viernes, 14 de junio de 2024

A LA SOMBRA DE MIGUEL HERNÁNDEZ


 

EL CASO DIEGO SAN JOSÉ Y EL JUEZ HUMORISTA
Juan A. RÍOS CARRATALÁ
Universidad de Alicante

Las obviedades conviene dejarlas claras desde el principio para evitar malentendidos. Las causas de procesamiento y condena a los perdedores en la España de la posguerra escapan a la lógica; salvo la del exterminio. El objetivo de aniquilar al enemigo forma parte del concepto de la Victoria, con su correlato jurídico en manos de la «Auditoría de Guerra del Ejército de Ocupación»: consejos de guerra, ausencia de garantías para los procesados, cárceles abarrotadas, ejecuciones diarias...

La sorpresa y el estupor del investigador capaz de desenvolverse en la oscuridad de estos años pueden relacionarse con diferentes colectivos de víctimas. En lo que respecta a «la gente de pluma», los delitos para justificar una «adhesión a la rebelión militar» en sus diferentes grados solían ser textos publicados en la prensa durante la guerra. Los periodistas formaban parte de «las tres P» (políticos, policías y periodistas) que espoleaban el ánimo represor de los vencedores. De ahí la creación de un juzgado específico en Madrid, sito en la plaza de Callao, número 4, que también figura como edificio de la Gran Vía, en el Palacio de la Prensa donde poco después tendría su sede la redacción de La Codorniz.

Las dependencias del improvisado juzgado serían familiares para los miembros de la Asociación de la Prensa de Madrid, incluso para sus rivales del Sindicato Autónomo de Periodistas presidido por Francisco Casares (ABC, 15- IV-1934). Allí acudió el recién nombrado capitán del cuerpo jurídico, Manuel Martínez Gargallo, como juez instructor para abordar los casos de un colectivo con fusilados (Julián Zugazagoitia, Manuel Cruz Salido, Manuel Navarro Ballesteros, Javier Bueno…), varios condenados a muerte (Valentín de Pedro, Eduardo de Guzmán, Ángel Mª. de Lera…) y otros cuyas penas oscilaban entre los treinta y los doce años de reclusión mayor. Algunos periodistas, como el anarquista y singular Mauro Bajatierra, acortaron la espera porque conocían el desenlace. Las accesorias del hambre, la miseria y la masificación de aquellas cárceles agravaron la situación de unos periodistas que empezaron a ser excarcelados alrededor de 1943-1944, pero en régimen condicional y con una nueva accesoria sin fecha límite: el ostracismo.

El licenciado en Derecho por la Universidad Complutense Manuel Martínez Gargallo había sido un habitual de las publicaciones humorísticas hasta que, en marzo de 1931 y mediante oposición, obtuvo la plaza de juez en Murias de Paredes, un pueblo de León que por entonces no llegaba a los tres mil habitantes. El opositor debió ser, a tenor de los testimonios recopilados, un joven serio y estudioso, a diferencia de algunos conocidos tarambanas de los círculos que frecuentaba. Manuel nunca se convirtió en «un macarra de postín por verdadera vocación», como sus amigos Luis Ballesteros y Eloy González, porque culminó los estudios. Según su contertulio y compañero de aula César González-Ruano, «su Kempis era un tomo con las poesías de Antonio Machado. Más tarde se decidió a escribir, pero como humorista, y publicó en Buen Humor y en La Voz. Es lástima que lo dejara, porque tenía talento» (83). El memorialista, acostumbrado a las medias verdades para desesperación de sus biógrafos, calló acerca de otros motivos de «lástima» por la trayectoria del amigo.

El machadiano Manuel Martínez Gargallo era «delgado como un muerto de primera clase» (Heraldo, 5-IX-1929), pero también un autor de talento y humor cuando divagaba sobre las dificultades del fox trot después de perfilar a Arístides, un asesino capaz de acabar con los diecinueve acomodadores que le impidieron ver una película de Charles Chaplin. Incluso, puesto a liberarse de lo verosímil como sus colegas de grupo generacional, «el niño de apenas veintisiete años» que preparaba su oposición a juez imaginó a un viajero al que le robaron el bazo mientras iba en la plataforma de un tranvía. La sorpresa ante semejante delito parece lógica cartesiana en comparación con un grupo de hipopótamos reclamando su derecho a aprender el chino, porque los infelices ya se expresaban en un castellano perfecto. Estas ocurrencias del ingenio se plasmaban en cuentos que provocaban la sonrisa de los lectores de Buen Humor y, bien repartidas a lo largo de un quinquenio, aliviarían al autor de la carga de unas oposiciones capaces de espantar a quienes abogaban por la frivolidad, puesto que se sentían jóvenes y modernos a diferencia de los hermanos Álvarez Quintero.

