El filósofo israelo-alemán Omri Boehm, nieto de un superviviente del Holocausto y crítico con Netanyahu, iba a pronunciar un discurso en el 80º aniversario de la liberación de Buchenwald. Pero su participación fue cancelada por las presiones de la Embajada israelí en Berlín, según ‘Der Spiegel’. Ofrecemos íntegra su intervención.
Omri Bohem, 13.04.2025
El historiador judío-estadounidense Yosef Hayim Yerushalmi fue uno de los más profundos conocedores de la historia de la memoria judía. Su obra más destacada, Zakhor, que se publicó en alemán en 1988 con el título Zachor-¡Recuerda!, termina con una pregunta: “¿Y si lo contrario del olvido no fuera el recuerdo, sino la justicia?”. El propio Yerushalmi nunca respondió a la pregunta hasta su muerte en 2009, ni se molestó en explicar lo que quería decir con ella. Y, sin embargo, constituye un buen punto de partida para reflexionar sobre el significado y la fuerza del recuerdo en un momento en que ese recuerdo se enfrenta a nuevos e intolerables desafíos.
Según Yerushalmi, la tradición judía distingue claramente entre la historia y la memoria. La historia se escribe en tercera persona, y su objetivo es transmitir conocimientos fácticos sobre el pasado. La memoria, en cambio, solo puede contarse en primera persona, ya sea singular o plural; y no es puramente objetiva ni estrictamente descriptiva, sino que nos interpela, nos insta a actuar. La diferencia fundamental es, por tanto, que mientras la historia trata realmente del pasado, el recuerdo en realidad se orienta hacia el presente y el futuro. Y esa es también la razón por la que es posible recordar y, sin embargo, olvidar. En otras palabras, lo contrario del olvido no es solo conocer el pasado, sino también acatar en el futuro las obligaciones que nos impone dicho pasado.
El objetivo moral más elevado
Esta constatación nos permite resolver una contradicción que parece constituir la esencia de la vida y del pensamiento judíos. Por un lado, el judaísmo se caracteriza por ocuparse intensamente de la memoria; por otro, constituye una tradición profética que se interesa principalmente por el futuro o incluso por la utopía y el ideal. Y no es ninguna contradicción, ya que cuando los profetas exhortan una y otra vez “¡recuerda!”, ¡zakhor!, en realidad quieren que no olvidemos nunca que solo podremos honrar el pasado si buscamos la justicia en el futuro.
Pero me gustaría ir más lejos en esta argumentación porque, en mi opinión, las reflexiones de Yerushalmi a este respecto no son más que el comienzo. El objetivo más elevado que nos marcan los profetas, de hecho, no es la justicia, sino la paz. Martin Buber, por ejemplo, lo vio claramente. Pero fue Hermann Cohen quien lo expresó de manera más rotunda, cuando explicó que la justicia no puede ser el objetivo moral más elevado, porque depende de la ponderación y valoración, y, por tanto, es en sí incompleta y sesgada. La paz, por el contrario, representa en la tradición judía lo que para los griegos era la armonía: la perfección, el todo. La palabra shalem en hebreo significa “completo”, y es el origen de la palabra hebrea para paz: Shalom. La paz viene a completar la justicia universalizándola. ¿Es posible entonces que lo contrario del olvido no sea ni el recuerdo ni la justicia, sino la paz?
Al hacer estas reflexiones, Cohen no solo se basaba en los profetas, sino también en el ideal fundamental de la Ilustración, al que Kant dedicó su obra más influyente: Sobre la paz perpetua. Frente a la doctrina de Heráclito según la cual “la guerra es el padre de todas las cosas” (que desde siempre convence a todos los que se consideran “realistas”), los profetas hebreos y Kant plantean una alternativa radical: para ellos, el origen de las relaciones humanas, de la política humana y del derecho humano no es la supuesta necesidad de la guerra, sino el ideal de la paz.
