El "referéndum" en Cataluña de ayer fue un esperpento; viendo hoy los resultados, estos me han recordado a los países africanos donde las elecciones arrobaban normalmente una mayoría del 90% o más cuando se trataba de reelegir al sátrapa de turno. De pena, vergonzoso. Y encima se permiten el lujo de decir que el pueblo ha hablado, y esas majaderías tan tópicas, para anunciar que proclamarán la independencia, con un par.
Lo de la violencia es una pena, pero ¿alguien duda ya de las provocaciones? No seamos hipócritas, en otras circunstancias ya hubiera estado toda esta gente en la cárcel. ¿Por qué de tanta condescendencia con estos políticos que se atreven a repetir una y otra vez que no hay democracia, que están subyugados, que Franco ha vuelto y chorradas de esa índole? ¿Acaso creen que con el régimen anterior podrían haber abierto la boca para decir esa sarta de sandeces?
Ya lo dije en otro post anterior, aunque sé que es clamar al viento, ¿por qué no dimite hasta el apuntador? Está claro que ni allí ni aquí han sabido estar a la altura de las circunstancias. ¿Cómo es eso de que no se tratará el asunto catalán hasta el día 10 de octubre (según titular de El País), ¿pero hay algo más importante?
¿Por qué la UE no es clara y dice que si Cataluña se independiza no volverá a la Unión hasta dentro de muchísimos años?
¿Va a permitir Europa que se abra la caja de Pandora teniendo a los separatistas franceces, belgas, italianos, vascos, etc.?
¿Y si el Valle de Arán quiere seguir siendo español, permitiría la República Catalana que se independizara de ella?
¿Y si, una vez obtenida la independencia, Lleida quiere ser española, por ejemplo? ¿Lo permitiría la nueva República?
Fácil no es, por supuesto, pero por otro lado tenemos ejemplos civilizados de referéndum, los cuales, por cierto, han sido favorables a los que no querían la independencia, véanse los casos de Quebec y de Escocia. Si hay que cambiar la Constitución pues hagámoslo, pero respetemos las reglas del juego si no queremos caer en la anarquía más absoluta. Saltarse la ley no es gratis para el españolito medio, ¿por qué lo iba a ser con ellos? Imponer la voluntad de unos cobre otros, sin ley que lo respalde, es puro fascismo, nada se aleja más de la democracia.
Repetir una mentira indefinidamente no la convierte en verdad, por mucho que se empeñen algunos políticos; el adoctrinamiento es nefasto. Tantos años para quitarnos el yugo de la Iglesia como para tener ahora a unos políticos que intentan lavarnos el cerebro. ¡Por favor! es hora de plantearse seriamente a quien votar en las próximas elecciones.
Lean, si tienen un momento, estos tres interesantes artículos, uno nada menos que del estupendo escritor Eduardo Mendoza.
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Yo estuve allí y esto es lo que
viví
La autora, magistrada, relata su
experiencia en la jornada del referéndum ilegal, ante un colegio
habilitado para la votación.
Olga Bautista Camarero *
2 octubre, 2017 04:21
https://www.elespanol.com/opinion/tribunas/20171001/251094890_12.html
1 de octubre en cualquier lugar
de Cataluña. No quería que me lo contasen, ni unos ni otros, por eso a las 8 de
la mañana estaba en la esquina del colegio electoral de mi barrio. Había unas
200 personas, y poco a poco iba llegando más gente de todas las edades, sólo
uno se arropa en la estelada, pero alguien le indica que se la quite y lo hace.
Hay gente también en el patio del colegio, la puerta está cerrada, pero se
encaraman en la verja. Son jóvenes; algunos, niños.
Una pareja de mossos d'Esquadra
está en la esquina opuesta a la mía. No hacen nada, miran al infinito. Una
joven se acerca a darle dos claveles blancos, que no rechazan, pero acto
seguido los dejan en un banco cercano. Una madre con sus dos hijos pequeños, de
entre 5 y 7 años, se acerca a la puerta del colegio. Los niños sacan unos
instrumentos de música y se ponen a tocar Els Segadors. La gente se calla,
escucha, uno de los mossos comenta que le parece emocionante; yo no doy crédito
a tal comentario.
Por medio de megáfonos organizan
el comienzo de la votación. Piden a los niños y a la gente mayor que se coloque
en la puerta, que se forme un pasillo que proteja a los que van a votar. Hay
hasta un octogenario con una silla que se ha traído de casa. Se forma una fila
considerable de gente dispuesta a votar. Se comenta que se puede hacer sin
sobre, en cualquier colegio y con cualquier papeleta que se hayan traído de
casa. Todos consultan las redes sociales para tener información.
Me encuentro mucha gente
conocida, me miran con perplejidad, les comento que he venido a verlo porque no
quiero que me lo cuenten. Parece que les sorprende gratamente, me comentan la
emoción que han sentido cuando, de madrugada, han llegado las urnas. Yo callo.
