Israel, de perfil y de frente
Mi amistad con Israel es manifiesta, pero duele comprobar su evolución en los últimos años. Su ceguera me obliga a hablarle de frente: tiene que deshacer sus errores, tiene que reconocer que el pueblo palestino existe.
ALBERTO RUIZ-GALLARDÓN 14/06/2010
Soy un amigo sincero del pueblo judío y del Estado de Israel. Desde mis responsabilidades como presidente de la Comunidad de Madrid y alcalde de la capital de España he dado públicas muestras de ese sentimiento, propiciando una aproximación al mundo hebreo intensa y leal. Así, desde 2000, la Asamblea regional celebra anualmente un acto en recuerdo del Holocausto. Diversos monumentos han sido inaugurados en los últimos años con el nombre de israelíes ilustres. Otros aluden a la herencia judía de Madrid. En 2009 participé en las celebraciones de Janucá y Rosh Hashaná. Y hace unos meses tuve el honor de pronunciar en Jerusalén la conferencia que acompaña la entrega de los premios de la Fundación Toledano, el Nobel del universo sefardí y las relaciones hispano-israelíes. Creo, en fin, que estas credenciales me permiten hablar no solo con algún conocimiento de causa, sino también desde la ausencia de prejuicios. Si bien debo aclarar que esta actitud no responde solo a una convicción personal. Obedece también al deber institucional de representar a una sociedad intercultural como la madrileña, que, pese a episodios aislados al calor de los últimos acontecimientos, aprecia la aportación hebraica a nuestra ciudad y a la tradición judeocristiana de la que procedemos.
Mi amistad, pues, es manifiesta. Y por amistad suelo atenerme al viejo adagio que recomienda que, si tu amigo es tuerto -es decir, si tiene algún defecto-, le mires de perfil. El problema surge cuando tu amigo termina perdiendo la vista en los dos ojos. Entonces, si se le aprecia, no cabe observarle de soslayo, y tampoco es momento de abandonarle. No queda más remedio que mirarle de frente y hablar, no para hacerte notar, sino para advertirle de que, aunque no ve, puedes orientarle un poco. Modestamente, eso hago hoy, a propósito del asalto a la flota internacional que se dirigía hacia Gaza.
Lo diré con palabras de David Grossman: "No hay explicación que pueda justificar el crimen que se ha cometido, y no existe excusa alguna para las (...) acciones del Gobierno y el Ejército". No la hay porque no es admisible que, entre un puñado de civiles que defienden sus embarcaciones en aguas internacionales con palos y armas blancas, y un comando militar que sin jurisdicción alguna les aborda y les responde con fuego, las víctimas sean, como insinúa Israel, los propios asaltantes, por más que la recepción no fuera amistosa. Por muy desorientados que los tripulantes puedan estar en sus tomas de postura política, y por muy evidente que fuera la trampa en términos de imagen pública para Israel, esa arbitrariedad bastaría para desautorizar una acción tan torpe como desproporcionada. Porque además se ha superado una línea sagrada: el respeto a la vida humana. Con independencia de que las víctimas fueran cooperantes o propagandistas, nadie puede arrogarse el inexistente derecho a darles muerte por haber intentado no ya cruzar una frontera, sino burlar un bloqueo ilegal. No en un país democrático.
El Estado que debe su existencia al espaldarazo jurídico de las Naciones Unidas con frecuencia desoye hoy sus resoluciones. Se trata de una contradicción que esconde además un peligroso error de cálculo. Israel confía en su determinación de sobrevivir como baza principal para lograrlo. Es una seña de identidad grabada a fuego desde Auschwitz. Pero la magnitud de los peligros que debe afrontar es fabulosa. No podrá superarlos solo. Aún hoy sigue rodeado de enemigos de los que no se sabe si es peor su hostilidad o su paciencia. No son pocos los árabes que conciben a su vecino judío como un cuerpo extraño que será extirpado como un día lo fue el reino cristiano de Jerusalén. No tienen prisa: la demografía juega en su favor, así como su concepción geológica del tiempo. La escalada nuclear de Irán no hace sino incrementar la tensión. Y en esta tesitura, cuando más debería Israel buscar apoyos, más se encapsula en su propio miedo, actúa irreflexivamente, pierde a Turquía como único aliado en el área, irrita a Estados Unidos casi tanto como a la Unión Europea, y sucumbe, en fin, a un síndrome de Masada que solo admite la inmolación colectiva como única escapatoria a este callejón sin salida. Así fue tras la guerra de 1967, un fulgurante éxito militar cuyas consecuencias se han convertido en un fracaso político. Y así ha sido también las dos últimas décadas, que son las de la oportunidad perdida para un maltrecho proceso de paz que, surgido de las conversaciones de Oslo y la Conferencia de Madrid -y malogrado, digámoslo todo, con la colaboración de Arafat-, solo ha servido para enconar aún más el conflicto favoreciendo la hegemonía de Hamás.