Kant, al igual que los profetas que le precedieron, era perfectamente consciente de que la realidad de nuestro mundo es brutal. Pero esa era precisamente la cuestión. Lo que él quería decir era que, en medio de esa brutalidad o, como él mismo escribió, “esa barbarie”, debemos someternos a leyes cuyo ideal sea la paz, porque solo así conseguiremos que esta siga siendo posible a pesar de todo. Según la advertencia de Kant, el destino de una humanidad que no se mantenga fiel al ideal de la paz será inevitablemente la destrucción.
Cuando hoy recordamos los horrores de Buchenwald, cuando rememoramos las insoportables imágenes tomadas cuando el campo fue liberado por las tropas estadounidenses, y cuando miramos a los ojos de los últimos supervivientes que aún están con nosotros, algunos de los cuales podían verse precisamente en esas imágenes, me vienen invariablemente a la memoria la advertencia de Kant y las enseñanzas de los profetas. ¿Podremos evitar el olvido si el recuerdo no va acompañado de un compromiso ineludible con la paz?
Existen, por supuesto, otras tradiciones judías del recuerdo contrapuestas a esto. Una tradición alternativa comienza con una exigencia que actualmente nos resulta sumamente familiar: “Recuerda (zakhor) lo que te hizo Amalec” y “arrasa su semilla”. Esa tradición o la paz. ¿Por cuál nos decantaremos? ¿Y a qué precio?
Deshumanización total
Sobre la paz perpetua se publicó en 1795 y parecía completamente utópica en vida de Kant. “Algo bueno en teoría, pero imposible en la práctica” fue ya por aquel entonces el comentario habitual de sus oponentes “realistas”. Sin embargo, las ideas fundamentales de ese texto se incorporaron al derecho internacional después de la Segunda Guerra Mundial en reacción a la devastación de la guerra y a las imágenes de los campos de concentración.
En las fotografías procedentes de Buchenwald (y de Auschwitz, Treblinka, Bergen-Belsen y tantos otros lugares), la humanidad se miró al espejo y constató que no solo estaba implicada en una guerra desalmada y en un genocidio. El antisemitismo fanático que había llevado a la Alemania nazi a intentar exterminar sistemáticamente a los judíos era también un ataque al concepto mismo de la dignidad humana.
Ese concepto no era nuevo ni siquiera entonces, pero por fin a través de esas imágenes fue reconocido como la base central de nuestra vida en común sobre la tierra y, algo que a menudo se pasa por alto, fue incluido por primera vez en las constituciones de los Estados y en los convenios internacionales. El mérito de documentos como la Declaración Universal de los Derechos Humanos o la Ley Fundamental alemana reside en que dejan claro que el Estado de derecho y el derecho internacional no son convenciones arbitrarias, sino que se basan en una obligación moral.
Tras los horrores acontecidos en Buchenwald y en otros lugares, una noción hasta entonces meramente utópica pasó a ser la idea central de una nueva tendencia: garantizar la protección por parte del Estado de las personas en tanto que ciudadanos, pero también protegerlos frente a sus Estados, incluso aunque no fueran ciudadanos, como fue el caso de los judíos en Buchenwald. Es decir, que al incorporar la dignidad de las personas al derecho, la humanidad se negó a reconocer la guerra, la máxima contradicción de cualquier ideal, como el origen de todas las cosas. En su lugar, optó por inscribir un gran “nunca más” en la existencia humana al derivar la fuerza vinculante de nuestras leyes de los ideales de dignidad y paz, considerándolos la máxima expresión de nuestro compromiso con el futuro en función de nuestro compromiso con el pasado.
En ocasiones se dice que la afirmación “nunca más” admitiría dos formulaciones diferentes: una es simplemente “nunca más”; la otra es, en vista del antisemitismo genocida que condujo a la solución final, “nunca más para nosotros”. Según esta última, la tarea futura consiste en garantizar que los judíos nunca vuelvan a correr el peligro de ser aniquilados. Pero ha llegado el momento de abandonar esta distinción.