Sólo quedan dos minutos para que
se abra el colegio, reconozco que no entiendo la pasividad de los mossos y que
empiezo a indignarme. De pronto alguien avisa de que viene la policía.
Unos cinco furgones de la
Nacional avanzan por la calle. Se deshace la fila y se forma una piña en la
puerta del colegio. La gente sale a los balcones, la policía se despliega en
silencio, comienzan los gritos de “asesinos”, “hijos de puta” y ”votaremos”. Se
intentan acercar a la puerta del colegio, les increpan, les tiran agua.
Aguantan impertérritos.
La gente forma una cadena
abrazándose unos a otros para que no entren en el colegio. Los agentes disparan
al aire, los niños se asustan y lloran y entonces la gente les insulta porque
no tienen vergüenza, “¿no veis que hay niños?”. Y yo me pregunto, ¿qué hacen
aquí estos niños? ¿No han sido sus propios padres quienes les han colocado en
la puerta del colegio sin pensar en su integridad? Nuevamente siento vergüenza.
Vienen más furgones, salen
rápidamente los policías y se avivan los insultos, las consignas, los gritos.
Algunos empiezan a correr, no sé muy bien por qué. Aumenta la tensión. Y
entonces, por primera vez en mi vida, me identifico con el carnet profesional
ante el inspector al mando interesándome por si puede haber problemas. Me
indica que tienen orden de no cargar, pero me ofrece un asiento en un vehículo
si la cosa se pone fea. Se lo agradezco, pero estoy como espectadora y no tengo
intención de molestarles en su trabajo. Me mantengo fuera del cordón policial.
La policía se mueve rápido.
Algunos agentes forman un cordón protegiendo los vehículos e impidiendo el paso
de la gente mientras el resto entra en el colegio a retirar las urnas y las
papeletas. Y sí, hay un herido. La gente grita con fuerza que son
"asesinos", y vuelven los insultos. Comentan que es
"violencia" ante un "acto democrático".
De entre el tumulto sale mi
madre, catalana y firme defensora del hecho diferencial, pero no independentista.
Indignada me comenta que bastante había aguantado ya el policía al energúmeno
que le escupía, insultaba y empujaba, y textualmente dice: “Antes le hubiera
dado yo”.
Los agentes no miran a la cara de
los que, sin ningún pudor, se les colocan delante para insultarles,
reclamándoles respeto a la "democracia", recriminándoles su
"opresión", señalándoles como "invasores". Son muchos,
jóvenes, mayores, hombres y mujeres que sin reparo se colocan a escasos
centímetros de los policías para increparles con todo lo que se les pasa por la
cabeza.
Delante de mí un hombre descarga
su ira verbal frente a un agente que desvía la mirada y ni se inmuta externamente;
supongo que por dentro debe llevar la procesión. Cuando el individuo se cansa y
se marcha, el policía me mira y no puedo reprimirme, vuelvo a sacar el carnet
profesional, se lo exhibo al tiempo que le digo lo orgullosa que estoy de
ellos. Sorprendido me sonríe y me da las gracias.
Incautadas las urnas se despeja
la zona. Aquí no se votará. La policía se desplaza a otro punto conflictivo, y
yo, después de dos horas de formar parte de la triste actualidad que nos ha
tocado vivir en Cataluña, también me voy.
Siento indignación por lo que he
tenido que escuchar, estupor por la ira que gran parte de la gente rezumaba,
cierto temor por lo que pueda pasar mañana -y quien dice mañana dice de ahora
en adelante-. Estoy convencida de que mi versión no será la que cuente la gente,
porque no ofrece el victimismo buscado, pero yo estuve ahí, y esto es lo que
viví.
* Olga Bautista Camarero es
magistrada y miembro de la Asociación de Jueces Francisco de Vitoria.
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10 afirmaciones que sustentan el
soberanismo catalán y no son verdad
Mitos y falsedades del independentismo.
Barcelona / Madrid 24 SEP 2017 - 12:03 CEST
https://politica.elpais.com/politica/2017/09/24/actualidad/1506244170_596874.html
El independentismo catalán se
sustenta en unas afirmaciones rotundas y repetidas a menudo. Van desde las
creencias históricas (en 1714 hubo una guerra de secesión que acabó con
Cataluña sojuzgada) hasta las económicas (España nos roba, fuera de España
seríamos más ricos). Todas ellas son falsas. El PAÍS recoge y analiza hasta 10
de estos mitos y falsedades que no se sostienen con un estudio pormenorizado.
No es cierto, por ejemplo, y así está reflejado en los tratados europeos, que
una Cataluña
independiente ingresaría automáticamente en la Unión Europea. Al contrario:
debería recorrer un periplo institucional e internacional complejo y azaroso,
con la ONU de por medio como etapa. Tampoco es cierto que el Estado de las
Autonomías haya fracasado, que votar siempre sea democrático (las dictaduras
también organizaron referendos) o que la consulta convocada para el 1 de
octubre sea legal (es ilegal por su contenido, por su
tramitación en el Parlamento catalán y conculca además disposiciones de la
Comisión de Venecia del Consejo de Europa). Asímismo, no es cierto que Cataluña
pueda separarse legalmente de España apelando al derecho de autodeterminación,
ya que ese derecho se reserva a “pueblos sometidos a dominación colonial”.