La presencia del futuro juez entre los humoristas del 27 se justifica por sus colaboraciones en la citada revista y en Cosmópolis, Ondas, Gutiérrez, Blanco y Negro, Nuevo Mundo, Cinegramas, ABC…, hasta que fuera despedido por los colegas en un banquete al que asistieron César González Ruano, Enrique Jardiel Poncela, Carlos Fernández Cuenca, Alfredo Marqueríe, Sirio y otros jóvenes bienhumorados (Heraldo, 30-III-1931). Los cuentos de quien firmara por entonces como Manuel Lázaro, para preservar su identidad de jurista tal vez, abundan en agudezas de ingenio. El autor las reparte con un guiño de complicidad a lo largo de una prosa atildada, propia de un opositor dispuesto a sonreír. Sus ocurrencias de aires cosmopolitas son burbujas de champán y se prodigan desde mediados de los años veinte hasta la toma de posesión de un juzgado que, por su localización, le alejaría de otros «hijos de familia» habituales en la tertulia matinal del café Europeo, sito en la glorieta de Bilbao. Allí, antes de que llegaran los avejentados clientes de la sobremesa, Manuel Martínez Gargallo haría novillos junto a César González-Ruano, Enrique Jardiel Poncela y Carlos Fernández-Cuenca, a quienes se unirían después Eugenio Montes, Pedro Mourlane Michelena, Rafael Sánchez Mazas, Samuel Ros y otros elegantes de la pluma que lamentaban la cochambre de periódicos como el Heraldo y, clausurado el momento de la frivolidad, acabaron formando parte de la corte de José Antonio Primo de Rivera en La Ballena Alegre.

Los cambios en Madrid se precipitaron tras la marcha del juez Manuel Martínez Gargallo a Murias de Paredes, casi coincidente con la proclamación de la II República. Un nuevo período se abría paso, tanto en lo personal como en lo político. El primer balance sería positivo. La tertulia del Europeo estaba en el origen de sus amistades y quedaba algo lejos del domicilio del estudiante de Derecho, en la calle Embajadores, pero la asistencia como hábito cotidiano merecía la pena por lo selecto de la compañía y el humor de aquellos jóvenes, tan alejados del costumbrismo que olía a cocido de menesterosos.

El juez Manuel Martínez Gargallo no encontró hipopótamos parlanchines en Murias de Paredes, ni siquiera cuando recibió la visita de su inseparable César González-Ruano, dispuesto a escribir un crónica sobre la nada (Heraldo, 30-VII-1931). La expectativa no resultaba sugerente, pero el humorista hizo carrera durante la II República y ocupó poco después un juzgado en el riojano pueblo de Alfaro y otro en Ávila, desde donde seguiría mejor los avatares del mundillo literario. Incluso, mientras veraneaba en Niza como Jardiel Poncela, se permitía bromear sobre la fealdad de Manuel Azaña y recuperar el pulso de la pluma con nuevos relatos (Gutiérrez, 11-VIII-1934). También estaba dispuesto a elucubrar acerca de los últimos cotilleos de Hollywood, porque contaba con amigos que frecuentaron aquella meca (Cinegramas, 14-IV-1935), aunque no me consta que consultara al especialista de esa revista, Florentino Hernández Girbal, antes de condenarle a treinta años de reclusión mayor. La información del juez acerca del «parnaso matritense» sería de primera mano o le llegaría a través de amigos como César González-Ruano y, sin cargo alguno de conciencia, la haría valer en circunstancias tan imprevistas como ajenas a la lógica de sus colegas de pluma.

El 19 de marzo de 1931, Heraldo de Madrid publica un suelto con motivo del nombramiento de Manuel Martínez Gargallo como juez. El anónimo optimista –tal vez Diego San José- aclara a los lectores que Manuel Lázaro, «fino humorista», es el seudónimo de un sesudo licenciado en Derecho que respondía al nombre de Manuel Martínez Gargallo. El periodista le felicita por su recién estrenada condición de juez y, a modo de broma que se tornaría trágica, comenta que el colega de la pluma «está recibiendo, a la par que la enhorabuena por su éxito, la despedida de cuantos importantes elementos figuran en los ruedos literarios de Madrid». El suelto incluso habla de un compañero de letras que, al enterarse del resultado de las oposiciones del Ministerio de Justicia, se dirigió al amigo Lázaro: «A mí ya nadie me procesa más que usted»; por su sentido del humor y previsible benignidad, se entiende.

Efectivamente, durante la primavera de 1939 el capitán Manuel Martínez Gargallo se manifestaría con la predisposición y el entusiasmo habituales entre quienes se pasaron al bando nacional una vez iniciada la guerra. Lo haría durante el verano de 1936 y a través de la sierra madrileña, según las declaraciones del abogado Tomás López Galindo, que se interesó por la suerte de Miguel Hernández (Canfali, 28-III-1984). Los antecedentes literarios del humorista serían conocidos por las autoridades militares, que necesitaban improvisar juzgados para condenar a los vencidos con alguna apariencia de legalidad. Vistos los conocimientos de Manuel Martínez Gargallo acerca del parnaso y las hojas volanderas, le nombraron juez instructor para los casos seguidos contra los periodistas, dibujantes y escritores que se manifestaron a favor de la II República. La lista incluía caras conocidas, a veces por relación directa y en otras ocasiones a través de amigos predispuestos a la descalificación como César González-Ruano y Enrique Jardiel Poncela.

El exilio evitó numerosas muertes entre la gente de pluma, pero el prestigio de quienes salieron de España, con diferente suerte y destino, ha tendido a ocultar que en Madrid quedaron decenas de colaboradores en la prensa. Tal vez porque nunca imaginaron el protagonismo, como supuestos líderes de una rebelión militar, que les iban a atribuir los vencedores. Su falta de previsión para escapar a tiempo de la capital –una posibilidad que no estaba al alcance de todos por diferentes motivos- o su esperanza de que el final de la guerra supusiera una reconciliación la pagaron con años de cárcel. El error de apreciación de la realidad cometido por Julián Besteiro se repitió en muchos otros casos.

