia de la sociedad ateniense, pero esta constatación no excluye la deuda con sus predecesores. Por encima de todo, me parece esencial señalar que el arte egipcio no se circunscribe a un conjunto asombroso de ruinas que el turista sobre el que ironiza Ridao, recorre a solas o en grupo Baedeker en mano.
Reconocer a Grecia lo que le debemos en el campo de la literatura, la filosofía y el ideal social democrático no obsta para que en lo referente a las artes plásticas nuestra sensibilidad actual conecte mejor con las estatuas, estelas y pinturas del Museo de El Cairo o de Abu Simbel. En mi itinerario por este último, hace ya unas décadas, desatendí las explicaciones del guía y su recitado mecánico de las dinastías del Nuevo Imperio (que sonaban en mis oídos con idéntica monotonía a la de la lista de nuestros reyes godos) para contemplar unas estelas y pinturas de prodigiosa modernidad. No me enfrentaba allí a un arte hermoso, pero muerto y museizado, sino a expresiones artísticas de una energía misteriosa que no me remitía a lo creado hace casi cuarenta siglos (Ramsés II y sus dioses Amon o Horus) sino a picassos y giacomettis. Mientras me abstraía en su contemplación dudaba del siglo en que vivía. Allí estaba el genio artístico para recordarme la diferencia entre el pasado inamovible y lo que percibimos como coetáneo y dotado de una perturbadora inmediatez. Esa modernidad atemporal e inmediatez existen también en el campo de la literatura y a ello me referí al hablar de autores medievales de nuestra Península o podría haberlo hecho con el gran Rabelais rescatado por Bajtin.
Meses después de dicha fructuosa cala en el arte nilótico, visité Atenas, sus museos y el Partenón. Aunque las muestras de la pintura helena sean escasas (conocemos los nombres de sus autores, pero poco queda de sus obras), la escultura clásica, imitada luego por Roma, mantuvo siempre la distancia de siglos que me separaba de ella. Los dioses, Venus y Apolos eran sin duda hermosos y, dentro del canon antropomorfo, perfectos, pero esa perfección y belleza no correspondían a mi sensibilidad. Al cabo de unas horas de visita echaba de menos el Museo cairota, Qena, Luxor, Abu Simbel. Con todo, no era uno de esos jóvenes que huroneaban y se divertían en las salas de arte egipcio del British Museum. No añoraba el colosalismo de las Pirámides ni la escenografía grandiosa de los templos faraónicos que imantan a los turistas (salvo en esos tiempos de revueltas y crisis). Sólo la acronía que me permitía vivir con simultaneidad a los artífices de las pinturas y estelas preciosamente conservadas.
Vuelvo al artículo de Félix de Azúa. La Hélade que cantó Hölderlin está en el origen de la cultura europea (con otras aportaciones a menudo marginadas). A ella debemos el pensamiento racional y el ideal de sociedad democrática que nunca atinamos a crear plenamente, pero que alienta las ansias de libertad en el seno de las sociedades despóticas en las que aun reinan los Faraones. Pero el arte egipcio escapa a esto y, a través de los siglos encarna ese presente vitalicio para el que no corre el tiempo y del que no da cuenta Baedeker alguno, pese a sus toneladas de exquisita erudición.

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