Duele ver al Estado de Israel, creado por los supervivientes del peor genocidio de la historia, convertido en una potencia ocupante. Pero duele aún más comprobar la evolución de la sociedad israelí, crecientemente escorada hacia posiciones de fuerza en las que la distinción entre derecha e izquierda es casi irrelevante. Hoy apenas se escuchan las voces de la moderación en aquel país. El peso en la opinión pública de Amos Oz o el propio Grossman es irrelevante. Las noticias en la prensa hebrea sobre una guerra inminente son diarias. Y el temor -tan fundado como mal afrontado- de que pueden ser borrados del mapa cala a fondo. Israel se siente víctima y olvida lo que hace en los territorios ocupados. Es esa la ceguera que nos obliga a sus amigos a mirarle de frente y hablarle. Tanto más por cuanto que la violencia se propaga por misteriosos cauces subterráneos, y empieza a afectarnos también a nosotros. La brutal agresión a tres empresarios israelíes en la Universidad Autónoma de Madrid o la intolerable exclusión de la delegación hebrea en la marcha del Orgullo Gay tal vez no obedezcan a un antisemitismo histórico. Pero bien podría degenerar en él. No puede descartarse que un empeoramiento de la situación en Oriente Próximo reavive los peores demonios del pasado europeo, reavivando un problema que constituye la mayor vergüenza histórica de este continente.
La solución no es sencilla. De hecho, es la más difícil: consiste en deshacer todos los errores cometidos. El primero, haber abortado el incipiente reconocimiento del otro que había empezado a producirse. Es preciso que la sociedad hebrea renuncie a la idea según la cual el pueblo palestino no existe. Está ahí, y deberá reconocerse no solo su sufrimiento presente, sino también el histórico, el de la Nakba. Otro tanto cabe decir de la diversidad religiosa, étnica y cultural del propio Estado de Israel, incluyendo a su minoría árabe, para lo cual hay que asumir la advertencia de lord Acton: ningún Estado puede fundarse sobre una única fe. Después, no queda otro camino que reconocer el Estado palestino y asegurar su viabilidad como garantía de estabilidad en la zona. Naturalmente, esto último es lo más complejo, pues requiere importantes cesiones: admitir la capitalidad compartida de Jerusalén, congelar o desmantelar las colonias y acabar con ese muro que cruza Palestina como una nueva cicatriz en la conciencia del recién nacido siglo. Lo mismo cabe decir de los palestinos y los árabes en general: han cometido tantos errores desde el primer día de la existencia de Israel que tienen que rectificarlos cuanto antes. Para empezar, el que durante decenios ha buscado su eliminación.
La creación del Estado de Israel es una de las epopeyas más emocionantes de todo el siglo XX. La resurrección de un pueblo que estuvo al borde del exterminio en una tierra tan áspera como la que hoy habita asombra todavía. Sus logros tecnológicos son impresionantes; su contribución científica y académica, admirable. Y con todos sus defectos, y pese a su carácter pretoriano, es la única sociedad abierta de la zona digna de tal nombre. Por eso, y por la sombra de la Shoá, es evidente que su creación en 1948 pudo suponer un nuevo comienzo, con todo el potencial que proporciona la experiencia para evitar los errores del pasado -los propios y los ajenos- y fundar en su lugar una realidad distinta y mejor. Hannah Arendt construyó toda una obra alrededor de esta idea de la natalidad como promesa: si el mundo ha sido un infierno, es el momento de volver a vivirlo como esperanza. Otras naciones pueden fracasar en la convivencia y el respeto a los Derechos Humanos. Israel no. Representa un hermoso experimento cuyo éxito nos concierne a todos. Y aunque mi amigo tenga nublada la vista, yo creo en la vigencia de ese proyecto, que pienso que aún puede convertirse en realidad.