Durante décadas, diferentes biógrafos han analizado el proceso seguido contra uno de esos «optimistas» a la hora de calibrar las consecuencias de la derrota: el poeta Miguel Hernández, cuyo comportamiento por aquellas fechas parece abocado a un destino trágico. Su consejo de guerra celebrado en Madrid el 18 de enero de 1940 derivó en diecisiete penas de muerte, de una tacada, pero el caso del oriolano resulta especialmente relevante por la entidad literaria del acusado. La condena a pasar por el paredón en una de las frecuentes sacas se suma a otras que, por entonces, afectaron a escritores y periodistas. La mayoría han quedado olvidados porque el espacio de la memoria apenas permite protagonistas, pero la personalidad del poeta y su valor simbólico para los vencidos justifican la privilegiada atención prestada por parte de los historiadores.

Los pormenores del proceso de Miguel Hernández se conocen y se repiten con el rigor previsible cuando se trata de un autor de prestigio que cuenta con una amplia bibliografía. Las posibilidades de añadir una información relevante son escasas, pero –según me cuentan mis colegas hernandianos de la Universidad de Alicante- nadie ha manifestado especial interés por perfilar la silueta de quien procesara al oriolano con tan trágicas consecuencias. De ahí que se ignore, hasta ahora, el pasado de Manuel Martínez Gargallo como «fino humorista» en la línea de Enrique Jardiel Poncela y otros representantes del espíritu innovador que exaltaba la juventud y la modernidad. La lógica de la investigación debería admitir las paradojas de la realidad.

El juez y el poeta no coincidirían en Madrid antes de 1936. Ni siquiera cabe imaginar amigos o conocidos comunes. Sus mundos eran antitéticos y, en este caso, no suponemos una animadversión personal para justificar la condena, acorde con la sufrida por tantos otros escritores, periodistas y dibujantes ahora en el olvido. El pasado del juez instructor no varía la valoración del proceso contra Miguel Hernández, pero su desconocimiento prueba la frecuente falta de curiosidad por conocer a los verdugos de la judicatura o la milicia cuando nos ocupamos de las víctimas. La posible proximidad entre ambas condiciones inquieta, hasta molesta a veces porque obviamos situaciones lógicas en una guerra civil. La alternativa, más acorde con el pensamiento políticamente correcto, prefiere una dialéctica donde la víctima acapara el protagonismo para que su exaltación no implique acusaciones demasiado concretas, con nombres y apellidos.

Manuel Martínez Gargallo, tras la breve e intensa etapa como juez instructor de sus colegas y amigos de las letras, quedó desmovilizado como militar adscrito al cuerpo jurídico. Los consejos sumarísimos por el procedimiento de urgencia y en serie habían finalizado. El antiguo humorista volvió a ser Juez de Primera Instancia e Instrucción, pero en La Oratava (Tenerife), y Fiscal Provincial de Tasas de Las Palmas de Gran Canaria, según la orden ministerial del 29 de enero de 1943 publicada en el BOE. La misma indica que el juez abandonaría Madrid alrededor del 15 de noviembre de 1941, dejando atrás una larga serie de condenas.

El exótico destino de Manuel Martínez Gargallo no sería fruto de un sorteo o una escala administrativa. Tampoco cabe hablar de un premio para quien tuvo plaza en Ávila y nunca volvió a Madrid como magistrado. Después de instruir los casos de tantos colegas del mundo de las letras, le convenía alejarse de la capital durante un tiempo para que la distancia favoreciera el olvido. No obstante, a partir de los años cincuenta el juez acudía de vez en cuando al café Gijón, de acuerdo con testimonios cuya comprobación resulta difícil. En el caso de ser cierto, tal vez encontrara en esas tertulias madrileñas a alguno de los procesados. Situaciones más chocantes se dieron en aquella promiscua relación entre literatos, cómicos y quienes se acercaban al Gijón atraídos por su propio pasado. Manuel Martínez Gargallo no sería una excepción. Y lejos de sus destinos como fiscal de tasas en Mallorca o magistrado en Gerona desde 1967 (BOE, 10-IV-1967), durante sus años de excedencia después de haber estado adscrito al servicio de Inspección de la Disciplina del Mercado (BOE, 23-X-1964) -un organismo digno de la pluma de Miguel Mihura-, el juez tendría rasgos codornicescos en su añoranza de los tiempos de Buen Humor.

El franquismo estaba tan consolidado y satisfecho en los años cincuenta que permitía estos contactos en el café Gijón u otros lugares dedicados a la fugacidad de la tertulia. Algunos encuentros entre literatos tendrían su morbo, pero nadie le recordaría al humorista su destacada actuación en los consejos de guerra. El silencio cómplice de los correligionarios –todos tenían motivos para callar acerca de una posguerra donde la ética suponía un lujo- o el pánico del resto de los escritores a la hora de recordar en público acompañarían al juez hasta la jubilación en 1974. Poco después, la Transición estableció otras prioridades y mostró escaso afán de esclarecer las responsabilidades. El franquismo sin franquistas era un relato digno de los humoristas del 27, pero probó sus posibilidades como fábula al servicio del consenso.

