viernes, 6 de agosto de 2010

LOS PLASENCIA

Vivir de la semilla propia
Destacado, Reportajes Paula 1052, sábado 31 de julio de 2010.

En Rabones, cerca de Linares, hay una familia con cuatro hijos adolescentes que come sólo lo que cultiva, con semillas que caen de los árboles de la parcela donde viven. Hubo un tiempo en que vivieron en una cueva. Hace cuatro años, por primera vez, adquirieron un televisor.
Por Daniela González (Escuela Móvil de Periodismo Portátil) / Fotografía: Lorenzo Moscia

El lunes tengo que volver a trabajar, revisar los mails, hablar con mi jefe. En eso pienso esta tarde de sábado, mientras Ulises me sirve vino rosé fabricado por él, y Cintilla envasa las cremas curativas y naturales que prepara con las plantas de su huerto. Estoy metida en el living de su casa; Cintilla y sus hijos me están mostrando fotografías de donde vivían antes en España.
–Las dos niñas nacieron en estas cuevas.
–¡Las pariste ahí!
–Sí, ahí, justo en esa parte, dentro de la cueva.
–¿Sin ayuda o tomaste algún medicamento para el dolor?
–No, qué va. Ah, bueno, sí, me comí un pedacito de placenta.
–¡Qué! ¿Y qué sabor tenía?
–Fue como comer un pedazo de carne. Si la placenta no ha estado alimentada con químicos extraños, entonces está todo bien. Al otro día me sentí como nueva.
–¿Alguien te ayudó?
–Sí, es que la gente con la que vivíamos allá en las cuevas era de nuestra misma onda. Amábamos la tierra, vivíamos de lo natural y nos ayudábamos.
Ábora (17), una de las hijas de la pareja, vio parir a otra señora debajo de un árbol en esa comunidad de las cuevas. Tenía unos seis años y se acuerda bien. Lo cuenta divertida, con gracia, como sabiendo que guarda entre sus recuerdos una experiencia inusual. “Allá era más extremo que acá, en todo caso; lo que pasa es que nosotros les empezamos a exigir un poco más de normalidad a mis papás, por eso nos vinimos. Ahora tenemos televisor”.
***
En un pedazo de campo, en Rabones, a 20 km de Linares, en la región del Maule, vive una familia que cultiva toda su comida. El pan que desayunan es hecho por ellos. La carne que se comen es de los animales de su granja: patos, conejos, pescados. Los huevos son de sus gallinas. El agua es de su río y los vegetales son de sus chacras. Casi no hay semillas que hayan comprado para plantar los tomates, zanahorias, lechugas, manzanos, duraznos, frambuesas y todos los alimentos que tienen para autoabastecerse.
La enorme mayoría cae de sus árboles y ellos las siembran. Adquirieron unas pocas cuando llegaron a este lugar, hace siete años, y algunos agricultores de la zona les regalaron otras.
La idea es que sea la tierra y nada más que ella la que les permita vivir. Por eso la cultivan con métodos naturales. Nada de acelerar procesos.
–¿Y si no les quedara otra opción para que crecieran las plantas, pondrías fertilizantes o algún herbicida?– le comento a Cintilla.
–¿Y tú, envenenarías a tu madre?– me responde con firmeza, alzando la voz por primera y única vez.
Cintilla y Ulises son una pareja de españoles cincuentones. En el sector se les conoce como los Plasencia, el apellido familiar. Ella tiene unos crespos de pelo cano que no alcanzan a tocar sus hombros. El color blanco contrasta con su piel tostada, como del color del café con leche. Se nota que ha pasado la mayor parte de su vida en la playa: en Islas Canarias, España, hace 20 años, conoció a Ulises.
Él –que tiene el mismo tono de piel aunque más anaranjado– es de esos flacos fornidos. Cuando abre el vino, sus brazos se llenan de venas y músculos que quieren salir a mostrarse.
Eran un par de hippies cuando se conocieron. Para ambos la naturaleza era sagrada: vivir de alimentos transgénicos o intervenidos era lo mismo que faltarle el respeto; vivir alejados de ella era lo mismo que morir. Con todo eso en la mente, se fueron a unas cuevas en Canarias a construir su hogar.
Dichas cuevas en unas montañas, al borde de un precipicio, se convirtieron en una casa: hacían su vida dentro de la tierra y luego salían por una puerta, como si nada. Hay fotos que lo evidencian y sus hijos me muestran orgullosos el antes y el después. Antes, cuando había un hoyo en la tierra. Y después, cuando había ventanas. “Las paredes no eran planas. Las estucábamos por dentro y quedaban con la forma curva de la cueva, así como irregulares. Como las casas de los hobbits”, me dice, risueño, uno de los hijos.
En ese tiempo, se reunieron junto a un par de familias y vivieron en comunidad, buscando la autosustentabilidad y una vida lo más natural posible. En los cumpleaños de los niños, por ejemplo, en lugar de papas fritas y ramitas había frutos secos y vegetales. Les ponían un broche de artesanía hecho de hojas y los niños disfrutaban ese detalle.
