Dos estudios indican que la cantidad, calidad y la regularidad del sueño influyen sobre el posible desarrollo de enfermedades neurodegenerativas.
Rodrigo Santodomingo, EL PAÍS
26.03.2024
Para la mayoría de la gente, dormir poco una noche equivale a espesura mental durante el día siguiente. Las horas transcurren pesadas y densas, teñidas por un filtro de irrealidad. El cerebro reacciona con lentitud. Pensamos peor, olvidamos cosas, nos cuesta mantener la concentración. Si la carencia de tiempo dormido es severa, nos invade una cierta confusión, como si las piezas de la jornada no acabaran de encajar.
Cuando esa falta de sueño puntual torna en algo sistemático, prolongado en el tiempo, se produce una especie de efecto acumulativo. La neurociencia ha demostrado de sobra, con evidencias abrumadoras, que dormir poco como norma —durante años o décadas— aumenta el riesgo de daño cognitivo en edades avanzadas.
Existen varios estudios que refrendan el perjuicio mental del sueño escaso. Uno publicado en 2021 por la revista Nature concluyó que dormir seis horas o menos —se midió la duración del sueño de casi 8.000 participantes a los 50, 60 y 70 años— aumenta en un 30% la probababilidad de sufrir alzhéimer y otros tipos de demencia. Otro análisis dado a conocer ese mismo año, a cargo de investigadores de la Escuela de Medicina de Harvard, arrojó resultados aún más contundentes: los que duermen menos de cinco horas tienen el doble de probabilidad de desarrollar demencia que aquellos que sostienen un sueño medio de siete horas.
Dos recientes investigaciones apuntan a que no solo la duración importa. Ambas coinciden en señalar —aunque desde planteamientos diferentes— que la regularidad en los patrones de sueño podría tener también una influencia notable sobre nuestra cognición. No parece recomendable alternar tiempos de sueño muy variables. Tampoco resulta del todo inocuo modificar con frecuencia el tramo horario en que permanecemos dormidos.
Jeffrey Iliff, investigador en sueño y salud, lideró una de estas dos nuevas aportaciones a un campo de análisis al alza. Cruzando datos del Estudio Longitudinal de Seattle (EE UU), que lleva desde 1956 recopilando información psicosocial de miles de individuos, él y su equipo se propusieron conocer mejor el vínculo entre la estabilidad en la cantidad de sueño (medida a lo largo de 20 años) y la aparición ulterior de algún tipo de demencia.
Por videoconferencia, Iliff resume su principal hallazgo: “No son las personas que van disminuyendo progresivamente sus horas de sueño las que tienen mayor riesgo de discapacidad cognitiva, sino aquellas que más varían la cantidad de horas dormidas”. Gente de sueño escaso durante una temporada a las que, en otras, se les pegan las sábanas. Y que luego vuelven a dormir poco. Y, pasados meses o años, otra vez mucho. Y así sucesivamente.
Iliff admite que, por el momento, solo podemos especular sobre las causas de esta fuerte correlación entre sueño inestable y daño cognitivo. “Es posible que la variabilidad sea, de forma aislada, un factor a tener en cuenta. Pero también resulta plausible que otros factores asociados a un mayor riesgo de demencia (enfermedad crónica, apnea, depresión...) provoquen esa variabilidad”, explica.
El segundo estudio sobre patrones de sueño y demencia, elaborado por investigadores australianos y canadienses, pone el foco en la constancia de los horarios. Irse a la cama sin orden ni concierto (un día a las diez de la noche; otro, digamos, a las 3 de la madrugada), y hacer de esta anarquía la regla, provoca —sugiere la investigación— un aumento significativo en el riesgo de padecer más adelante alzhéimer u otras dolencias neurodegenerativas. Uno de los autores, Matthew Pase, investigador de la Universidad de Monash, se aventura a señalar un motivo que, matiza, entra también en el terreno de la mera conjetura. “Las enfermedades cardiovasculares son más frecuentes entre personas con un patrón de sueño irregular. Esas patologías hacen que el suministro de sangre al cerebro funcione peor, lo que quizá ayude a explicar en parte ese daño cognitivo a largo plazo”, señala.