Tampoco es verdad que la Constitución votada en 1978 sea “hostil a los
catalanes”.
1. LA GUERRA DE 1714 FUE DE
“SECESIÓN”
El relato independentista
sostiene, basándose en la vieja historiografía romántica, que la guerra de sucesión
española de principios del siglo XVIII fue una guerra de secesión, de independencia
de Cataluña respecto de España. Un pueblo independiente y democrático, dice,
“fue conquistado y sus libertades abolidas”. Al contrario que el pueblo
estadounidense, que en 1773 se liberó del yugo colonial británico, Cataluña fue
sometida, afirma (Give Catalonia its freedom to vote, The Independent,
10/10/2014).
No fue así. Al morir Carlos II El
Hechizado (1700) sin descendencia directa, se desató una batalla europea por
hacerse con la Corona de España. Los dos grandes candidatos eran Felipe V de
Borbón (nieto de Luis XIV de Francia) y el archiduque Carlos de Austria. Los
Borbones pretendían la hegemonía continental, aliando a España con Francia. Los
austracistas contaban con el apoyo de Inglaterra —siempre aterrada ante un
excesivo poder de una sola nación en el continente—, secundada por los Países
Bajos.
Lo que pronto sería una cruenta
guerra de monarquías también lo fue de proyectos: el librecambismo
anglo-holandés frente al proteccionismo fisiócrata francés; la burguesía
mercantil frente a la alianza de las aristocracias agrícola y cortesana; el
vago proto-confederalismo de Viena frente a la centralización absolutista
heredera del rey Sol; las periferias versus el centro de Europa.
Estas líneas divisorias acabaron
encontrando partidarios, fieles y servidores en distintos lugares de la
Península. Aunque fueron alianzas efímeras y variables, el reino de Castilla
sintonizó más con el envite francés; el Principado de Cataluña, más mercantil,
con las incitaciones austracistas.
Pero, al inicio, los catalanes
acogieron al Borbón con entusiasmo, como ha historiado el gran especialista del
momento, Joaquim Albareda (La guerra de sucessió i l’Onze de setembre, Empúries;
y Política, economia i guerra, Barcelona 1700, Colecció La Ciutat del
Born).
En efecto, ante las Cortes
catalanas, reunidas en 1701 por vez primera desde 1599, ¡hacía un siglo! (lo
que indica que el sistema funcionaba a poco gas), Felipe juró las Constituciones
supervivientes de la Edad Media. Y otorgó un puerto franco a Barcelona,
licencia para dos barcos anuales a América y otras libertades comerciales.
Pero, empujados por el síndrome
antifrancés desde la reciente y frustrante anexión a Francia (entre 1640,
cuando el incompetente canónigo/president Pau Claris entregó el Principado a
Luis XIII, y 1652, cuando, desengañados de París, los catalanes volvieron a la
Corona hispánica); por la invasión de manufacturas galas y por algunas medidas
despóticas del virrey, cambiaron de bando y se entregaron al archiduque, que
les abandonó para ir a Viena y coronarse emperador.
Se había desatado una guerra
internacional doblada de guerra civil: francófilos contra austracistas. Y una
guerra civil dentro de la guerra civil: las clases industriales e ilustradas,
con los Borbones desde Mataró; los componentes más humildes de los gremios,
formando la Coronela, una milicia austracista derrotada y pasada a fuego, en
Barcelona.
No fue pues una guerra de una
nación contra otra, ni de independencia, ni de secesión, ni patriótica, sino
que las leyes y Constituciones catalanas antiguas se usaron por ambos bandos
como reclamo, lema, anzuelo o coartada cambiante. Trajo desastres, pero no
destruyó el Principado. El final de la guerra catapultó a Cataluña a la
revolución económica: primero agrícola-mercantil y luego proto-industrial, como
asegura el maestro Pierre Vilar en Catalunya en l’Espanya moderna (Ediciones 62).
2. LA CONSTITUCION DE 1978 ES
HOSTIL A LOS CATALANES
Los independentistas sostienen
que hay que superar la Constitución de 1978 porque es “hostil a los catalanes”. Y
pretenden derogarla basándose en los 1,9 millones de votos a partidos
independentistas (Junts pel Sí y la CUP) en
las elecciones autonómicas (planteadas como plebiscitarias) de 2015: un
47,7% de los votantes. Pero la Constitución fue apoyada por 2,7 millones de
catalanes, el 91,09% de los votantes en el referéndum
constitucional del 6 de diciembre de 1978 (¡cerca del doble de los
secesionistas de 2015!), dos puntos por encima de la media; la rechazaron un
4,26%, frente al 7,89% de la media, con una participación del 67,91%. Fue,
junto a Andalucía, la comunidad que más respaldo dio a la Constitución.
