El tiempo que pasé en Nairobi tuve la oportunidad de presenciar dos encuentros corruptos, llamémoslos así, donde yo era el protagonista sin quererlo.
El primero de ellos fue cuando en la casa donde vivía cortaron la luz -no recuerdo cuál era la razón, falta de pago u otra cualquiera-. El hecho es que me doy un salto al edificio de la compañía eléctrica, abono el recibo (por cierto, impreso en un papel de color indescriptible y sin dirección -las direcciones no eran como en Europa, calle y nº, no; uno debía dar un P.O. Box y describir la ubicación de la vivienda), y pregunto ¿cuándo tendremos luz? Ingenuo de mí.
No, me dice, ahora hay que buscar a un electricista que le conecte la electricidad de nuevo, es decir, un eufemismo por: ahora hay que buscar a un electricista y pagarle un extra para que vaya a su casa y conecte la electricidad que, posiblemente, él mismo había desconectado previamente.
En otra ocasión conducía por el centro con mi amiga S, con la ventanilla abierta y el brazo apoyado en ella. Aparcados quién-sabe-dónde, se acerca un policía sonriente que me toca con un dedo mi brazo blanquito y pecoso, sin mediar palabra. Cuando empieza a hablar, en swahili (yo no entendía ni papa, pero mi amiga sí lo hablaba), la miro a ella y me traduce: o le damos algunos shillings o dice que se queda tu pasaporte. Obviamente algo de dinero cambió de manos en ese momento.
Con el tiempo, imbuido por la idiosincrasia keniata, nos fuimos de safari al norte del país y esta vez fui yo quien optó por la susodicha al llevar conmigo un carné de conducir falsificado para pasar por residente en el país y así la estancia en el lodge del Parque Nacional fuera más barata. Ya ven, aquí no se salva ni el apuntador.
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Un experimento de soborno que reunió a personas de 18 países revela que el fenómeno de la corrupción es algo más bien flexible y está sujeto a las circunstancias.
Eugenia Angulo, 11.11.2024
En las cajas de autoservicio de una cadena de supermercados de Módena y Ferrara se practicó un experimento durante un año: comprobar si existía alguna relación entre los escándalos de corrupción y la honradez de los consumidores al declarar el valor de las compras que escaneaban. Analizando los datos de controles aleatorios en los carritos, los investigadores encontraron que la probabilidad de declarar un valor inferior aumentaba entre un 16% y un 30% tras aparecer un escándalo de corrupción local en los medios de comunicación. El efecto alcanzaba su máxima intensidad cuatro días después del escándalo, a partir de entonces, se debilitaba. Lo definieron como corrupción contagiosa.
La corrupción se define, según los académicos, como el abuso de poder para beneficio propio, pero puede adoptar muchas formas: soborno, malversación, extorsión o fraude. Comenzó a estudiarse en los 90 desde la economía con la teoría de la elección racional y el llamado modelo del crimen racional. El prestigioso investigador Robert Klitgaard lo resumió diciendo que la corrupción no es un crimen de pasión, sino un crimen de cálculo. Y las personas que corrompen están haciendo cálculos muy explícitos: cuánto beneficio pueden obtener, qué probabilidad hay de que les pillen y cómo de severo es el castigo.
Pero en la última década se han comenzado a adoptar métodos de economía conductual y psicología social para probar y medir este paradigma con datos de comportamiento. Si aumenta el castigo, ¿disminuye la corrupción? Si aumento los beneficios, ¿también aumenta? “Lo que encontramos son resultados contradictorios: a veces sí, a veces no”, dice Nils Kobis, catedrático de Comprensión Humana de Algoritmos y Máquinas en la Universidad Duisburg-Essen e investigador afiliado al Instituto Max Planck para el Desarrollo Humano.
Kobis, fundadador de KickBack-The Global Anticorruption Podcast, ha creado versiones de juegos de corrupción y sobornos principalmente, para encontrar las causas psicológicas detrás de sus muchas caras. ¿Es una forma de corrupción que hago por mí mismo como la malversación, es decir, robo mientras estoy en una posición de poder, o es una interpersonal como el soborno en la que tenemos que coordinarnos para romper una regla juntos? Kobis explica que estos actos son completamente diferentes.
Uno de sus estudios, publicado en la revista PNAS, consistió en un gran experimento de soborno en el que reunieron a personas de 18 países para que jugaran entre sí y analizar si el propio país de origen, o el del compañero de juego, pesaba más a la hora de tomar la decisión de ofrecer o aceptar sobornos. Y los resultados fueron sorprendentes.