Los olvidos en materia histórica nunca son repentinos. Ya mucho antes de que estos temas se pudieran abordar con un mínimo de libertad, durante la dictadura, por un tácito acuerdo cabía lamentar la persistencia de la censura, pero se había obviado el recuerdo de numerosas condenas con firma y por escribir artículos o incluso reseñas. Mientras tanto, los herederos de Buen Humor ridiculizaban a las señoras gordas, los calvos y los aburridos en las páginas de La Codorniz. Y gracias, por supuesto, porque ese humor supuso un oasis de relativa libertad tras la limpieza efectuada por Manuel Martínez Gargallo en nombre de un régimen con múltiples beneficiarios.

Manuel Lázaro equilibra su prosa con ingenio y agudeza, pero cuando apareció el juez Martínez Gargallo y se convirtió en martillo de herejes, muchos de ellos conocidos o contertulios, el colaborador de tantas revistas y antólogo de sus propios compañeros (Heraldo, 1-V-1930) abandonó las medias tintas del escepticismo necesario para cultivar el humor. Gracias al entusiasmo de la Victoria, algunos magistrados encontraron coartadas para su fanatismo, real o forzado por las circunstancias. Manuel Martínez Gargallo destacó en este contexto y llegó a procesar a uno de los dibujantes que ilustraban sus cuentos: Enrique Martínez Echevarría, Echea (1884-1956). Incluso, con la colaboración del fiscal Juan Pérez de la Ossa y Rodríguez, justificó una petición de muerte por refundir Fuenteovejuna porque, de la mano de esos versos de Lope u otros textos, el popular Diego San José de La Novela Semanal contribuyó «no sólo a la prolongación de la resistencia contra el Ejército Nacional, sino a engañar a los lectores de buena fe acerca de las verdaderas intenciones del Movimiento iniciado el 18 de julio de 1936», según consta en el auto de procesamiento contra Diego San José firmado el 30 de agosto de 1939. Apenas habían pasado diez años desde que esa misma pluma describiera a los hipopótamos parlanchines. El joven Fernando Fernán-Gómez, presente entre el público de aquel consejo de guerra, nunca sospechó, ni siquiera cuando escribió El tiempo amarillo (1998), que el juez instructor de la «farsa trágica» era un excelente amigo de su admirado y protector Enrique Jardiel Poncela. La Victoria de «los señoritos y las señoritas» también fue un cambalache.

La pretensión de un equilibrio equidistante crea tanta adicción como el lenguaje políticamente correcto o la voluntad de acomodarse al academicismo en boga. El loable empeño en recordar a las víctimas del franquismo a menudo ha obviado la lógica de que, allá donde hay una víctima, también se encuentra un verdugo. Su identificación en el caso de la citada dictadura suele resultar compleja, porque la limpieza de las huellas ha sido sistemática y las conservadas, fragmentarias como piezas aisladas de un puzle, no siempre son accesibles para los investigadores.

No obstante, en el caso del juez instructor Manuel Martínez Gargallo la consulta acerca de su pasado como humorista estaba al alcance de cualquier curioso. Ni siquiera era preciso acudir a una biblioteca. La hemeroteca digital de ABC incluye, en la edición del 12 de abril de 1958, el obituario del también humorista José Santugini firmado por Miguel Pérez Ferrero, Donald, donde se cita al juez que utilizaba el seudónimo de Manuel Lázaro en sus tiempos de «hijo de familia», según la definición de un César González-Ruano siempre atento a los motivos de la distinción para convertirse en un marqués perfaitement dégénéré et dépravé. La información ya la había facilitado el mismo periodista cuatro años antes:

Mi amigo, en la actualidad magistrado, Manuel Martínez Gargallo, fue en los años de su juventud –y de la mía- un escritor humorista de talento feliz. Publicaba sus breves cuentos con preferencia en la revista Buen Humor, que lanzó y popularizó entre el público a un grupo de entonces casi incipientes literatos, algunos de los cuales disfrutan hoy de justa fama. Martínez Gargallo, que firmaba sus trabajos con el seudónimo de Manuel Lázaro, era el que abordaba los temas más audaces, el que inventaba los argumentos más disparatados, el que, en suma, reía más fuerte en sus cuartillas y hacía reír con más ganas a los lectores de aquella publicación (ABC, 3-IX-1954).

Una vez tecleado el nombre del juez Manuel Martínez Gargallo, bastaba con enlazar la consulta con la hemeroteca digital de la Biblioteca Nacional para comprobar ese pasado de humorista, corroborado por las «memorias» del amigo que fuera encarcelado por la Gestapo en París, y no precisamente a causa de su defensa de la libertad: «Podemos imaginar la imagen que tenían a estas alturas los alemanes de él: moroso, embaucador, alcohólico, contrabandista, sinvergüenza y, por si fuera poco, también macarra» (El marqués y la esvástica, 323). Alfredo Marqueríe, menos osado que el común amigo, también se sumó a esta identificación de Manuel Lázaro. Convendría, pues, reflexionar acerca de por qué los historiadores dejamos en el anonimato de lo burocrático los nombres de quienes procesaron a Miguel Hernández y otros muchos escritores. Conocemos sus firmas y rango gracias a los documentos, pero nos cuesta preguntarnos por su perfil porque, en casos como el presente, produce cierta inquietud una vez superada la sorpresa.