Alberto Ruiz-Gallardón es alcalde de Madrid
Mi amistad con Israel es manifiesta, pero duele comprobar su evolución en los últimos años. Su ceguera me obliga a hablarle de frente: tiene que deshacer sus errores, tiene que reconocer que el pueblo palestino existe.
ALBERTO RUIZ-GALLARDÓN 14/06/2010
Soy un amigo sincero del pueblo judío y del Estado de Israel. Desde mis responsabilidades como presidente de la Comunidad de Madrid y alcalde de la capital de España he dado públicas muestras de ese sentimiento, propiciando una aproximación al mundo hebreo intensa y leal. Así, desde 2000, la Asamblea regional celebra anualmente un acto en recuerdo del Holocausto. Diversos monumentos han sido inaugurados en los últimos años con el nombre de israelíes ilustres. Otros aluden a la herencia judía de Madrid. En 2009 participé en las celebraciones de Janucá y Rosh Hashaná. Y hace unos meses tuve el honor de pronunciar en Jerusalén la conferencia que acompaña la entrega de los premios de la Fundación Toledano, el Nobel del universo sefardí y las relaciones hispano-israelíes. Creo, en fin, que estas credenciales me permiten hablar no solo con algún conocimiento de causa, sino también desde la ausencia de prejuicios. Si bien debo aclarar que esta actitud no responde solo a una convicción personal. Obedece también al deber institucional de representar a una sociedad intercultural como la madrileña, que, pese a episodios aislados al calor de los últimos acontecimientos, aprecia la aportación hebraica a nuestra ciudad y a la tradición judeocristiana de la que procedemos.
Mi amistad, pues, es manifiesta. Y por amistad suelo atenerme al viejo adagio que recomienda que, si tu amigo es tuerto -es decir, si tiene algún defecto-, le mires de perfil. El problema surge cuando tu amigo termina perdiendo la vista en los dos ojos. Entonces, si se le aprecia, no cabe observarle de soslayo, y tampoco es momento de abandonarle. No queda más remedio que mirarle de frente y hablar, no para hacerte notar, sino para advertirle de que, aunque no ve, puedes orientarle un poco. Modestamente, eso hago hoy, a propósito del asalto a la flota internacional que se dirigía hacia Gaza.
Lo diré con palabras de David Grossman: "No hay explicación que pueda justificar el crimen que se ha cometido, y no existe excusa alguna para las (...) acciones del Gobierno y el Ejército". No la hay porque no es admisible que, entre un puñado de civiles que defienden sus embarcaciones en aguas internacionales con palos y armas blancas, y un comando militar que sin jurisdicción alguna les aborda y les responde con fuego, las víctimas sean, como insinúa Israel, los propios asaltantes, por más que la recepción no fuera amistosa. Por muy desorientados que los tripulantes puedan estar en sus tomas de postura política, y por muy evidente que fuera la trampa en términos de imagen pública para Israel, esa arbitrariedad bastaría para desautorizar una acción tan torpe como desproporcionada. Porque además se ha superado una línea sagrada: el respeto a la vida humana. Con independencia de que las víctimas fueran cooperantes o propagandistas, nadie puede arrogarse el inexistente derecho a darles muerte por haber intentado no ya cruzar una frontera, sino burlar un bloqueo ilegal. No en un país democrático.
El Estado que debe su existencia al espaldarazo jurídico de las Naciones Unidas con frecuencia desoye hoy sus resoluciones. Se trata de una contradicción que esconde además un peligroso error de cálculo. Israel confía en su determinación de sobrevivir como baza principal para lograrlo. Es una seña de identidad grabada a fuego desde Auschwitz. Pero la magnitud de los peligros que debe afrontar es fabulosa. No podrá superarlos solo. Aún hoy sigue rodeado de enemigos de los que no se sabe si es peor su hostilidad o su paciencia. No son pocos los árabes que conciben a su vecino judío como un cuerpo extraño que será extirpado como un día lo fue el reino cristiano de Jerusalén. No tienen prisa: la demografía juega en su favor, así como su concepción geológica del tiempo. La escalada nuclear de Irán no hace sino incrementar la tensión. Y en esta tesitura, cuando más debería Israel buscar apoyos, más se encapsula en su propio miedo, actúa irreflexivamente, pierde a Turquía como único aliado en el área, irrita a Estados Unidos casi tanto como a la Unión Europea, y sucumbe, en fin, a un síndrome de Masada que solo admite la inmolación colectiva como única escapatoria a este callejón sin salida. Así fue tras la guerra de 1967, un fulgurante éxito militar cuyas consecuencias se han convertido en un fracaso político. Y así ha sido también las dos últimas décadas, que son las de la oportunidad perdida para un maltrecho proceso de paz que, surgido de las conversaciones de Oslo y la Conferencia de Madrid -y malogrado, digámoslo todo, con la colaboración de Arafat-, solo ha servido para enconar aún más el conflicto favoreciendo la hegemonía de Hamás.
