"De mañana, muy temprano. Aún no se había levantado el sol, y la bahía entera se escondía bajo una blanca niebla llegada del mar. Al fondo, las grandes colinas recubiertas de maleza, aparecían sumergidas. No se podía saber dónde acababan, dónde empezaban las praderas y los bungalows. La carretera arenosa había desaparecido...".
Y después la evocación de Katherine Mansfield (1888-1923) se adentra en sus veranos infantiles en Nueva Zelanda, en Wellington, sobre todo en este relato titulado En la bahía. Un pasaje con el cual Papeles Perdidos continúa el paseo y homenaje literario a los elementos que hacen del verano una estación soñadora. Y para Mansfield lo fue especialmente porque en Londres, donde vivió desde los once años, se aseguró su compañía al convertirlos en cuentos que son como pinturas impresionistas. Como esta historia donde parece llevarnos de la mano para mostrarnos, que tras aquella carretera arenosa que ha desaparecido, está el paraíso de sus sensaciones reflejado en el despertar de su bahía:
"Había caído un abundante rocío. La hierba era azul. Gruesas gotas colgaban de los matorrales, dispuestas a caer sin acabar de caer; el toï-toÍ plateado y fecundo pendía flojamente de sus largos tallos. (...) Se hubiese dicho que el mar había venido a golpear dulcemente hasta allí, en las tinieblas, que una ola inmensa y única había venido a chapotear. ¡Ah... ah... ah...! decía el mar adormecido. (...)
Era maravilloso ver con qué rapidez se clarificaba la niebla, se disolvía en la llanura poco profunda, rodaba sobre la maleza, al levantarse, y desaparecía como si tuviese prisa de escapar. (...) El cielo lejano, de un azul puro y deslumbrador se reflejaba en los charcos; las gotas de agua que resbalaban a lo largo de los postes telegráficos se transformaban de repente en puntos luminosos. Ahora, el mar saltarín, centelleante, era de un tal brillo que dolían los ojos al mirarlo. (...)
La brisa matutina se alzó sobre la maleza, y el olor de las hojas y de la tierra negra y mojada se mezcló al olor penetrante y vivo del mar. Miriadas de pájaros cantaban. Un jilguero voló por encima de la cabeza del pastor y, colocándose en la extremidad de una ramita, se volvió hacia el sol y erizó las plumitas de su pechuga. (...)
Algunos momentos después, la puerta trasera de uno de los bungalows se abrió y una forma vestida con un traje de baño de anchas rayas se lanzó a través del cercado; de un salto franqueo la barrera, se precipitó en medio de la hierba tupida, pentró en la torrentera, subió, tropezando, la pendiente arenosa y emprendió una carera a toda velocidad por encima de los gruesos guijarros prorosos, hasta la arena dura que relucía como el aceite. ¡Flic-flac! ¡flic-flac! El agua hervía alrededor de las piernas de Stanley Burnell, mientras avanzaba chapoteando...".
Winston Manrique Sabogal. 04/08/2010
Y después la evocación de Katherine Mansfield (1888-1923) se adentra en sus veranos infantiles en Nueva Zelanda, en Wellington, sobre todo en este relato titulado En la bahía. Un pasaje con el cual Papeles Perdidos continúa el paseo y homenaje literario a los elementos que hacen del verano una estación soñadora. Y para Mansfield lo fue especialmente porque en Londres, donde vivió desde los once años, se aseguró su compañía al convertirlos en cuentos que son como pinturas impresionistas. Como esta historia donde parece llevarnos de la mano para mostrarnos, que tras aquella carretera arenosa que ha desaparecido, está el paraíso de sus sensaciones reflejado en el despertar de su bahía:
"Había caído un abundante rocío. La hierba era azul. Gruesas gotas colgaban de los matorrales, dispuestas a caer sin acabar de caer; el toï-toÍ plateado y fecundo pendía flojamente de sus largos tallos. (...) Se hubiese dicho que el mar había venido a golpear dulcemente hasta allí, en las tinieblas, que una ola inmensa y única había venido a chapotear. ¡Ah... ah... ah...! decía el mar adormecido. (...)
Era maravilloso ver con qué rapidez se clarificaba la niebla, se disolvía en la llanura poco profunda, rodaba sobre la maleza, al levantarse, y desaparecía como si tuviese prisa de escapar. (...) El cielo lejano, de un azul puro y deslumbrador se reflejaba en los charcos; las gotas de agua que resbalaban a lo largo de los postes telegráficos se transformaban de repente en puntos luminosos. Ahora, el mar saltarín, centelleante, era de un tal brillo que dolían los ojos al mirarlo. (...)
La brisa matutina se alzó sobre la maleza, y el olor de las hojas y de la tierra negra y mojada se mezcló al olor penetrante y vivo del mar. Miriadas de pájaros cantaban. Un jilguero voló por encima de la cabeza del pastor y, colocándose en la extremidad de una ramita, se volvió hacia el sol y erizó las plumitas de su pechuga. (...)
Algunos momentos después, la puerta trasera de uno de los bungalows se abrió y una forma vestida con un traje de baño de anchas rayas se lanzó a través del cercado; de un salto franqueo la barrera, se precipitó en medio de la hierba tupida, pentró en la torrentera, subió, tropezando, la pendiente arenosa y emprendió una carera a toda velocidad por encima de los gruesos guijarros prorosos, hasta la arena dura que relucía como el aceite. ¡Flic-flac! ¡flic-flac! El agua hervía alrededor de las piernas de Stanley Burnell, mientras avanzaba chapoteando...".
Winston Manrique Sabogal. 04/08/2010
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