Hace siete años se vinieron a Chile en busca de un terreno fértil para plantar. La razón del cambio la atribuyen a la intuición de Cintilla; su curioso misticismo le permitió “percibir” que era en este lugar donde tenían que seguir haciendo su vida. Fue algo que sintió. Dice que sus maestros espirituales se lo hicieron saber y no admite muchas vueltas más al asunto.
Y llegaron. Y quién sabe cómo, pero acá construyeron solos su casa, una pajarera, dos invernaderos de cactus, plantas orientales y medicinales, un lugarcito para hacer yoga y meditar, un gallinero y un taller para trabajar en artesanía. A Chile se vinieron con cuatro de sus cinco hijos.
Saúl (19), el segundo de ellos, acaba de salir del colegio. Tiene un cuerpo fornido igual al de su padre, unos rizos castaños, ojos cafés y está dedicado a estudiar formas naturales de cultivar la tierra, reiki y programación neurolingüística. Lo acompaño a recorrer sus cultivos y me explica que ponerle químicos a la tierra es cultivar sólo por afán económico. Es acelerar un proceso. No es preparar a la tierra con dedicación. Me habla con pasión, con un vocabulario muy desarrollado, seguramente porque cada mañana y cada noche no hace más que leer.
Antes quiso entrar a la universidad a estudiar Sicología, pero desistió porque quería aprender un método propio para sanar y no que le impusieran uno. Le pregunto si acaso no se siente excluido por vivir fuera del sistema, tan diferente del resto de los jóvenes de su edad, y se sorprende. Yo me sorprendo de que se sorprenda, de que para él sea tan natural.
Ulises trabaja todo el día en su granja y hace unos meses ha terminado de construir un lugar para poner las cremas naturales y curativas que hace Cintilla, y los tejidos, los collares y los adornos de calabazas que venden. Siempre reciben gente. Curiosos que vienen a conocerlos, incluso a ayudarlos a cultivar la tierra, que llegan porque alguien les contó que existe esta familia. Recientemente, Cintilla y Ulises se han integrado a una red mundial de granjas ecológicas llamada World Wide Opportunities on Organic Farms (www.wwoof.org).
Nunca se han metido al sitio web, claro, porque esta pareja no usa internet. Sin embargo, a través de esta red han llegado viajeros que practican una tendencia turística conocida como wwoofing: ir de granja en granja compartiendo su tiempo y su trabajo a cambio de un contacto directo con la tierra.
Precisamente, hoy está de visita un curioso alemán. Se está quedando a dormir unos días, porque le gusta esto del campo autosustentable, aunque no llegó por wwoof.org sino porque alguien le habló de esta familia. Hubo otra curiosa, una holandesa veinteañera, que también los visitó hace un tiempo. Pero a ella las ganas se le transformaron en una gran motivación y se compró un terreno al frente. Detrás de la casita de madera donde vive hay un taller a medio construir. Será un centro de terapia para la obesidad. Quiere curar a los gorditos, dice, con la naturaleza, motivándolos a trabajar la tierra y comer lo que salga de ella.
Cintilla y Ulises están organizándose como comunidad ecológica con algunos de los vecinos. Está la holandesa; una pareja de arquitectos que vive a unos ocho kilómetros y que tiene una casa con paneles solares; una familia que está comprando terreno para venirse a vivir con sus tres hijos y cultivar la tierra, y un cineasta que ama la naturaleza. Pedro Gacría, este cineasta, tardó un par de años en convencerlos de algo a lo que, finalmente, no pudieron resistirse: un televisor.
Al cineasta lo llaman así porque le fascina el cine y cada sábado él y su mujer invitan a los niños de la zona y sus familias a una sala que tienen en su casa donde proyectan películas. García les dijo a los Plasencia que si se compraban un televisor podrían ver películas y aprender del mundo. Les dijo que si lo hacían, él les regalaba el reproductor de dvd. A Cintilla, que no veía tele desde hacía quince años, le costó hacerse a la idea. Pero hoy me cuenta que las películas le han hecho bien y que una de sus favoritas es El jardín secreto, de Agnieszka Holland.
Los Plasencia no siempre han vivido al margen; saben perfectamente lo que hay afuera. Cintilla conoció los horarios de oficina cuando trabajaba en una agencia de arquitectos en España. Pero esa seguridad rutinaria no la convocó. Dice que no se quedó enjaulada viviendo de la necesidad de producir dinero. Para luego comprar. Y necesitar más dinero.
