A pesar de haber perdido gran parte del romanticismo de la profesión -a los hechos me remito-, la profesión de arquitecto, la mía, la que estudié con verdadera vocación, ha cambiado tanto en los últimos años que casi no la reconozco. No vayamos a echarle la culpa a la dichosa crisis, bueno, al menos no toda ella, pero el hecho es que lo que fue ya no lo es y no volverá a serlo nunca, para bien o para mal. Todo ha cambiado, ahora los proyectos son multidisciplinares, dependemos de un número indeterminado de técnicos, ingente y diversa normativa de aplicación, gerencias de urbanismo, etc. A esto le unimos la competencia desleal y leal, los precios de las nuevas generaciones de profesionales, el trabajo no cobrado a los amigos (los buenos amigos), los jetas -sin comentarios-, las interminables reuniones que no acaban en nada...
Pero no todo es malo, al contrario, siempre surge algún proyecto que da gusto hacer, un cliente a la altura, buen pagador, educado hasta el límite; una rehabilitación, por ejemplo, de una casa canaria, esas que da gusto rehabilitar, esas que terminan por sacar su belleza interior. Estos proyectos son un placer hacerlos, proyectar sabiendo que el resultado, posiblemente, sea magnífico -y aquí nada de falsas modestias porque el mérito es de la propia casa, los arquitectos sólo ayudamos-. En un proyecto de rehabilitación me encuentro ahora, con la intención de entregarlo antes de Navidad. Así que manos a la obra.
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