La lectura de los trabajos de José-Carlos Mainer acerca de la literatura falangista debería bastar para comprender algunos aspectos de la evolución, ideológica y personal, de los humoristas del 27, salvo excepciones como Antonio Robles. A la sombra del maestro, varios historiadores hemos analizado casos concretos como los de Edgar Neville, Enrique Jardiel Poncela y Miguel Mihura, pero el resultado final siempre ha sido un carné de falangista pronto olvidado en un cajón, literatura propagandística para hacerse perdonar el pasado menos «afecto» al nacionalcatolicismo y, sobre todo, un pacto con el franquismo cuyo objetivo pasaba por seguir disfrutando de un estatus privilegiado. El precio de la continuidad parece aceptable y los beneficios indudables, aunque estos autores bienhumorados lamentaran las quisquillosas manías de algunos censores eclesiásticos u otros laicos, pero de un acendrado catolicismo.

La adhesión de estos polifacéticos y brillantes escritores a la dictadura suponía, fundamentalmente, un cálculo de conveniencias que preservaba cierto margen de libertad para crear. Entre las obligaciones del contrato no figuraba ensuciarse las manos con las tareas de la represión o la depuración. Otros conocidos de las dependencias oficiales, con espíritu propio de una oficina siniestra al modo codornicesco, eran los encargados de semejantes empeños. La barra del Chicote favorecía el olvido, aislaba a los contertulios de tantos aperitivos en su mundo de ingenio y parecía situada al margen de cualquier fundamentalismo. Puestos a reír, ellos mismos creaban sus iconos de la intransigencia y el aburrimiento, siempre con mostachos de tipos serios o, en el caso de sus parejas, enfajadas al modo de la belle époque. Los protagonistas podían ser ingenieros vascos y sus correlatos femeninos llamarse Doña Clotilde. La consiguiente caricatura, inocua en el fondo, se completaba con una oposición a observar lo coetáneo –demasiado gris- y remitía a un pasado donde la imaginación ayudaba a navegar sin escollos.

Manuel Martínez Gargallo, a tenor de lo deparado por una investigación todavía en sus inicios, sentó cabeza en 1931, cuando ya frisaba los treinta años y sus amigos todavía parecían dispuestos a seguir siendo hijos de familia. El juez dio un paso adelante con respecto a sus colegas de las revistas de humor, fue más drástico en su conversión al franquismo y, procedente de una prosa escrita al ritmo del fox-trot, pasó a firmar los autos de procesamiento para unos consejos de guerra sin garantías jurídicas. La justificación de esta carencia resulta tan obvia como el objetivo de los procesos: el exterminio del pasado inmediato, aquel que con sus aires de modernidad había permitido la aparición de tantas revistas ocurrentes, entre otras maravillas del ingenio que siempre parecía joven.

La obediencia debida es una coartada en tiempos de dictaduras, pero tampoco parece ser el caso del juez Manuel Martínez Gargallo. Nuestro propósito es analizar varios procesos seguidos contra literatos y periodistas durante los primeros años de la posguerra, pero bastaría el del polifacético Diego San José, condenado a muerte el 14 de febrero de 1940, para comprobar la dureza represora del humorista. El colaborador de Gutiérrez, en contra de lo supuesto por los amigos del Heraldo, no tendió a suavizar las penas impuestas por el Código de Justicia Militar de 1890, endurecido por el decreto publicado el 1 de noviembre de 1936, cuando la toma de Madrid parecía inminente y cabía prepararse para un exterminio sin contemplaciones ni sentimentalismos. Al contrario, Manuel Martínez Gargallo fue capaz de transformar una pena inicial de doce años, según la sentencia del 14 de agosto de 1939, en otra de condena a muerte para Diego San José.

La eficacia represiva del juez instructor requería de varios colaboradores. Al igual que en otros casos, contó en esta ocasión con la ayuda del alférez Antonio Luis Baena Tocón [nombre citado por resolución del rector de la UA del 30-VII-2019], que sería poco después ascendido a teniente hasta su desmovilización el 27 de enero de 1944, cuando ya no se precisaba de su labor administrativa. El funcionario se reincorporó a la administración local en la que tenía plaza desde el 27 de julio de 19341 y se jubiló a principios de los ochenta como interventor de fondos del Ayuntamiento de Córdoba. El alférez Antonio Luis Baena Tocón [nombre citado por resolución del rector de la UA del 30-VII-2019], que tanto podría haber contado a los especialistas en la biografía de Miguel Hernández, realizaba durante la posguerra una labor esencial a las órdenes del juez instructor: el expurgo, vaciado y/o desaparición de los fondos de la prensa republicana depositados en la Hemeroteca Municipal de Madrid. Su objetivo era la búsqueda de «delitos», que agravaba con comentarios cuyas consecuencias podían ser una condena a muerte.

