Me encontré ayer en el supermercado a mi amigo A, por sorpresa, de hecho me dio un susto al cogerme por el brazo mientras yo andaba absorto en no-sé-qué.
¿Cómo te va? ¡Cuánto tiempo! bla bla bla. Un placer volver a verlo, un placer volver a verte. Nos emplazamos para un próximo almuerzo; deberé encontrar hueco entre tanto trasiego, no de vino sino de vida.
Él aparejador, yo arquitecto, terminamos ¡cómo no! despotricando del devenir de nuestras respectivas profesiones, que si no son la misma sí andan de la mano desde siempre. Todo es burocracia, dichosa y maldita burocracia, papeleo sin fin, así han terminado las cosas. Atrás quedaron esos tiempos cuando un cliente se sentaba con nosotros en la gran mesa de juntas con aquellas preciosas sillas azules, exponía lo que quería y nosotros, después de echarle un ojo a la normativa, nos poníamos a trabajar de principio a fin hasta enviar los planos a la copistería. ahora todo esto es, simplemente, imposible. Para empezar a dibujar una simple raya debemos entrevistarnos con el técnico de turno en la oficina técnica o gerencia de urbanismo que toque y rezar para que él o ella, ella o él, sean receptivos, asertivos, empáticos, preparados, amables... (y lo dice un arquitecto municipal que conoce ambas orillas ya como la palma de su mano, mal que me pese). Una vez cruzado el Rubicón, entendida la normativa, empieza lo complicado, encajar las piezas del puzzle -ya te habrás dado cuenta que no encajan todas, siempre sobra alguna como los tornillos al montar ese mueble de IKEA-.
Al final del túnel, que ni es el final ni se ve la luz -puro espejismo- da comienzo el periplo de llegar a Ítaca; perdón, que despiste, hablaba del periplo de obtener la licencia de obra. Ulises podría hablar de esto, él conoce bien el viaje.
Ignoro si es así en otros países, aunque no lo creo. No hay democracia sin burocracia, dicen, y es cierto, pero la burocracia mal entendida es la muerte, lo peor, y un mediocre con poder para mangonearla, sin comentarios.
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