La lista de científicos elegidos como asesores ministeriales excluye al área de las humanidades, somos prescindibles
Lola Pons Rodríguez, 14.12.2024
Pertenezco a los sangre sucia. En las novelas de Harry Potter se llamaba así a los magos que no provenían de linajes de magos. La sociedad de ese mundo de ficción separaba a la gente mágica, de condición superior, y a los hijos de muggles, sangre sucia, que por mucho que se formasen, nunca se quitarían la etiqueta de ser inferiores a los verdaderos magos.
Los sangre sucia de la ciencia somos los que no hemos cabido en la lista de científicos elegidos por la Oficina Nacional de Asesoramiento Científico (ONAC) para ejercer como asesores ministeriales. Con el fin de tender puentes entre la ciencia y el Gobierno, la ONAC hizo público hace un par de semanas el nombre de los expertos elegidos para que se incorporen a distintos ministerios. La selección de estos asesores fue concebida, según se anunció, para hacer que la ciencia participe en el “diseño de las políticas públicas”.
Han sido 22 los seleccionados: un listado paritario integrado por investigadores provenientes de las ciencias sociales, la ingeniería, la bioquímica, el derecho, la economía, las ciencias del comportamiento y las matemáticas. Fin. No busquen más, que no hay: nadie en ese listado pertenece al área científica de las humanidades. En la tarea que se busca de conexión entre la ciencia y el Ejecutivo somos prescindibles.
Es curioso que se venda como apoyo a la ciencia y como manifestación del amor por el saber científico la medida que de forma más explícita e hiriente desoye a las humanidades. ¿Fue indiferencia, deliberada relegación? Al parecer, un equipo de un centenar de evaluadores trabajó para designar a los seleccionados y cada ministerio eligió el perfil más adecuado a sus necesidades. ¿Nadie, entre esos evaluadores, llamó la atención sobre la necesidad de incorporar perfiles de humanidades? ¿Ninguno de los gabinetes ministeriales reparó en ello? Historiadores, filósofos, restauradores, lingüistas, traductólogos, romanistas, geógrafos, ... ¿somos para nuestros compañeros de otras áreas de conocimiento sangre sucia?
Aclaro que la excluida no soy yo en concreto, que no he solicitado participar en esa convocatoria (cada uno conoce sus límites), pero tengo algunos quinquenios de vida universitaria encima como para sospechar que en el conjunto de 1.600 personas que se ofrecieron como candidatas al proceso de selección hubo, sin duda, investigadores con trabajo especializado de años sobre alguna de las disciplinas que caben bajo la denominación que en la tradición occidental llamamos humanidades o, con menor resonancia renacentista, las letras.
Yo defiendo aquí a los míos, conozco sus capacidades: soy la compañera de facultad de los que podrían asesorar en cartas de derechos lingüísticos, en comunicación accesible para la discapacidad, en generación de texto y comprensión de variedades para la inteligencia artificial, en ese movimiento ciudadano de enorme impacto administrativo que es el lenguaje claro. Conozco a los geógrafos que trabajan sobre contingentes humanos en movimiento; sé de la objetividad con que los historiadores tratan de frenar geografías inventadas, de gestionar nuestro ingente patrimonio o de dar profundidad histórica a decisiones diplomáticas en acuerdos internacionales. Hablo pensando en los filósofos, que, en la era germinal de los robots, necesitaremos para afrontar los debates éticos que se despertarán en una Europa secularizada.
No me esfuerzo en dar más ejemplos, porque me he parado a revisar las titulaciones de los ministros y de sus jefes de gabinete y he advertido la presencia entre ellos de algunos titulados en disciplinas humanísticas. Entiendo que ellos podrán explicar a la propia oficina de Presidencia qué se investigaba en las facultades donde estudiaron. Porque no solo investigamos, es que lo hacemos dentro de las estructuras que el Estado nos da para ello y cuyos resultados ahora desprecia. Nadie nos ha sacado (al menos, de momento) de las convocatorias en concurrencia competitiva que se ofrecen al profesorado universitario: proyectos de investigación, contratos pre y posdoctorales, convocatorias de sexenios... Se nos estimula para generar ciencia, pero no se aprovechan nuestros resultados.
Al publicitarse el listado, se anunció que España se situaba con este “ecosistema de asesoramiento” en la “vanguardia internacional” en lo que se refiere a la presencia de la ciencia en las labores gubernamentales: vaya vanguardia desequilibrada, reduccionista y antihistórica. El gran factor de modernización de la corte castellana en la Edad Media fue ir sacando a la aristocracia para meter nuevos perfiles que trabajaran cerca del trono: con Alfonso X el Sabio, en el siglo XIII, entraron eruditos multilingües en el escritorio regio; desde el siglo XVI fueron ingresando esos que entonces se llamaban letrados o “gente media”, los precedentes de nuestros actuales funcionarios, personas formadas en la Universidad que sabían manejarse en leyes, lenguas y administración.
Supongo que debemos resignarnos a este nuevo papel que parece que se nos asigna en las políticas de gestión pública de la investigación, así que pido a mis compañeros de Humanidades que nos preparemos para ello: busquemos túnica y corona de laurel, y, lira en mano, tumbémonos en un diván a comer uvas, dejémonos asesorar.
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