Las tareas de la represión requerían la participación de varias firmas. En el agravamiento de la pena de Diego San José, también colaboraron el Auditor de Guerra del Ejército de Ocupación –Ángel Manzaneque y Feltrer, una antigua autoridad colonial en Guinea- y el fiscal Juan Pérez de la Ossa y Rodríguez, hermano de un olvidado novelista de Albacete que había pasado la guerra en las cárceles republicanas. Huberto Pérez de la Ossa (1897-1883) colaboraba por entonces con Luis Escobar en el teatro María Guerrero, porque –al margen de sus méritos- formaría parte de un compacto grupo cuyo denominador común se silenciaba en público. Todo el equipo del cuerpo jurídico actuó en esta ocasión con especial celo, sin ninguna presión de los militares y en contra de la opinión de muchos «afectos al Régimen», incapaces de aceptar que Diego San José mereciera morir ante un pelotón de fusilamiento. Ya es ironía que la condena instruida por un antiguo humorista, a muerte por escribir artículos, fuera evitada por un caballero mutilado, el general José Millán Astray… Aquella España todavía da para muchas paradojas con sabor novelesco.

Los volúmenes dedicados a «las armas y las letras» durante la guerra son fruto de un novelista, pero obvian estas historias de la infantería. Sus protagonistas apenas lucen cuando se escribe a la espera de una reseña en las grandes cabeceras y su relato parece propio de catedráticos, empeñados en buscar datos porque su academicismo no les permite elucubrar acerca de la tercera España. Gracias a la consulta del archivo familiar de Diego San José y el expediente del proceso número 2625, el caso del periodista de El Liberal y Heraldo de Madrid se convierte en un ejemplo de la dureza de un juez, su secretario y un fiscal que no actuaban, en esta ocasión, por imperativo de otras instancias. La posibilidad de editar en las debidas condiciones el testimonio escrito por Diego San José, De cárcel en cárcel, a partir del manuscrito y obviando la desastrosa edición de 1988, me ha permitido conocer las pruebas que verifican lo afirmado por el citado autor acerca de sus experiencias como preso y procesado, desde el 10 de abril de 1939 hasta el 12 de enero de 1944.

A partir de esta última fecha, Diego San José permaneció en Redondela gracias al apoyo de amigos y familiares. Allí murió en 1962, pero a lo largo de esos años de ostracismo y silencio escribió unas memorias que no podía editar, así como otros textos cuyos originales permanecen inéditos en el archivo familiar. La circunstancia de que fuera imposible superar la censura le permitió abordar situaciones conflictivas a la hora de testimoniar su paso por las cárceles, pero Diego San José sabía que se encontraba en libertad condicional, todavía pesaba sobre él una pena a extinguir en 1958 y nunca le abandonó el temor de volver a presidio. Su republicanismo permanecía intacto, pero el periodista evitó ser explícito en algunos párrafos que afectaban a personas vivas y con poder ejecutivo en un franquismo que le amargó.

Uno de esos protagonistas nunca citados en De cárcel en cárcel es el juez instructor de su caso, de quien no se facilita su nombre, al igual que ocurre con los militares que intervinieron en los dos consejos de guerra. Estos oficiales serían una presencia casi anónima y fugaz para quien fuera procesado en agosto de 1939 y febrero del año siguiente, junto con otros perdedores y a un ritmo estremecedor. En lo que respecta al juez, Diego San José no tuvo durante la fase de instrucción un contacto directo con Manuel Martínez Gargallo, pero el periodista sabría de quien se trataba, al igual que ocurriera con «el improvisado fiscal Pérez de la Ossa, hermano del seudo escritor del mismo apellido» a quien Diego San José criticara en El Liberal por la sorprendente concesión del Premio Nacional de Literatura en 1924. La novela premiada, La santa duquesa (Madrid, Renacimiento, 1924), ha sido olvidada. Huberto Pérez de la Ossa ha merecido la misma suerte, a pesar de tan relevante galardón compartido, ex aequo, con Claudio de la Torre y Roberto Molina. Tal vez porque Diego San José acertara al ver oscuros manejos en esa concesión por parte de un jurado con nombres ilustres (Azorín, Ramón Pérez de Ayala...). El anónimo suelto del Heraldo habla de «un fallo alentador» (18-III- 1924), pero no todos estaban de acuerdo con el reparto de las seis mil pesetas del premio y el albaceteño agraciado no olvidaría algunos comentarios cuando pasó a ser, de la mano de Luis Escobar, un vencedor en el teatro del franquismo. Su vía crucis por diferentes cárceles de la zona republicana -«Huberto había perdido su antiguo aspecto orondo y abacial. Ahora era un ser delgado, casi transparente» (Escobar, 127)- sería a menudo recordado por el hermano fiscal que intervenía en los consejos de guerra.