La afirmación “nunca más” solo es válida en su acepción universal, y solo así podrá estar a la altura de su formulación particular; sobre todo, porque un mundo en el que los judíos sean los únicos en sustraerse a la guerra de exterminio que sufrieron en el pasado será un mundo en el que no estarán a salvo de otras guerras de exterminio. Un mundo en el que puedan repetirse los horrores de Buchenwald es un mundo en el que esos horrores podrán reproducirse en cualquier parte, y afectar una vez más a los judíos; sobre todo, teniendo en cuenta que el antisemitismo está lejos de haber desaparecido.
Solo si la comunidad internacional se compromete a descartar para siempre la posibilidad de que estallen guerras ilimitadas, podremos asegurarnos de que no vuelvan a producirse esos crímenes. Hoy en día, cuando se habla de la brutal masacre del 7 de octubre, en ocasiones la gente exclama “¡nunca más!”. Otros observan la destrucción y el hambre reinantes en Gaza, y dicen lo mismo. Si la intención en ambos casos es establecer un paralelismo con el Holocausto, ambas afirmaciones son engañosas.
Y sin embargo, en ambas hay algo de verdad. Por un lado, porque ambas señalan el hecho estremecedor de que en dos ocasiones no se logró evitar la completa deshumanización de las sociedades; y por otro, porque ambas revelan que la comunidad internacional, dividida como está por sus diversas alianzas, aun así coincide en su voluntad de tolerar, y a veces incluso justificar, unos crímenes deshumanizantes, que a su vez socavan la posibilidad de la paz. Solo una comunidad internacional que rechazara estos hechos sería una comunidad verdaderamente comprometida para que nunca volviera a haber un Buchenwald.
No es exagerado decir que hoy, en el 80º aniversario de la liberación de Buchenwald, el mundo entra en una nueva era. Los Estados Unidos, que liberaron este campo, iniciaron entonces una larga alianza democrática y liberal con Europa. Hoy, ese mismo país está dando la espalda a sus aliados liberales europeos, así como al Estado de derecho y al derecho internacional, mientras Vladímir Putin libra una brutal guerra de agresión contra Ucrania. Esto, a su vez, obliga a la UE a convertirse en una gran potencia militar para poder asumir su propia protección.
Y mientras esto ocurre, los populistas de derechas disfrutan de un respaldo sin precedentes entre la población de todo el viejo continente, y aúnan fuerzas con grupos afines a escala mundial. Estos grupos europeos no son especialmente peligrosos porque nieguen sus raíces fascistas y antisemitas, sino por el hecho de pretender ser quienes realmente asumen la responsabilidad del pasado. Y lo hacen llevando además muy a gala su desprecio por el Estado de derecho, el derecho internacional y la Ilustración europea.
Deberíamos advertir en voz alta contra el peligro que supone esa gente, pero sin olvidarnos de hacer autoexamen, para que desde la izquierda democrática, la derecha democrática y el centro democrático podamos estar absolutamente seguros de ser una auténtica alternativa en la lucha conjunta contra esas tendencias; una alternativa inequívocamente comprometida con el Estado de derecho y el derecho internacional; una alternativa que entienda por qué debemos resistir la tentación que emana de las doctrinas neorrealistas de tachar la dignidad humana y la paz de nobles falacias ingenuas y de pedir que se amplíe el poder de Europa a costa del Estado de derecho.
Esas doctrinas nos llevarán rápidamente del “nunca más” al “otra vez”. Tampoco sería estrictamente realista ignorar las guerras de exterminio de las que nos protegen ideales tales como la dignidad humana y la paz. Por estos motivos, hoy nos toca recordar Buchenwald. Pero eso no basta. También debemos asegurarnos de no olvidar nunca.
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