Resulta pues obvio que la
superación del marco constitucional actual requeriría, al menos, una mayoría
concurrente equivalente a la de entonces.
Lo cierto es que la Constitución
de 1978 no es la de un “Estado hostil” a los catalanes. Su organización
autonómica no es una pantalla pasada, contra lo que pretende el secesionismo,
sino una Constitución típica de un Estado profundamente descentralizado.
Al contrario que Francia o
Italia, muy centralizados, España diseñó su Constitución tomando como modelo a
la República Federal de Alemania, por tanto, en clave federal. Así, el artículo
2 “reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y
regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas”.
A la Constitución se la conoce
como la de los catalanes, por la influencia directa de los constituyentes
Miquel Roca Junyent y Jordi Solé Tura, y la indirecta a través de los equipos
de trabajo de otros de sus colegas (centristas y socialistas). Y porque su
concepción y organización autonómica (Título VIII, concepto de “nacionalidades”) es tributaria
tanto del empuje autonomista de la Cataluña del momento como del registrado en
los años 30, plasmado en la Constitución republicana de 1931 y en el Estatut de
1932, que en buena medida inspiraron los textos de 1978 y 1979.
El que ahora algunos denominan
despreciativamente “régimen de 1978” fundado sobre esa Constitución posibilitó
una inédita (e históricamente excepcional) participación de los catalanes en la
orientación de la política española, con su activa presencia en el Congreso y
el Senado e innumerables organismos públicos.
Lo hicieron sobre todo a través
de sus partidos mayoritarios: los socialistas del PSC protagonizaron desde 1982
un notable desembarco en los Gobiernos de Felipe González; los nacionalistas
(de CiU), entonces moderados, completaron casi todas las mayorías
parlamentarias, votaron casi todas las leyes importantes y condicionaron a
todos los Gobiernos, del PSOE y del PP.
3. LA AUTONOMÍA HA FRACASADO
Los independentistas dicen que
los casi 40 años de autogobierno muestran su fracaso, que hay un proceso de
“ahogo” de la autonomía y de recentralización y que, por tanto, hay que superar
la autonomía e ir a la independencia.
En el desarrollo de la
Constitución, el
Estatut de 1979 (y su despliegue) estableció un sistema de autogobierno sin
parangón en la historia de España. La oficialidad y el uso vehicular del idioma
catalán permitieron su notable recuperación; se avanzó en la corresponsabilidad
fiscal y en la recaudación de impuestos (pese a que el nacionalismo había
rechazado al inicio de la democracia el sistema de concierto); se administraron
las competencias básicas del Estado del bienestar (sanidad y educación), que
fueron ampliándose a otras (prisiones, policía).
Y el aún más descentralizador Estatut
de 2006 todavía profundizó en ese autogobierno. Incluso pese a que el
Tribunal Constitucional lo
recortó notablemente, en una polémica sentencia (2010) sobre un recurso del
PP que marcó un antes y un después en la percepción sobre el (obstaculizado)
encaje de lo catalán en lo español y sobre la (crecientemente radicalizada)
política nacionalista, que consideró roto el subyacente pacto constitucional.
Aunque algunos de quienes más
dicen lamentar lo que consideran la pérdida del Estatut, como Esquerra
Republicana, habían hecho campaña en contra y habían pedido el voto negativo en
el referéndum de 2006.
En cualquier caso, el tamaño del
desengaño y la desafección fue superior al de la poda hecha en el texto:
supresión de un artículo e incisos en otros 13 (sobre un total de 238) y
reinterpretación de muchos otros. Pero su alcance cualitativo fue superior al
cuantitativo: se descabezó la pretendida desconcentración del poder judicial y
se laminaron competencias financieras importantes, así como aspectos
simbólicos. En
Cataluña se recibió lógicamente como un agravio que la legitimidad del
tribunal primase sobre la voluntad popular ya expresada en el Congreso y en el
referéndum previo a la sentencia.
Pese a esos reveses y a una
panoplia de leyes recentralizadoras introducidas desde 2012 por el PP, el nivel
de autogobierno alcanzado y consolidado en toda España (y singularmente en
Cataluña) no constituye pues ni pantalla pasada ni motivo para pasarla. Al
revés, incluso aunque pueda mejorarse, resulta formidable en términos
comparativos internacionales: España es el séptimo país de la OCDE según el
baremo del poder fiscal descentralizado; y el primero en intensidad de su
descentralización entre 1995 y 2004 (Fiscal federalism, OECD, 2016).
4. ESPAÑA ES UN ESTADO
AUTORITARIO
España es una democracia avanzada
que goza del máximo grado de libertades y respeto por los derechos individuales
y colectivos. Así lo certifican todas las instituciones internacionales de las
que el país es parte así como todos los centros de estudios dedicados a evaluar
la calidad de la democracia de los Estados.
