JAIME RUBIO HANCOCK, 21.06.2024. FILOSOFÍA INÚTIL, EL PAÍS
Buenas:
Cada vez hay más partidos ultra y cada vez suenan más desquiciados. Si esto sigue así, a las próximas elecciones se va a presentar Falange Terraplanista, con un solo punto en el programa: desarrollar la tecnología necesaria para desvacunarnos.
La aparición de nuevos partidos cada vez más ridículos nos ha traído sorpresas: amigos y familiares destapan en chats de WhatsApp afinidades inesperadas y, como es natural, a ellos les parece también extrañísimo que nosotros no estemos de acuerdo sus ideas, por muy marcianas que nos parezcan.
¿Podemos dejar de ser amigo de alguien que no piensa más o menos como nosotros? Es más, según lo que piense esta persona, ¿tenemos la obligación de dejar de ser sus amigos?
Hay dos extremos en los que parece fácil contestar a la pregunta. Si nuestro amigo cree que el mejor color del mundo es el azul y a nosotros nos gusta el verde, no pasa nada. Sería muy raro que alguien terminara una amistad por eso. Pero si nuestro amigo se hace literalmente nazi y quiere exterminar a los judíos, pues a lo mejor tiene sentido al menos poner algo de distancia.
Lo más difícil son las zonas intermedias, como siempre. Es decir, cuando hay grandes desacuerdos sobre cómo vemos algunos asuntos importantes.
Un argumento a favor de mantener la amistad es que tenemos obligaciones especiales con amigos y familia, que se diferencian de las obligaciones que tengo con cualquier persona, la conozca o no. Por ejemplo, si una pareja tiene hijos, tiene también la obligación de cuidarlos. Pero no tiene la obligación de cuidar a todos los bebés del mundo. Por supuesto, estas obligaciones especiales no bastan para mantener relaciones a cualquier precio. Por ejemplo, si no son recíprocas, como en el caso de los malos tratos.
Los amigos se diferencian de la familia en que a veces los escogemos y a veces no son para siempre, pero también generan obligaciones. Séneca escribía en una de sus Cartas a Lucilio que hay que meditar antes de hacerse amigo de alguien. “Después de la amistad, todo se debe creer; antes, todo debe juzgarse”. Es decir, la cosa cambia después de 20 años, aunque solo sea por todas las vivencias que hemos compartido.
Para qué sirve un amigo
Aristóteles escribía en su Ética a Nicómaco que la amistad puede estar basada en el placer, en la utilidad o en la virtud. Aristóteles considera que la mejor forma de amistad es la tercera, la basada en la virtud: queremos a nuestros amigos por cómo son y porque nos empujan a ser mejores. Lo que significa que si creemos que un amigo (o un familiar) se equivoca (o si creemos que se equivoca), no deberíamos darle la espalda. De los amigos aprendemos y de nosotros aprenden también ellos, por poco que sea. Sobre todo con el ejemplo, y no tanto con las discusiones en WhatsApp. Decía Séneca que Platón y Aristóteles “aprendieron más de la conducta que de la doctrina de Sócrates”.
Además, hemos de recordar dos cosas:
1. Nunca estaremos de acuerdo en todo con todo el mundo. El filósofo británico Simon Critchley recordaba en un artículo en The New York Times que nuestras relaciones con los demás han de basarse en un principio de tolerancia y que siempre hay un área gris de negociación y aproximación.
2. Sé que esto suena extraño, pero a lo mejor estamos equivocados nosotros (¡!). Escuchar opiniones diferentes nos ayuda a reevaluar las nuestras, sobre todo si es de gente en quien confiamos. Si solo tenemos cerca a personas que nos dan la razón, lo único que hacemos es retroalimentar un sistema de creencias.
Hay que recordar lo que dijo Bertrand Russell en una entrevista. Le preguntaron si daría su vida por sus ideas y contestó: “No, podría estar equivocado”.
Amigos no polarizados
Las amistades de personas que pertenecen a grupos diferentes ayudan a mitigar la polarización, precisamente porque contribuyen a una visión más compleja y moderada de los demás. Es más difícil creer que todos los rojos son el demonio o que todos los fachas nos quieren ejecutar si tenemos amigos de izquierdas o de derechas, según el caso. No los vemos como al otro, como a un enemigo, sino como a personas concretas que piensan de modo diferente. Y esto ayuda a que el debate público sea más civilizado y nos resulte más fácil llegar a acuerdos.
Es decir, cuando mantenemos una amistad con alguien que piensa diferente, estamos beneficiando a toda la sociedad (un poco) porque es más difícil que esa persona acabe creyendo lo que dicen en según qué grupos de Telegram. Y así contribuimos a la virtud del afecto cívico, de la amistad cívica, de la que también hablaba Aristóteles.
Esto ocurre cuando coincidimos en los objetivos. Por ejemplo, acabar con el paro o mejorar la sanidad. Pero discrepamos en los medios más indicados para lograr este fin. Un liberal cree que debe primar la iniciativa privada y un socialdemócrata quiere que el Estado asegure la igualdad de condiciones de partida. Pero, como hay un mismo objetivo, se puede trabajar desde la diferencia para intentar llegar a acuerdos y resolver disputas, aunque no siempre se logre.
Es como cuando quedamos para cenar con unos amigos y todos quieren ir a un sitio diferente: a uno le apetece sushi, otro conoce un italiano buenísimo, hay uno que quiere ir de tapeo... El objetivo final es el mismo, comer bien y pasar un buen rato. Solo hay que buscar un acuerdo.
El problema viene cuando los fines no coinciden o no son compatibles. O cuando no podemos plantear el problema como una cuestión de medios y no de objetivos. Por ejemplo, cuando una persona cree que los derechos han de ser diferentes según el color de la piel, el género o la orientación sexual. Aquí ya es un poco más difícil resolver el problema. Volviendo al ejemplo de los amigos, sería como si uno de ellos quisiera que tú te quedaras en casa. Entonces ya no hay amistad y deja de tener sentido intentar mantenerla.
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