Duele ver al Estado de Israel, creado por los supervivientes del peor genocidio de la historia, convertido en una potencia ocupante. Pero duele aún más comprobar la evolución de la sociedad israelí, crecientemente escorada hacia posiciones de fuerza en las que la distinción entre derecha e izquierda es casi irrelevante. Hoy apenas se escuchan las voces de la moderación en aquel país. El peso en la opinión pública de Amos Oz o el propio Grossman es irrelevante. Las noticias en la prensa hebrea sobre una guerra inminente son diarias. Y el temor -tan fundado como mal afrontado- de que pueden ser borrados del mapa cala a fondo. Israel se siente víctima y olvida lo que hace en los territorios ocupados. Es esa la ceguera que nos obliga a sus amigos a mirarle de frente y hablarle. Tanto más por cuanto que la violencia se propaga por misteriosos cauces subterráneos, y empieza a afectarnos también a nosotros. La brutal agresión a tres empresarios israelíes en la Universidad Autónoma de Madrid o la intolerable exclusión de la delegación hebrea en la marcha del Orgullo Gay tal vez no obedezcan a un antisemitismo histórico. Pero bien podría degenerar en él. No puede descartarse que un empeoramiento de la situación en Oriente Próximo reavive los peores demonios del pasado europeo, reavivando un problema que constituye la mayor vergüenza histórica de este continente.
La solución no es sencilla. De hecho, es la más difícil: consiste en deshacer todos los errores cometidos. El primero, haber abortado el incipiente reconocimiento del otro que había empezado a producirse. Es preciso que la sociedad hebrea renuncie a la idea según la cual el pueblo palestino no existe. Está ahí, y deberá reconocerse no solo su sufrimiento presente, sino también el histórico, el de la Nakba. Otro tanto cabe decir de la diversidad religiosa, étnica y cultural del propio Estado de Israel, incluyendo a su minoría árabe, para lo cual hay que asumir la advertencia de lord Acton: ningún Estado puede fundarse sobre una única fe. Después, no queda otro camino que reconocer el Estado palestino y asegurar su viabilidad como garantía de estabilidad en la zona. Naturalmente, esto último es lo más complejo, pues requiere importantes cesiones: admitir la capitalidad compartida de Jerusalén, congelar o desmantelar las colonias y acabar con ese muro que cruza Palestina como una nueva cicatriz en la conciencia del recién nacido siglo. Lo mismo cabe decir de los palestinos y los árabes en general: han cometido tantos errores desde el primer día de la existencia de Israel que tienen que rectificarlos cuanto antes. Para empezar, el que durante decenios ha buscado su eliminación.
La creación del Estado de Israel es una de las epopeyas más emocionantes de todo el siglo XX. La resurrección de un pueblo que estuvo al borde del exterminio en una tierra tan áspera como la que hoy habita asombra todavía. Sus logros tecnológicos son impresionantes; su contribución científica y académica, admirable. Y con todos sus defectos, y pese a su carácter pretoriano, es la única sociedad abierta de la zona digna de tal nombre. Por eso, y por la sombra de la Shoá, es evidente que su creación en 1948 pudo suponer un nuevo comienzo, con todo el potencial que proporciona la experiencia para evitar los errores del pasado -los propios y los ajenos- y fundar en su lugar una realidad distinta y mejor. Hannah Arendt construyó toda una obra alrededor de esta idea de la natalidad como promesa: si el mundo ha sido un infierno, es el momento de volver a vivirlo como esperanza. Otras naciones pueden fracasar en la convivencia y el respeto a los Derechos Humanos. Israel no. Representa un hermoso experimento cuyo éxito nos concierne a todos. Y aunque mi amigo tenga nublada la vista, yo creo en la vigencia de ese proyecto, que pienso que aún puede convertirse en realidad.
Alberto Ruiz-Gallardón es alcalde de Madrid
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