Al centro, arguye el
Gobierno polaco, le sobra europeísmo y le falta patriotismo.
22.06.17, Martín
Caparrós
Caminamos despacio, los pasos muy medidos, silenciosos, como se camina en las iglesias o
en las cárceles. Miramos las películas y las fotos y las cosas con miedo de
mirarlas, como quien se tapa los ojos con las manos. Somos pocos: esta tarde
somos pocos y nos tratamos con esa cortesía severa de los velorios: como si
quisiéramos decirnos que lo sentimos y, sobre todo, que no somos como ésos;
como si necesitáramos ser otros. Pero no somos otros —y el peso de ese mundo es
el peso del mundo. Lo peor es saber que todo eso sucedió hace no tanto y aquí
mismo. Aquí, en Gdansk, al norte de Polonia, junto al Báltico, empezó la guerra
más mortal de la historia. Aquí, en este museo que la narra, empezó hace unos
meses una guerra por la historia que no es mortal sino bastante obscena.
El 1 de
septiembre de 1939 Alemania atacó Polonia y lanzó la
Segunda Guerra Mundial. En 2007 el premier liberal polaco
Donald Tusk imaginó un museo que recordara como ninguno sus horrores —para
ayudar a superarlos. Su Gobierno destinó 80 millones de euros, convocó a
asesores internacionales y nombró a un director: el historiador Pawel
Machcewicz. Tras años de esfuerzos, el museo estuvo listo el pasado marzo.
El edificio
es impactante: como si un cubo de vidrios azules y cemento rojo se hubiera
incrustado en ese suelo. La muestra lo es mucho más. El Museo de la Segunda
Guerra está hecho como se hacen ahora los museos: ya no esos templos para
guardar reliquias sino máquinas para contar historias. Y este cuenta la
historia de la peor guerra, la que inventó la “guerra total”, la que mató a 55
millones de personas. La gran mayoría eran civiles: el museo, entonces, se
ocupa menos de los jueguitos de los militares que del sufrimiento que provocan.
El lugar es
sombrío: la luz baja, los sonidos en sordina —y un corte radical: no hay señal
de Internet. Hay objetos, relatos, fotos, vídeos, espacios oprimentes, desazón.
Hay muestras de vida cotidiana, de muerte cotidiana, del poder cuando queda
desnudo. Hay ametralladoras y uniformes, los cuencos agujereados de la sopa de
Auschwitz, el pañuelo en que un resistente polaco escribió su despedida antes
del pelotón, un tanque Panzer y un avión Stuka, el neceser de un soldado
americano, una calle de una ciudad alemana, una cartilla de racionamiento
parisiense, las músicas marciales. Es un viaje de horas y más horas entre el
horror y la fascinación del horror, de esas masas en llamas, esas casas
vaciadas por las bombas, esos cuerpos vaciados por el hambre, esos ojos
abiertos para siempre. El Museo de la Segunda Guerra de
Gdansk es una obra de arte. Pero quizá muy pronto se convierta
en historia.
Porque
ahora Polonia está gobernada por un partido de derecha nacionalista —el PiS,
Ley y Justicia—, que no está contento con el enfoque amplio, europeísta de la
muestra. Le reprocha que le falta patriotismo: que debería hablar más del
heroísmo polaco, su sacrificio y sus mártires, la carga de sus caballeros
contra los tanques alemanes, los 20.000 oficiales asesinados por los rusos en
Katyn, la insurrección de Varsovia —y menos de los judíos, por ejemplo. Por
eso, unos días después de la apertura, el ministro de Cultura o Algo Así, Piotr
Glinski, consiguió echar al director Machcewicz. El escándalo —las renuncias
del comité internacional, las denuncias, el descrédito— no le preocupa y muy
pronto, dicen, cambiará el relato. Él sabe que no hay nada más maleable que el
pasado. O, dicho de otro modo: que las guerras no se terminan nunca.
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