En las dinámicas entre sueño y cognición, donde múltiples elementos convergen en una compleja ecuación, algunas evidencias confirman lo que ya vislumbraba el sentido común. Otras, por el contrario, se antojan contraintuitivas. Un buen número de investigaciones han concluido, por ejemplo, que dormir mucho (por encima de 9-10 horas) también dispara la posibilidad de experimentar una pérdida paulatina de facultades cognitivas. En 2017, un meta-análisis identificó dicho hallazgo en 10 publicaciones. Otro estudio de varios estudios dado a conocer en 2019 cifró en un 77% el aumento del riesgo de demencia entre los dormilones respecto a los que se mantienen en la franja óptima, estimada en unas siete u ocho horas.
Para Mercè Mayos, vocal de la Federación Española de Sociedades de Medicina del Sueño, un concepto clave vendría resolver esta aparente paradoja: comorbilidad. Es decir, la presencia de dos o más patologías cuyos síntomas y mecanismos resulta, en ocasiones, difícil observar por separado. “Desde luego, parece un sinsentido que dormir mucho sea malo a nivel cognitivo. La principal hipótesis es que han de existir factores confusores: depresión u otras comorbilidades que hacen que esas personas duerman más”.
El estudio sobre los horarios de sueño en el que participó Pase también contiene su dosis de extrañeza. Si dormir y despertar sin un criterio más o menos fijo podría estar comprometiendo nuestra capacidad cognitiva del futuro, el riesgo de demencia también aumenta cuando el reposo se rige por horas escrupulosamente estrictas. Alguien que duerme, pongamos por caso, de 23:00 a 7:00 con terca perseverancia, sin casi excepciones, a golpe de reloj. Pase desliza, como motivo factible y sugerente línea de investigación, otra vuelta de tuerca, en este caso de tipo relacional: “Quizá la gente muy rigurosa con sus horarios de sueño tenga una vida social muy limitada, algo que no favorece, precisamente, la buena salud cognitiva”.
En un terreno fértil para la exploración, un fenómeno descubierto hace apenas una década ayuda a comprender por qué el mal dormir (en cantidad y calidad) va hipotecando nuestra cognición. “Ahora sabemos que una de las principales funciones del sueño es la limpieza de la neurotoxicidad que vamos generando durante el día. Si dormimos mal, se acumulan sustancias que contribuyen a la neurodegeneración”, subraya Javier Albares, director de la unidad del sueño en el Centro Médico Teknon (Barcelona) y autor de La ciencia del buen dormir (Planetadelibros).
Saber de la existencia de un sistema glinfático —término acuñado por la danesa Maiken Nedergaard, que en 2012 conceptualizó dicho mecanismo— se ha erigido en un faro que orienta la creciente literatura sobre sueño y daño cognitivo. “Actúa como una red de bazos que elimina residuos del sistema nervioso central, sobre todo proteínas fibrilares muy relacionadas con el alzhéimer, la demencia frontotemporal o el párkinson”, resume Mayos. Albares añade que “estos procesos de limpieza cerebral se activa especialmente durante la fase 3 no REM, cuando se produce un sueño profundo de ondas lentas”.
Mayos aboga por “situar al sueño como pilar de salud a la misma altura que la nutrición o la actividad física”. Y lamenta que este ámbito siga siendo “la cenicienta de la medicina”. Escasa consideración que se refleja en nuestros hábitos e imaginario colectivo: “Socialmente, se banaliza dormir poco, incluso se premia dándole una connotación positiva en aras de una supuesta mayor productividad”. Matthew Pase, quien trabajó durante años en EE UU, da fe de lo “bien visto” que está allí madrugar mucho.
Lentamente, las cosas empiezan a cambiar. Mayos ofrece como prueba un influyente artículo que apareció el pasado octubre en The Lancet apelando a incluir al sueño “en las agendas de salud pública” de todo el mundo. Pase remata: “Cada vez sabemos más sobre su importancia para una buena salud a lo largo de nuestra vida. Es hora de que el mensaje cale entre la población”.
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