Internamente, el Estado de
derecho y la división de poderes están garantizados por los tribunales.
Internacionalmente, España es signataria de todas las convenciones sobre
derechos humanos y libertades políticas y civiles del sistema de Naciones
Unidas, miembro del Consejo de Europa y sus convenios de protección de
derechos. También es miembro de la Unión Europea y firmante de la Carta de
Derechos Fundamentales de la UE.
Toda la legislación nacional y
las sentencias de sus tribunales están sometidas a los tribunales de Estrasburgo
(Consejo de Europa) y Luxemburgo (Tribunal de Justicia de la UE). Como
demuestran los casos de Hungría y Polonia, los Estados de la UE están sometidos
a un estricto régimen de vigilancia por parte de las instituciones europeas
para detectar cualquier desviación de poder, violación de derechos o ataque a
las libertades o la separación de poderes.
Ni el Gobierno de la Generalitat
ni ninguna entidad independentista ha recurrido a ninguna de estas instancias
internacionales para denunciar ninguna violación de derechos ni el Estado
español ha sido apercibido o condenado, dentro o fuera del país, por este tipo
de hechos.
Freedom House concede a
España la máxima puntuación en derechos políticos y civiles: 95/100, la misma
que, por ejemplo, a Alemania. El Economist le otorga un 8,3 sobre 10 en su
índice sobre democracia, un valor situado entre Francia (7,92) y Alemania
(8,6). El
Proyecto Politi IV, que mide el autoritarismo y la evolución de la
democracia, sitúa a España en el máximo de democracia (10) desde 1982.
Más: en su informe de 2017 sobre
derechos humanos, la organización Human Rights Watch ni hace mención a la
presunta supresión de derechos en Cataluña ni menciona siquiera a Cataluña como
un asunto específico.
Y aunque el Alto Comisionado de
la OSCE para los Derechos de las Minorías, en su último informe sobre
España, advirtió solo sobre la integración de los gitanos, ni en ese texto ni
en su informe sobre derechos lingüísticos hizo ninguna mención condenatoria a
España.
5. ESPAÑA NOS ROBA
Esta falsedad la puso en
circulación la Generalitat
de Artur Mas en 2012, al publicar un cálculo según el cual Cataluña estaría
aportando 16.409 millones de euros al presupuesto común. El supuesto robo del
8,4% del PIB de Cataluña fue difundido por el expresidente Jordi Pujol: “Pagar
en torno al 9% de su PIB por concepto de solidaridad, y con frecuencia más, se
convierte en un expolio que perjudica gravemente a Cataluña y su gente”.
Ese cálculo es un desatino. El
estudio nacionalista que en 1994 lanzó el concepto de “expolio” calculaba la
balanza en el 7,56% del PIB, de los cuales la aportación a la solidaridad
interregional justificaba 2,44 puntos. El trabajo, de Jordi Pons y Ramon
Tremosa, cifraba pues el exceso de déficit en algo más de cinco puntos, no ya
de nueve. Cifras menos lejanas a los déficits fiscales de los territorios más
prósperos en los países federales, en torno al 3,85%.
En realidad, los nacionalistas
catalanes defendieron en su propuesta de pacto fiscal de modelo a la vasca
corregido (“concierto solidario”) una cuota de solidaridad del 4% del PIB
(rebajada al 2% en algunas versiones), con lo cual el déficit fiscal excesivo
no sería de ocho puntos, sino de cuatro. Pero la doble cifra tótem de 16.409
millones de euros (8,4% del PIB) fue la que se empleó para la propaganda. Y
recibió muchas críticas, por desmesurada, ya que se estimó según uno de los dos
métodos (y seis variantes) de cálculo científico de las balanzas (“flujo monetario”:
territorio donde se produce el gasto público), menos indicado que su
alternativa (“beneficio” a cada población, independientemente del lugar del
gasto).
El economista Antoni Zabalza
distinguió entre los ciclos económicos. En el libro Economia d’una Espanya plurinacional, calculó que si en
tiempos de bonanza el déficit catalán oscilaba en torno al 8%, en fases de
crisis era muy inferior o se convertía incluso en superávit. En parecida línea,
Josep Borrell y Joan Llorach, en su libro Las cuentas y los cuentos de la independencia, recogían una
estimación de la Generalitat según la cual el desbalance para Cataluña
alcanzaría en 2015 solamente 3.228 millones de euros: esto es, solo un 1,6% de
su PIB.
Así que tras haberse convertido
en “verdad oficial del procés”, el fervor sobre el mito de los 16.460 millones
perdidos se fue mitigando en el ámbito de mayor cultura económica.
