El investigador argentino reflexiona sobre la importancia de la conversación en un mundo que va demasiado rápido con el avance de la inteligencia artificial y la agresividad en las redes sociales.
Ángeles Caballero, 9.11.2004
Hemos llegado a un punto, dice Mariano Sigman (Buenos Aires, 52 años), en el que, aunque la filosofía ha abogado siempre por el conocimiento, a veces hay que reivindicar justo lo contrario. Un poco como aquel arranque de Corazón tan blanco, de Javier Marías: “No he querido saber, pero he sabido”. “¿Para qué saber, por ejemplo, el día en el que vamos a morir?”, se pregunta, vaso de agua en mano, sentado en el sofá de una nave industrial en el barrio madrileño de Tetuán. El neurocientífico participa en el Foro Tendencias, Conversar sobre el futuro para poder entenderlo, organizado por EL PAÍS que se celebra el 11 y 12 de noviembre.
Pregunta. No paramos de hablar, y sin embargo, dice usted que “la conversación está en crisis”.
Respuesta. Le pongo un ejemplo mundano. Si en una trifulca de fútbol hay dos que se pelean, y llega uno a separarlos pero lo hace empujándolos, esa persona cree que modera y pone paz, pero en realidad lo que hace es echar más leña al fuego, y llega un cuarto y tampoco está precisamente calmado, pues eso lo que vivimos, tiempos en los que la ira convoca a la ira y casi todas las emociones son contagiosas. Es muy difícil para uno darse cuenta del que está prendiendo el mismo fuego del que uno declama que quiere apagar. En estos tiempos la conversación se está yendo a un lugar más tóxico. Y hay una idea que creo que casi nadie tiene, que es la de que, en estos tiempos de conflicto, es enormemente valioso guardar silencio. A veces lo que hay que hacer es no decir nada. Como decía Cioran: “Toda palabra es una palabra de más”. La variante más explosiva es X, una plaza pública donde la gente grita y nadie sabe que está gritando.
P. Los últimos tuits que he escrito están en la carpeta de borradores. Quizá para no contribuir al grito, o para que no me griten.
R. Es que todos tenemos una enorme vocación comunicacional y de hecho es la esencia de todas las redes sociales. Eso de que si no pones una foto parece que no has estado es una idea viejísima, porque los filósofos griegos ya decían que las cosas toman entidad en el momento en el que se las cuentas a otro. Acabo de hacer un libro sobre la amistad con Jacobo Bergareche para el que hemos conversado con mucha gente, y uno de los lugares recurrentes a los que hemos llegado es que muchas veces uno quiere a los amigos para que le escuchen, no para que le digan algo. Es la esencia misma del llanto, evolutivamente tú le estás gritando al mundo que te sientes mal.
P. Ayer estaba viendo el episodio de un true crime, y al asesino en serie le descubrían solo cuando, tras llevar varias víctimas a sus espaldas, mata a una mujer a la que su hermano empieza a echar en falta. Al resto nadie les había echado en falta, y me acordé de eso que dice que la soledad es un factor de riesgo.
R. Pensaba que ibas a ir por otro lado, porque precisamente la necesidad de contar es un elemento decisivo en el true crime. Esto pasó en Argentina, hubo un robo a un banco que dio lugar a una película y a un documental donde salieron sin dejar ni una pista, ni un rastro, lo robaron todo y dejaron solo una carta escrita en tono de mofa. Cuando entrevistaron al policía que lleva el caso dijo: “Van a aparecer porque lo que les va a traicionar es la vanidad. En algún momento no van a poder soportar no contarle a alguien quiénes son”. Hay un librito extraordinario escrito por Borges y Bioy Casares, titulado Cuentos breves y extraordinarios. El último de ellos se llama El mundo es ancho y ajeno y narra un pasaje de la Divina comedia donde Dante va caminando, ve un transeúnte y de repente se asombra profundamente de que ese transeúnte no conoce a Beatriz. Esa es la esencia de la soledad humana, que hay alguien que vive un fuego de amor intenso y otra persona a menos de 30 centímetros que ni tiene ningún dolor ni ningún registro de lo que le pasa a la otra persona.
P. Se parece a lo que le pasó mientras vivía en París.
R. Sí, llegué en 2003 y fue un año con canícula en la que murió mucha gente mayor. La noticia decía que habían muerto de calor, pero fue por soledad, porque nadie se habría muerto si algunas de esas personas hubieran tenido alguien al lado pendiente de ellos. Diciéndoles que tienen que hidratarse, sabiendo que está todo bien.
P. Esta mañana tuve una conversación con amigos sobre inteligencia artificial (IA). Algunos estaban expectantes, otros preocupados. ¿En qué bando está usted?
R. En los dos bandos, porque creo que hay que estar en ambos. Hay que ser el galo que resiste siempre al invasor, el tozudo que ejerce, quizá de forma equivocada, ante lo nuevo. Y hay que ser el explorador. Son los dos extremos de la ingenuidad, uno cree que en el statu quo se asegura el bienestar y otro es como Aureliano Buendía. La IA es algo muy grande, no es una revolución tecnológica más. Es grande como el invento de la escritura o la imprenta. De hecho, todas afectan y tienen que ver con las palabras, con el lenguaje. De hecho, el momento más prominente de la IA no fue cuando surgió hace veinte años, sino ahora, cuando empieza a hablar, cuando las máquinas producen lenguaje, textos, ideas.
P. La revolución.
R. Creo que es muy difícil que algo que es tan transversal a distintas disciplinas humanas, que por primera vez automatiza no nuestras funciones repetitivas y cíclicas, como tejer un suéter, sino lo que era la polis, la creación de ideas originales, es difícil pensar que eso no genere un terremoto. Creo que es adecuado estar muy atento, mantener siempre una mirada humana, para insertar esta tecnología al mundo. Algo parecido a lo que pasó con la tecnología nuclear. Tenemos que estar atentos y sensibles, no entrar en pánico. Por eso no me gusta demasiado el discurso de (Yuval Noah) Harari. Tiene asideros, pero al mismo tiempo está convocando al pánico.
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