Thomas Mann concluyó esta obra magistral en el periodo de entreguerras y en ella ahonda en los conflictos que asolan el interior de todo individuo y de toda cultura.
Hace cien años veía la luz, en Alemania, una de las obras más simbólicas y determinantes de la historia, La montaña mágica. Muchos la consideran plúmbea porque en ella es como si el tiempo se detuviera. Pero debemos superar esa idea de que el arte solo debe entretenernos. A veces, nos espolea; otras, nos enfada y muchas veces solo sacamos partido de la estética tras el esfuerzo.
Se sabe que fue una de las obras que a Thomas Mann más le costó concluir. Al principio, no pensaba elaborar algo tan largo, pero esta novela universal se le fue demorando en la medida en que comenzó a incluir temas tan inquietantes como el tiempo, la muerte o la cultura. Hay en ella una sintonía muy importante entre el fondo y la forma. Claro está que cuando el joven Castorp llega al sanatorio ubicado en Los Alpes -con la idea de ver a su primo y permanecer allí únicamente unas semanas-, el lector se da cuenta que de que empieza una narración que es comparable o análoga a la vida. En la novela se detiene el tiempo, como lo hace la biografía de Castorp, en medio de enfermos de tuberculosis y un ambiente multicultural, exquisito y en ocasiones excéntricos. Como sucede en las grandes novelas, y en general en todas las obras consideradas clásicas, hay muchas lecturas y se pueden aventurar, en los incontables símbolos que recoge, una gran cantidad de sentidos. No hay libros importantes que estén cerrados.
La obra se sitúa en el momento de la Primera Guerra Mundial y avanza también hacia el enfrentamiento y el drama de la Segunda. Aunque algunos han visto una ruptura o evolución en los planteamientos belicistas de Mann, en su germanofilia, en realidad solo se puede comprender lo que quiere decir si nos atenemos a la dualidad trágica que nuestro autor aborda ya en La muerte en Venecia.
En el entramado social y literario de la época, se diferencia entre las pulsiones constructivas y las destructivas, entre lo que civiliza y el instinto artístico, irreprimible, dionisiaco. Hay mucho en Mann de Nietzsche; también mucho de Freud, así como la conciencia dramática de que una voluntad de poder desatada puede destruir el mundo.
Para Eric Voegelin -que leyó a Mann mucho y en profundidad-, es erróneo explicar, según hacían algunos, la llegada de Hitler como un resultado de la lucha de poder. O sea, entendía que la significación del líder totalitario alemán no se reducía a un asunto de política o de ética. Era resultado de la líbido, de una intención absolutamente destructiva, que acababa con todo lo que le salía al encuentro.
Además de una lectura histórico-política, que convierte la obra de Mann en un libro casi profético -especialmente, el último párrafo es de un lirismo y crudeza inigualable, pues habla de “un mundo de muerte” y se interroga sobre el futuro-, hay una lectura más personal. En efecto, en las montañas, rodeado de tísicos y casi espectros, Castorp va madurando, quizá con esas contradicciones insuperables que se detectan siempre en el corazón de uno y se advierten, asimismo, en lo más profundo de Europa.
Por esta razón, lo más reseñable de la obra es el enfrentamiento entre dos secundarios, entre los cuales el joven Hans bascula: Settembrini y el mágico y genial Naphta. El primero es defensor de la mirada liberal, ilustrada; el otro, del humanismo radical, que desea ahondar y no busca subterfugios ni componendas.
No cuesta mucho sacar partido a esas dos actitudes que reflejan no solo puntos de vista personales, sino mucho más: posiciones profundas, visiones del mundo que resultan antitéticas. Para el primero, lo relevante es el progreso, transformar el mundo, de acuerdo con la lógica del activismo liberal.
Leo Naptha, que se descubre como un jesuita, resulta ser la némesis de Settembrini: casi llega a declararse anarquista y se muestra partidario de la contemplación, justamente los aspectos que Settembrini más deplora. Frente a un progreso casi inconsciente, Naphta habla de lo que se deja en el camino y de las sombras que ocultan quienes defienden el sueño de un progreso eterno.
Es un error pensar que todos -incluyendo a Castorp- debemos tomar partido ante uno u otro. Esa es la mirada del joven; la madurez llega cuando uno, echando la vista atrás, se da cuenta de que existen esos personajes en su interior y de que a veces, en su existencia, ha predominado uno frente a otro.
Lo mismo cabe decir de Europa. Al cabo de un siglo, esta obra sobre una montaña misteriosa, donde la vida se detiene, resulta de lectura obligatoria para entender lo que sucede en esta vieja civilización y restañar las heridas y tragedias que amenazan su destino.
No hay comentarios:
Publicar un comentario