En realidad, hay un cierto
consenso en que Cataluña contribuye según sus capacidades y riqueza lo que le
corresponde; pero recibe mucha menor inversión que la adecuada para el peso de
su PIB y de su población en ambos parámetros globales: de 2011 a 2015 la
inversión estatal presupuestada para toda España bajó un 36,6%, por un 57,9% en
Cataluña; y la ejecutada fue aún mucho peor. Esta es una de las vías aptas para
corregir las disfunciones —que no expolio—, de la situación actual. En
cualquier caso, las
balanzas oficiales del Gobierno para 2014 indicaban que Cataluña no era la
primera comunidad contribuyente neta (déficit fiscal de 9.892 millones, el
5,02% del PIB) sino la segunda, tras Madrid (19.205 millones negativos, un 9,8%
de su PIB).
Siempre que esos niveles de
desbalance no estrangulen el crecimiento de los territorios más prósperos, su
mayor contribución neta deriva del principio de progresividad (a mayor riqueza,
más fiscalidad), como pasa con los individuos.
Además, el déficit fiscal
compensa su superávit comercial (la ocupación industrial de las regiones menos
desarrolladas): así ocurre en la UE, entre Norte y Sur. Cuando los
“contribuyentes netos” europeos se han rebelado y han exigido pagar menos al
presupuesto común, las autoridades catalanas no han hecho causa común con
ellos. ¡Se trata de lo mismo!
6. SOLOS SEREMOS MÁS RICOS
La tesis de que los catalanes en
solitario serían más ricos tiene mucho de ensoñación.
Cierto que ya conforman, con
Madrid, País Vasco y Baleares, una de las comunidades españolas más prósperas.
Cierto también que han mantenido
y aumentado su nivel comparativo europeo —en términos de prosperidad, medida en
PIB per cápita— con regiones muy avanzadas, como la francesa Rhône-Alpes, la
italiana Lombardía y la alemana Baden-Wurtemberg, con las que conforman el
cuarteto conocido como “los cuatro motores”.
Y cierto que, por lo menos hasta
el inicio de la Gran Recesión, se defendieron mejor que estas. Lo hicieron,
significativamente, formando parte de España, de la economía española, de eso
que el secesionismo denomina el Estado español, al que considera un Estado
ajeno, enemigo u hostil: en su seno, Cataluña no ha dejado de progresar.
El caso es que la versión
radicalizada del nacionalismo pinta un escenario rosa en caso de separación,
ignorando o minimizando los costes directos de la misma. Amén de los
indirectos: la pérdida de las sinergias económicas y los estímulos
intelectuales obtenidos por pertenecer al amplio espacio económico europeo,
líder mundial en comercio, ayuda al desarrollo y modelo social avanzado.
Así, los publicistas
secesionistas propagan que, con la independencia, Cataluña sería mucho más rica
que actualmente. Aumentaría su PIB y su empleo, y mejoraría su capacidad de
endeudamiento, las pensiones y los servicios sociales.
Lo sostiene, aunque con un
abanico muy amplio de escenarios y cifras concretas, un grupo de economistas
(Colectivo Wilson); bastantes de los autores del libro Preguntes i respostes sobre l'impacte econòmic de la
independència (Col.legi d’Economistes, 2014), y el número 2016/1 de la Revista
de Catalunya.
Frente a esta posición, un
escenario negro. El Ministerio de Economía asegura que la secesión reduciría el
PIB entre un 25% y un 30%, hasta 63.000 millones de euros. Un estudio del
Ministerio de Exteriores menos trágico cifra el impacto negativo para Cataluña
en 36.999 millones, cerca del 19% de su PIB (Consecuencias económicas de una hipotética independencia de
Cataluña, 17/2/2014).
Entre un escenario glorioso y
otro catastrófico, los datos y estudios comparativos indican que Cataluña
afrontaría una fortísima crisis (que afectaría también al conjunto de España),
probablemente cercana a la causada por la Gran Recesión, que redujo entre 2008
y 2013 la riqueza española, medida en PIB, en un 9,2% entre 2008 y 2013.
Algunas comparaciones
internacionales pueden ofrecernos pistas, aunque sus contextos difieran.
Ciñéndose solamente al impacto en el PIB de la reducción y encarecimiento del
comercio interno, el quinto estudio oficial británico sobre la independencia de
Escocia calcula que esta perdería un 4% de su PIB, lo que traducido al tamaño
catalán equivaldría a perder el 3%, reconoce la Revista de Catalunya.
El precedente de la partición de
Checoslovaquia (1993) prohíbe minimizar el revés comercial de las rupturas
(incluso pactadas, como fue aquella). Desde entonces hasta 2011 las
exportaciones checas a Eslovaquia bajaron del 22% al 9% y las de sentido
inverso, del 42% al 15% (La fábrica de España, EL PAÍS, 22/11/2012). Y la
separación de Eslovenia retrajo sus exportaciones totales un 23,5% en 1992, y
un 5,5% su PIB, según un estudio de la Cámara de Barcelona (El sector empresarial a Catalunya i Espanya, 5/6/2014).