Algo tienen estos españoles que dan ganas de quedarse a dormir al menos una noche, de cambiar, aunque sea una semana, la oficina por el arado a mano. El terremoto no les dio miedo, porque echaban de menos sentir la tierra viva bajo sus pies.
Los Plasencia cultivan la tierra para vivir de lo que ella les da. Casi no compran semillas, recogen las que caen de sus matas. Sacan peces del río, crían conejos y gallinas. Fabrican vino rosé.
Hoy el almuerzo fue pizza y empanadas hechas íntegramente por Ábora y Chandra, la hija de 16 años. Por escasez de ingredientes, para la masa decidieron probar con una harina tostada que tenían guardada y fue un buen experimento. Antes de meter la pizza al horno de barro, sacaron de ahí el pan que habían hecho a primera hora del día.
Cuando almorzábamos en medio del campo, con el vino rosé de Ulises, con el viento fuerte que golpeaba los árboles y el sol radiante, pensaba en que la normalidad no es más que la costumbre. Y vivir de esta manera no es la costumbre de muchos.
En la tarde me invitan a recorrer la granja. Partimos por los árboles frutales y por unas matas con frambuesas que voy comiendo. Hay viveros, pajareras, gallineros, conejeras, un riachuelo con patos y al menos seis charcas con pescados y flores de loto. Ábora saca una zanahoria de la tierra y me la da. Indra, el hermano menor, de 13 años, saca más zanahorias y Cintilla lo reta, que ya basta, pues. Me divierte pensar que a él lo regañen por sacar las zanahorias plantadas y que a mí, cuando chica, me retaran por sacar tanta coca-cola del refrigerador. No sé cómo lo hace una familia que apenas va al supermercado. Sólo lo hace cuando necesitan algo que no puedan hacer ellos. Como una ampolleta, por ejemplo.
Hay una quinta hija, Eliana, la mayor, que prefirió la vida tradicional y se quedó en España cuando Cintilla y Ulises se vinieron. Lo que pasó, cuentan, es que esta hija mayor fue criada con los abuelos, en la ciudad. Creció con comodidades, se insertó en la vida tradicional. Es profesora de francés y hace clases en un colegio. Su madre está convencida de que un día no muy lejano Eliana regresará. “Lo hará cuando entienda que necesita asegurar su sobrevivencia con la naturaleza”, afirma. La convicción de Cintilla es firme y, al mismo tiempo, flexible. Sus cuatro hijos menores estudian en un colegio formal, porque ellos lo quisieron.
Chandra el año pasado cursó primero medio y eso hizo que Ábora –la de la zanahoria–, volviera al colegio, porque antes daba exámenes libres. Le daba depresión ir al colegio, no le gustaba que sus amigas hablaran de carretes y minos, se sentía rara, le daba pena y prefería quedarse en su casa leyendo, cantando o plantando la tierra. Cintilla la entendió de inmediato y le dijo que no se preocupara, que estudiara en casa.
Saúl dice que sus amigos se habituaron a él. Que comprendieron su sistema de vida y que lo encuentran entretenido. Lo van a visitar a la granja y lo llenan de preguntas. En cambio, Chandra dice que fue ella la que se acostumbró a sus amigas y que a veces sí habla de minos y carretes. Ábora ya no tiene muchos problemas con eso. Ayer andaba en una fiesta. 
Me quedo a solas conversando con Cintilla. Me dice que está en desacuerdo con la educación tradicional porque mantiene a los niños confinados en una sala fría la mayor parte del año. Me pregunta si acaso yo era más feliz en las vacaciones o en la sala de clases.
Estoy a punto de no volver a trabajar el lunes.
Algo tienen estos españoles que dan ganas de quedarse a dormir al menos una noche en su destartalada casa, de cambiar, aunque sea una semana, la oficina por el arado a mano. El terremoto no les dio miedo, porque echaban de menos sentir la tierra viva bajo sus pies.
En la sala de estar de la casa entera de madera y construida artesanalmente, el televisor que compraron hace cuatro años francamente desentona. “La televisión nos quiere dar las pautas para que todos tengamos la misma forma de vida. Como si ésa fuera la única forma de vivir que hay”, me dice Ulises. Ábora le recuerda que igual nomás ve las noticias todos los días.
Recorro de nuevo el sitio. Miro los patos que se fueron a una laguna al fondo. Tomo a un cuy en mis manos, acaricio a un conejo. El viento corre fuerte y lo siento en la cara. Pienso que, en un rato más, voy a tomar el auto para volver al mundo real. Me dan ganas de fumar.
Vuelvo a la salita y los cuatro niños están absortos. El televisor está encendido y ellos se ríen a carcajada limpia con Whoopi Goldberg. Están mirando una película en la televisión abierta que nunca habían visto: Cambio de hábito. La misma que fue furor hace 15 años atrás, cuando estos niños vivían en una cueva.

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