Las razones de la enemistad entre Diego San José y Manuel Martínez Gargallo no parecen circunscribirse a un hecho concreto. Desde 1931, el juez estaba alejado de los círculos literarios, pero su amigo César González-Ruano permanecía enfrentado con el colega de la prensa, a quien descalifica en sus memorias: «Diego San José era una imitación mala, no de los clásicos, sino del recuelo arcaizante. Hablé con él varias veces en [la tertulia del] Gato Negro. A mí me pareció siempre un pobre diablo, pero con medianas intenciones para acabar de arreglarlo: San José era enano, tenía una cara arrugadita de mono y todo él quedaba un poco repugnante» (210). La respuesta fue un durísimo soneto que permanece inédito. Tan sintomática caracterización del periodista vino después de varios enfrentamientos testimoniados en el archivo de Diego San José y tendría su prolongación en un intercambio de pullas hasta la década de los cincuenta. Por razones estéticas, ideológicas y personales, quienes coincidieron en algunas redacciones y tertulias, así como en el Ateneo con motivo de una convulsa velada, tenían motivos sobrados para el enfrentamiento. Tal vez sorprenda lo virulento del lenguaje en los textos conservados, pero una de las claves de lo sucedido en el proceso de Diego San José radica en que César González-Ruano era un vencedor con un amigo dispuesto a juzgar a los colegas que permanecieron fieles a la II República. La tentación de la venganza parece obvia y el exquisito César, en materia de venganzas, era tan amoral como en otra cualquiera. La familia de Diego San José, concretamente una de las hijas del escritor, tuvo ocasión de comprobarlo cuando recolectaba firmas en petición de que el padre se salvara del paredón, aunque fuera para penar durante treinta años.

La edición de la citada obra testimonial de Diego San José contará con un apéndice basado en el expediente judicial que casi le cuesta la vida. La intervención de un amigo y contertulio, el general José Millán Astray o el «Pepe» de tantas cartas, le salvó cuando la ejecución sólo estaba pendiente de la firma de Franco. Antes de llegar a esa situación extrema, el proceso contra Diego San José dio un vuelco por la intervención del juez instructor y el fiscal, ambos partidarios de la pena de muerte desde el principio, que encontró eco en el Auditor de Guerra del Ejército de Ocupación. Sus órdenes provocaron la repetición del «sumarísimo» celebrado en agosto de 1939 y el endurecimiento de la pena hasta llegar a la máxima, a pesar de los votos particulares del capitán Sergio González Collado y el alférez Pedro Rodríguez Vara. Mucha debió ser la inquina que percibieran en el fallo para que, a tenor de su rango de oficiales, en aquella época se atrevieran a rebatir lo dictado por el comandante Antonio Blázquez.

Tanto el juez Martínez Gargallo como el fiscal Pérez de la Ossa se basaron para sus acusaciones en la actividad periodística de Diego San José, aunque circunscribiéndola al Madrid de la guerra. Gracias a la labor del alférez honorífico del cuerpo jurídico militar, Antonio Luis Baena Tocón [nombre citado por resolución del rector de la UA del 30-VII-2019], que permanecía en la Hemeroteca Municipal localizando pruebas en forma de artículos y esquilmando los correspondientes fondos, la acusación trasladada al consejo de guerra cita un total de once artículos de Diego San José, publicados en El Liberal entre el 10 de noviembre de 1936 y el 2 de junio de 1937. El alférez no dudó a la hora de considerarlos «violentísimos» y atribuirlos a «un tenaz defensor de la causa marxista», categoría en la que el honorífico oficial que se jubiló estando a las órdenes de Julio Anguita debía incluir desde los refundidores de los clásicos del Siglo de Oro a los autores de La Novela Semanal, pasando por los costumbristas. Bien es cierto que Antonio Luis Baena Tocón [nombre citado por resolución del rector de la UA del 30-VII-2019], poco dado al gasto en materia de informes, justifica no haber consultado el fondo del Heraldo «por considerar que como quiera que [los artículos] son de índole semejante no hay precisión de hacer más extenso el informe».

Afortunadamente para el procesado, el alférez era consciente de que se podía solicitar la pena máxima con un extracto de un par de folios y tampoco consultó otros fondos que habrían resultado más comprometedores para la suerte de Diego San José. Dadas las prisas con que se procedía para sacar adelante centenares de consejos de guerra, el alférez ni siquiera parece haber tenido noticia del folleto propagandístico publicado por el periodista (Las milicias de la libertad, 1937) ni de las obras de circunstancias estrenadas en Madrid (El empecinado, La llama sagrada y La real hembra, todas de 1937). Tampoco supo de las colaboraciones en Mi Revista, de orientación anarquista y publicada en Barcelona, o de los escritos aparecidos en Fernando de la Rosa, una publicación del Batallón 3º de la Brigada 43. El informe de Antonio Luis Baena Tocón [nombre citado por resolución del rector de la UA del 30-VII- 2019] era tan precario e incompleto como el trabajo de un alumno acuciado por la fecha de entrega, pero bastó para pedir una condena a muerte tras una intervención donde el fiscal acusó al periodista de «adhesión a la rebelión con las circunstancias modificativas de perversidad y trascendencia». El popular Dieguito de las tertulias y las redacciones se supo entonces rebelde, perverso e transcendente. El humor nunca le faltó, ni siquiera al recordar el episodio en De cárcel en cárcel.

Mientras el juez instructor, el fiscal y el auditor seguían su camino inexorable, la familia de Diego San José recogía firmas de apoyo y testimonios a favor del procesado entre los afectos al Régimen. La lista de amigos dispuestos a ayudarle es larga y significativa, incluso sorprendente si tenemos en cuenta el clima de terror que imperaba. Emilio Carrére, Tirso García Escudero, Cristóbal de Castro, Joaquín Álvarez Quintero, Serrano Anguita… firmaron porque recordaban al amigo de las tertulias y redacciones, un hombre de baja estatura, rápido caminar e inquieto que se granjeó el respeto por su incansable labor, a menudo volcada en el rescate de los clásicos. Otros firmantes actuaron a modo de agradecimiento, porque durante la guerra fueron amparados por el amigo cuando estuvieron a punto de ser paseados o juzgados por un tribunal popular. La lista de peticionarios y testigos es notable, pero sólo la intercesión del caballero mutilado Millán Astray, el «Pepe» de quien estaba escribiendo una biografía en 1936, permitió que Diego San José siguiera vivo.

