Tengo la sensación de que en
España la contaminación acústica no le importa a casi nadie.
Qué violenta es la mala
educación. Y qué íntimamente agitada se siente una cuando es víctima de los
malos modos. Viajo en el AVE, movida por esos bolos a los que a menudo obliga
el oficio, y avanzo hacia mi asiento con la esperanza de pasar un rato mirando
el paisaje ovejunamente, dormitando o leyendo. Pero nada más entrar en el vagón
veo a un tío dando zancadas de un lado a otro, coronado con unos enormes
auriculares, hablando a gritos sobre un asunto comercial. Agita los brazos como
si estuviera en un despacho y le comunica a voces a su interlocutor el número
de móvil. Le dan ganas a una de tomar nota y hacerle una llamada perdida a las
cinco de madrugada. Con delicadeza le
hago un gesto con las manos para que baje el volumen, porque si la cosa
empieza así me temo que me espera un viaje espantoso, a mí y al resto de
viajeros del vagón, aunque siempre tengo la sensación de que en España la
contaminación acústica no le importa a casi nadie, o que nadie considera que la
tranquilidad sea un derecho cuando has pagado un billete, no precisamente
barato, de AVE.
El tío me mira, extrañadísimo,
como si en el código de buena conducta que cada uno lleva interiorizado desde
sus años de formación no cupiera la circunstancia de que alguien le pidiera,
por favor, algo de consideración con el prójimo. Cuando termina su llamada, le
oigo increparme a mis espaldas:
— ¡Señora, que sepa usté que no
es un vagón de silencio!
Y es que así han entendido
algunos viajeros la existencia de los llamados vagones de silencio: si Renfe ha
establecido que hay un lugar donde no se puede hablar alto ni molestar con las
insoportables musiquillas de los puñeteros móviles es porque en el resto del
tren los viajeros están autorizados a hacer lo que les dé la real gana. Trato
de respirar hondo y hacer unos de esos stop que recomiendan en los
cursos de mindfulness para contener el impulso de la reacción inmediata,
pero no me funciona. Me vuelvo, le miro a los ojos, e imbuida del espíritu
pedagógico de Juan de Mairena le contesto sin elevar el tono:
— Señor, la educación no es
exclusiva de un vagón en particular.
Para qué más. Acabo de ofender su
sagrada sensibilidad y me amenaza:
— ¿Me está usté llamando a mí
maleducado?
No le contesto. Echo un vistazo
al resto de viajeros, que permanecen en silencio contemplando la escena.
Realmente, no consigo discernir si en este debate están con él o conmigo.
— ¡Usté a mí no me llama
maleducado! ¡A ver si cojo y me siento a su lado y me paso hablando a gritos
todo el viaje!
Como le creo muy capaz, doy la
discusión por zanjada. Me voy acomodando mientras él emprende un monólogo,
ahora en tono reivindicativo, defendiendo sus derechos, de pie, en el pasillo
del vagón, como uno de esos artistas del metro que hacen su
pequeño show antes de pasar la gorra pidiendo la voluntad. Es tan habitual
esta respuesta iracunda y desproporcionada cuando se te ocurre llamarle a
alguien la atención que lo que me pregunto es cómo tengo el valor de meterme en
estos líos. Sospecho que estoy dotada de un imbatible espíritu optimista que me
lleva a pensar que habrá un día en que una persona a la que se le pide, por
favor, un poco de educación, reaccione de buenas maneras, se avergüence y diga,
lo siento, disculpe. No me gustaría marcharme de este mundo sin vivir esa
experiencia.
De momento, a joderse, señoras y
señores, a pagar un billete de AVE, que dicen que es deficitario, para pasarse
tres horas sin poder echar una cabezada por las alarmas y músicas de los
móviles, por sus dueños pregonando a gritos asuntos personales y, algo todavía
más irritante, presenciando ese respeto reverencial que se le tiene en España a
aquel que hace ruido o ese miedo a llamar la atención a quien molesta. Esto
último no me extraña, porque en mitad del viaje, el tipo me busca entre los
asientos, se coloca de pie a mi lado y se está un rato hablando. No mucho, lo
suficiente para que me quede claro quién manda en aquel espacio cerrado. Y sí,
desde luego, él es el jefe de la manada: el más fuerte, el más agresivo, el más
chulo y, además, yo no cuento con nadie que me apoye.
Visto el panorama, estoy pensando
en hacerme
usuaria del BlaBlaCar. Al menos, en la página de Internet te dan una idea
de cómo será tu compañero de viaje. Y si te sale rana, escribes una mala
crítica para disuadir a otros. O bien tendré que aceptar que mi lugar está en
el vagón de silencio, lo cual me subleva, porque es como admitir que soy yo la
que debo viajar en el vagón de los raros.
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