“En la literatura sobre corrupción existe la idea de que algunos países son corruptos y otros no y si, por ejemplo, alguien de Nueva Zelanda, que a menudo se considera una de las sociedades más libres, viaja a un país con mucha corrupción, por ejemplo, Somalia, que a menudo se encuentra en la parte inferior de la clasificación, un neozelandés vendría a ser de alguna manera inmune a la corrupción y nunca se involucraría en ella. Y viceversa, si alguien de Somalia viniera a Nueva Zelanda trataría constantemente de incumplir las normas éticas”, cuenta el investigador. Lo que descubrieron es que la nacionalidad del otro jugador era más importante que la propia y todos (neozelandeses, holandeses y británicos), estaban dispuestos a ofrecer sobornos a aquellos que creían corruptas en lo que definieron como soborno condicional.
Si existiera una especie de personalidad corrupta, plantea Kobis, se esperaría que la gente se mantuviera relativamente estable, alguien corrupto lo sería todo el tiempo y una persona íntegra o moral no se involucraría independientemente de con quién coincida. “Lo que vimos es que la gente actuaba en función de con quién se emparejase. Así que parece ser algo mucho más dinámico y flexible y no tanto una cuestión de una personalidad estable e inmutable”, agrega. La mala noticia es que incluso los que se consideran inmunes a la corrupción pueden corromperse fácilmente, pero la buena es que tiene mucho más que ver con el entorno en el que te encuentras que con quién eres como persona.
“Si colocas a las personas en el entorno adecuado, con las instituciones adecuadas, se puede reducir la corrupción de forma sustancial, posiblemente porque se adaptarían rápidamente a lo que ocurre en su entorno”, explica Kobis. Para estudiar el efecto de las creencias, Kobis y su equipo llevaron a cabo un estudio de campo en Manguzi (Sudáfrica) una ciudad pequeña en la que tenían datos de que la corrupción estaba disminuyendo, pegaron carteles informando a la población y montaron un pequeño laboratorio móvil para la gente jugara a estos juegos. Comprobaron que mientras los carteles estaban colgados, la disposición de los ciudadanos a participar en sobornos disminuía.
El lado positivo es, otra vez, que las personas no son tan estables y si hay, digamos, un viento de cambio y la gente empieza a creer que hay cada vez menos corrupción, se adaptan a ello. “Una vez que quitamos los carteles, la corrupción volvió a su estado original, así que no duró mucho, pero durante un breve periodo de tiempo cambiamos sus creencias y su comportamiento”, relata.
Además de las creencias —si creo que en mi país todo el mundo es corrupto es mucho más probable que participe en actos de corrupción—, hay toda una serie de características psicológicas como las actitudes —¿tienes una oposición muy fuerte hacia la corrupción o eres más o menos flexible en tu interpretación moral?— y las racionalizaciones. “Con la corrupción a menudo tenemos el problema de que muchas formas son relativamente fáciles de racionalizar porque no solo me estoy beneficiando a mí mismo, sino que a menudo también estoy beneficiando a alguien más y tendemos a descuidar el hecho de que hay una víctima”, explica el investigador. “No podemos ignorar el hecho de que en realidad es una situación win-win-lose. Siempre hay otra parte implicada”, sostiene.
Desde la perspectiva psicológica también es problemático que esta tercera parte a menudo es muy abstracta, como la sociedad. “Se piensa, bueno, ¿a quién estoy haciendo daño? Y no hay un sentimiento de culpa. Porque las emociones son otro factor que afectan a nuestras decisiones. Si me siento culpable rápidamente es menos probable que me involucre en actividades corruptas. Así que no siempre es un delito de cálculo, a veces la pasión realmente importa en ambas direcciones: la pasión, las emociones, pueden impulsarnos a abstenernos de la corrupción, pero también puede impulsarla”, concluye. Sería del caso del nepotismo, con las redes de reciprocidad muy complejas, donde miembros de la familia o amigos instalan a otros en puestos de trabajo y el afecto y la obligación se enredan con la integridad.
Para Fernando Jiménez, catedrático de la Universidad de Murcia donde codirige su cátedra de Buen Gobierno e Integridad Pública y experto del Grupo de Estados contra la Corrupción del Consejo de Europa y de Transparency International, para explicar la corrupción necesitas otra serie de factores, institucionales, sobre todo, más allá de los psicológicos.
“La clave de la corrupción es la mejora de la calidad de los gobiernos, sin ella, las estrategias anticorrupción están llamadas a fracasar”, opina. Para Jiménez, un poder ejecutivo sometido a límites efectivos en su ejercicio no solo permite un mejor control de la corrupción, sino que, al mismo tiempo, “asegura unos mejores niveles de prosperidad, un mayor grado de igualdad de oportunidades, y, asimismo, unas dosis más altas de confianza institucional y social”.
1 comentario:
Muy esclarecedor. Tal como van Occidente y sus democracias tan frágiles, la corrupción va a crecer de manera exponencial. Ya lo está haciendo. No sólo la corrupción económica. También la de las ideas, cada día más corruptas, putrefactas y desvergonzadas
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