El monopolio del insulto
Han bastado un par de burlas, unas chirigotas gaditanas y Tabàrnia, para que los deslenguados separatistas se hayan rasgado las vestiduras.
https://elpais.com/elpais/2018/01/29/eps/1517222900_472545.html
Supongo que el personaje se da en
muchos ámbitos, pero desde luego ha abundado y abunda en el mundo literario.
Hay en él lo que podríamos llamar “el escritor matón”, o de colmillo retorcido,
o venenoso, que disfruta soltando maldades, principalmente contra sus colegas.
A este escritor, en España, se lo suele venerar y se lo jalea, no es raro que
se le erija un pedestal. Da una idea de nuestra proverbial mala baba, del gozo
que nos provoca asistir al despellejamiento de alguien en primera fila. La
figura se ha multiplicado con las redes sociales y la consagración del
anonimato como algo perfectamente aceptable. Ya no hace falta ser escritor, ni
conocido, para depositar a diario en el ordenador o en el móvil una buena
ración de ponzoña. Los literatos que lo practicaban y practican, al menos,
pretenden resultar ingeniosos en sus diatribas o mezquindades. A menudo no lo
son, por mucho que sus acólitos les rían las gracias sin sal, pero, claro está,
hay excepciones y las ha habido. Y hay que admitir que es tentador, lanzar
pullas y echar por tierra falsos prestigios. No diré que yo no haya incurrido
en ello, más como respuesta a un ataque previo —eso creo— que por propia
iniciativa. Casi nadie está libre de ese pecado (se me ocurren Eduardo Mendoza y
pocos más, entre los vivos). Pero una cosa es enzarzarse en una ocasional polémica
o duelo y otra dedicarse a arrojar venablos, vengan o no a cuento.
Hay géneros que los propician,
como las memorias, las autobiografías, las semblanzas de contemporáneos y los
diarios. Los que más, estos últimos, y por eso nunca los he escrito y rarísima
vez los leo. Nadie puede negar que una malicia oportuna y certera a veces tiene
su encanto, sobre todo si es oral y después se la lleva el viento. Por escrito,
en cambio —impresa—, a mí me produce casi siempre un pésimo efecto, del que sin
duda no se percatan quienes las publican alegre y vanidosamente. Siendo admirador
de Bioy Casares, me
negué a leer su grueso volumen sobre sus charlas vespertinas con Borges al
enterarme de que allí aparecían consignadas todas las malignidades que de viva
voz esparcía el maestro más viejo. Habría sido divertido y provechoso, a buen
seguro, asistir a esas reuniones privadas, pero intuí que asomarme a ellas
luego, “encuadernadas” y en frío, me traería más malestar que placer, y que conocer
los chismorreos y dardos de dos hombres inteligentes me los rebajaría. El
espectáculo de la mala uva, del desdén, de la soberbia o del resentimiento
nunca es grato, excepto para aquellos —españoles a millares, como he dicho— que
viven gran parte del tiempo instalados a gusto en ellos.
Lo curioso es con cuánta
frecuencia uno se encuentra con que los escritores más fustigadores y
maledicentes son los de piel más fina. Sueltan sin cesar sus venenillos, pero
si alguien les paga con la misma moneda, no es ya que se enfurezcan, sino que
se sorprenden enormemente y se quedan desconcertados. El escritor matón (como
los matones de cualquier índole) aspira además a la impunidad. Se permite toda
clase de desprecios o exabruptos y no cuenta con que, yendo así por el mundo,
lo más probable es que le toque fajarse y recibir unos cuantos golpes. Por el
contrario, cuando le devuelven el mandoble, se duele, se escandaliza, no se lo
logra explicar y se asombra. Sé de uno que reacciona así siempre: “Fíjate lo
que ha dicho Fulano de mí, el muy agresivo”. “Ya”, le contesta su interlocutor,
“pero es que tú habías dicho antes cien atrocidades de él”. La respuesta del
matón puede ser: “Eso no tiene que ver”, o “Lo mío era bien poca cosa”. Sí, lo
del matón siempre es para él poca cosa.
Me he acordado de este
tradicional personaje, tan hispánico, al ver el solivianto de los separatistas
catalanes ante un par de guasas recientes. Se han ofendido y puesto severos por
unas chirigotas gaditanas. Que éstas son de mal gusto e hirientes las más de
las veces, a nadie se le escapa, es su esencia. También les ha sentado como un
tiro la broma de Tabàrnia, son los
únicos que se la han tomado en serio, aterrados. Por definición, los fanáticos
carecen de sentido del humor cuando se les toma el pelo a ellos. Porque esos
mismos separatistas han aplaudido durante años el programa satírico Polònia,
que se choteaba un poquito de los catalanes ineptos y mucho de los ineptos del
resto de España. Su creador y alma se preguntó hace poco en un tuit si era
delito de odio desear que un camión arrollara a los jueces del Supremo (no sé
si lo acompañó de risas enlatadas). Durante cinco años, esos separatistas no
han tenido reparo en vilipendiar —ni siquiera en tono de chanza— a los
andaluces, extremeños, castellanos, madrileños y españoles en general,
tachándolos de ladrones, vagos, parásitos, fascistas, franquistas, magrebíes,
atrasados, analfabetos y ordinarios, sin rehuir ellos mismos las expresiones
ordinarias y analfabetas. Han bastado un par de burlas, las chirigotas y
Tabàrnia, para que los pertinaces deslenguados se hayan hecho mil cruces y
rasgado las vestiduras. Pretenden tener el monopolio del insulto, y ojito si
les responde alguien, ni en broma. Lo propio de los matones.
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