Ese trabajo, menos militante que
los oficialistas, calcula que, solo por el efecto de la caída del comercio, el
PIB catalán podría reducirse hasta el 5,7% (y un mínimo del 1,1%), mientras que
el perjuicio de la secesión catalana para el resto de España alcanzaría un
signo negativo máximo del 1,4%.
Entre otras razones, porque la
dependencia de las exportaciones de Cataluña al mercado español (que ella tanto
contribuyó a crear), cercanas a un tercio de su total, es muy superior a la
inversa; y porque su saldo positivo (22.685 millones en 2011) compensa el saldo
negativo de la balanza comercial catalana con el extranjero (15.325 millones).
Claro está que un impacto adverso
de 5,7 puntos (o de 3 puntos en la comparativa con Escocia) no es equiparable a
los nueve puntos perdidos por la economía española durante la Gran Recesión.
Pero, atención, esas cifras se
circunscriben a los estrictos efectos de la evolución comercial, el elemento
hasta ahora más explorado. Y, además, en el caso catalán las estimaciones se
remiten a un escenario de una separación idílica, sin interrumpir su
adscripción a la UE, algo denegado por los Tratados y por las autoridades
comunitarias.
Queda pues por añadir otros
flujos adversos: de inversión exterior (hasta ahora positiva), de turismo, de
facilidad de endeudamiento exterior, y la mencionada pérdida de los efectos
positivos de la pertenencia a un gran espacio económico integrado. Cataluña
podría pues ser económicamente viable por sí sola (lo es Uruguay). Pero lejos
de convertirse en un paraíso inmediato —quizá también de un infierno letal—, se
abocaría a un azaroso y dramático purgatorio.
7. TENEMOS DERECHO A SEPARARNOS
Es falso que, contra lo que
sustenta la suspendida ley
del referéndum en su exposición de motivos, Cataluña tenga el “derecho
imprescriptible e inalienable a la autodeterminación” (y, más aún, en un
sentido “favorable a la independencia”), que habría sido reconocido por el
derecho internacional. Sucede lo contrario.
La normativa de Naciones Unidas (Carta
fundacional de 1945, resoluciones 1514 y 2625 de la Asamblea General, Pacto
Internacional de Derechos Civiles) reconoce el derecho de autodeterminación
pero en sentido interno: como un derecho de los pueblos a que sus ciudadanos
puedan realizarse políticamente, votar en elecciones democráticas y participar
en las instituciones.
Solo en situaciones muy
específicas este derecho a la autonomía dentro del Estado se puede convertir en
autodeterminación externa, frente al Estado, y por tanto, a la secesión. Esas
excepciones se circunscriben a la “situación particular de los pueblos
sometidos a dominación colonial o a otras formas de dominación u ocupación
extranjeras” (Resolución 50/6 de la ONU).
Pero, además, ese derecho es
concurrente con el principio de “integridad de los Estados”. Es más, puede
ceder la primacía ante este último porque el reconocimiento de la
autodeterminación externa para “nada (…) autoriza o fomenta acción alguna
encaminada a quebrantar o menoscabar, total o parcialmente, la integridad
territorial o política de Estados soberanos”: ¿qué Estados quedan protegidos de
secesiones? Aquellos “que se conduzcan de conformidad con el principio de la
igualdad de derechos (…) y estén, por tanto, dotados de un Gobierno que
represente a la totalidad del pueblo perteneciente al territorio”, remata la
50/6. En resumen, las democracias.
Y en el caso que nos ocupa, la
democracia española ha sido construida con la decisiva aportación de los
catalanes (desde su participación en la ponencia de la Constitución de 1978);
ha ofrecido cauce para que hayan participado en 38 convocatorias electorales de
distinto nivel de gobernanza (local, autonómico, estatal y europeo, y en cuatro
referendos legales, el de la Constitución, los de los Estatutos de 1979 y 2006
y el del Tratado Constitucional de la UE); y para que participen en las
instituciones del Estado. No están sometidos a un yugo colonial, dictatorial ni
militar.
En casos aún más excepcionales se
habla de “secesión remedial”, como último remedio para cesar una
masiva vulneración de los derechos humanos y las libertades democráticas. Pero
estos casos extremos deben ser convalidados por el Consejo de Seguridad de la
ONU, como ocurrió en Kosovo, que además respetó en su declaración de
independencia el Marco Constitucional interno —con mayúsculas—, administrado
bajo tutela de una misión de la ONU. Además de que su jefe recomendó
específicamente la
independencia de Kosovo respecto de Serbia al Consejo de Seguridad, lo que
este aceptó.
Otros Estados han surgido por
sucesión o desintegración/implosión (de la URSS o de Yugoslavia), pero de ahí
no se deriva un derecho genérico a la secesión. Escocia, Canadá y Montenegro
han celebrado referendos de autodeterminación, pero conforme a su ordenamiento
y con autorización del Gobierno central y del Parlamento, nunca de forma unilateral.
El caso de Sudán del Sur es parecido.