El encaje de los «delitos» en los diferentes artículos del Código de Justicia Militar permitía cualquier arbitrariedad sin el riesgo de la recusación. El juez Martínez Gargallo y el fiscal Pérez de la Ossa podrían haberse amparado en ese clima a favor del popular periodista para suavizar sus peticiones de pena, pero las endurecieron para sorpresa de quienes asistieron a los consejos de guerra. Los «delitos» de otros casos similares nunca llegaron a la pena de muerte, reservada para periodistas más significados desde el punto de vista político. Sólo la inquina de los acusadores, por probables motivos personales, justifica el calvario sufrido por Diego San José de cárcel en cárcel. Otros muchos le acompañaron en ese deambular por unas instalaciones desbordadas y precarias. Incluso, si no hubiera habido esa motivación, el periodista habría penado durante un tiempo similar. La lógica de la represión estaba destinada al exterminio, pero hasta los mismos carceleros reconocieron que tanta dureza en este caso respondía a que alguien, nunca se le cita, «quería mal» a Diego San José, y no sólo por ser republicano. Otros represores del franquismo acudieron al rescate. Tal vez porque en todas las categorías, incluidas las peores, hay una jerarquía y la posibilidad de que anide un fondo de humanidad.

El 1 de diciembre de 1943, el ministro del Ejército dictó resolución por virtud de la cual la pena definitiva de Diego San José pasa a ser de veinte años de reclusión menor, después de que Franco conmutara la de muerte por la de inferior grado, treinta años, el 10 de agosto de 1940. Las cárceles estaban saturadas, el régimen apenas podía afrontar el consiguiente gasto y era preciso dar salida a una población reclusa que alcanzó los 213.640 presos en 1940. A principios de 1944, y como tantos otros compañeros por motivos políticos, el periodista recibió la ansiada noticia en la cárcel de Vigo y salió a la calle en libertad condicional, que se prolongaría hasta el 10 de febrero de 1958, cuando el también dramaturgo y poeta contaba con setenta y un años. De acuerdo con el documento de la institución penitenciaria de Vigo, Diego San José lucía por entonces un peno canoso que contrastaría con el aspecto que observamos en las portadas de las novelas publicadas durante la década de los veinte. El prolífico autor de otros tiempos apenas aguantó cuatro años de relativa libertad, en un silencio que compartía, de vez en cuando, con los antiguos compañeros de tertulias y redacciones (Florentino Hernández Girbal, José Robledano…), aquellos que iban quedando sin poder ejercer su oficio.

La lectura de estos documentos produce estupor. La reacción es habitual cuando consultamos los expedientes relacionados con los consejos de guerra y otros episodios de la represión durante el franquismo. La absoluta falta de garantías, la arbitrariedad como norma y la insensibilidad ante la suerte de los acusados se extienden a miles de casos. Los literatos no constituyen excepción alguna, incluso es cierto que –en términos relativos- sus posibilidades de defensa fueron superiores gracias a los contactos con colegas afectos a la dictadura, mucho más numerosos de lo que se deduce a partir de los manuales de historia de la literatura. No cabe, por lo tanto, singularizar el caso del periodista, dramaturgo, novelista y poeta Diego San José, cuya moderación ideológica habría pasado desapercibida en cualquier otra circunstancia. Sus amistades resultan de lo más heterogéneo gracias a un liberalismo entendido al modo clásico, pero el biógrafo del general José Millán Astray no podía ser un «tenaz defensor de la causa marxista». Los autores de estas frases escritas para llevar a alguien ante un paredón deben ser conocidos porque, allá donde hay una víctima, también encontramos a un verdugo.

1 Este dato es parcialmente erróneo. En realidad, en esa fecha Antonio Luis Baena Tocón solo figura en la relación de opositores que aspiraban a una plaza de oficial administrativo en la Diputación Provincial de Madrid, según consta en el correspondiente número del Diario Oficial de la Provincia de Madrid. No obstante, en el número del 19 de octubre de 1934, pág. 1, su nombre aparece entre los opositores que tenían pendiente la entrega de alguna documentación. En su caso, se trata de la cédula personal y el certificado de penales. El aludido no entregaría dicha documentación y en la página 2 del número correspondiente al 7 de noviembre de 1934 su nombre figura entre los opositores excluidos del concurso-oposición.

OBRAS CITADAS

Escobar, Luis. En cuerpo y alma. Memorias. Madrid: Temas de Hoy, 2000.
Fernán-Gómez, Fernando. El tiempo amarillo. Memorias ampliadas (1921- 1997). Madrid: Debate, 1998.
González-Ruano, César. Memorias. Mi medio siglo se confiesa a medias.
Sevilla: Renacimiento, 2204.
Sala Rose, Rosa y Plàcid García-Planas, El marqués y la esvástica. César González-Ruano y los judíos en el París ocupado. Barcelona: Anagrama, 2014.

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