La Constitución Española no
contempla —como ninguna otra de Europa ni de prácticamente ningún país— el
derecho de un territorio a desgajarse. Una modificación del statu quo requeriría
una reforma constitucional por el procedimiento agravado, que exige entre otras
cosas aprobación por mayoría de dos tercios en Congreso y Senado y que la
reforma se apruebe en referéndum por todos los españoles. Existe, eso sí, la
posibilidad de consultar directamente a los ciudadanos sobre “decisiones de
especial trascendencia”, pero entonces el referéndum debe convocarlo el
Gobierno, es solo consultivo y no vinculante y deben tener derecho a votar en
él todos los españoles (art. 92 de la Constitución).
Además, la doctrina mayoritaria y
la jurisprudencia del Tribunal Constitucional exceptúan de la posibilidad de
someter a referéndum todas las cuestiones que contradigan la unidad nacional e
integridad territorial recogidas en el artículo 2. Referendos contrarios a
normas constitucionales similares, como sucedió con las de Ucrania en el caso
de la secesión de Crimea, han sido radicalmente desautorizados por el Consejo
Europeo, la Asamblea General de la ONU y la Comisión de Venecia del Consejo de
Europa.
8. NO SALDRÍAMOS DE LA UE
No es cierto que una Cataluña
independiente seguiría formando parte de la Unión Europea, como pretende el
secesionismo.
Desde 2004, los sucesivos
presidentes de la Comisión Europea (que es la guardiana e intérprete en primera
instancia de los Tratados), Romano Prodi, Jose Manuel Durão Barroso y
Jean-Claude Juncker, han sostenido idéntica tesis, con escasísimas variaciones
en su formulación: “Si
un territorio de un Estado miembro deja de ser parte de este Estado porque
ese territorio se convierte en un Estado independiente, los Tratados no pueden
seguir aplicándose a esa parte del territorio. Y la nueva región independiente
se convierte, por efecto de su independencia, en un país tercero”. Ese nuevo
Estado deberá “pedir nuevamente el ingreso” si desea ser miembro.
Esta definición deriva
directamente de la textualidad del Tratado
de la Unión Europea (TUE). Su artículo 52 menciona, uno por uno y por su
nombre completo, los 28 Estados miembros de la Unión. No aparece el de
Cataluña, de manera que su adscripción a la Europa comunitaria deriva del hecho
de formar parte del Reino de España. No es que Cataluña se abocase a su
expulsión del club comunitario; es que se autoexcluiría del mismo.
Pero, además, el TUE, en su
título I (el de carácter más constitucional), obliga a todos en su artículo 1.2
a respetar el orden constitucional de cada Estado miembro y su integridad
territorial, en los siguientes términos: “La Unión respetará la igualdad de los
Estados miembros ante los Tratados, así como su identidad nacional, inherente a
las estructuras constitucionales de éstos (...) y respetará las funciones
esenciales del Estado, especialmente las que tiene por objeto garantizar su
integridad territorial”. No es un asunto de legislación derivada, ni
reglamentaria, ni opcional, sino de orden constitucional.
Así que, en caso de que Cataluña
se constituyese en un Estado independiente y desease adherirse a la UE, ello no
sería automático, sino que debería presentar su candidatura a tal efecto, según
establece el artículo 49 del TUE, que debería ser validada por los 28 Estados
miembros, incluida España, algo de suyo complicado, más aún si la separación
fuese unilateral.
Pero para ser candidato deben
cumplirse los dos requisitos básicos fijados por ese artículo. El primero es
ser “un Estado europeo”; el segundo, ser “un Estado que respete los valores”
democráticos proclamados en el artículo 2, como recordaba en un artículo del
prestigioso exjurisconsulto del Consejo Europeo, Jean Claude Piris (Cataluña
y la Unión Europea, EL PAíS, 29/8/2015).
En el supuesto de que esos
valores se cumpliesen, habría que acreditar también que el país constituye “un
Estado europeo”. Y para constituir un Estado hay que obtener el reconocimiento
internacional. Como acabó reconociendo Artur Mas el pasado 25 de marzo, “si no
te reconoce nadie, las independencias son un desastre”.
Y la vía indiscutible para ese
reconocimiento es la ONU, la pertenencia a la misma. Para que la ONU admita un
nuevo Estado debe recomendarlo primero el Consejo de Seguridad (entre cuyos
miembros permanentes con derecho a veto figura Francia, nada inclinada a
favorecer rupturas territoriales y sensibilizada por cuestiones como la de
Córcega o sus propios territorios catalanes); y luego aprobarlo la Asamblea
General por una mayoría de dos tercios.
La minimización política de esos
obstáculos aludiendo a la importancia capital de Cataluña para Europa y la
imperiosa necesidad que esta tiene de aquella contrasta con el unanimismo de
los Gobiernos e instituciones europeas en contra de la fragmentación; con la
problemática que suscitaría el precedente de una secesión para muchos Estados
miembros que experimentan tensiones centrífugas domésticas; y con el propio
objetivo fundacional de la actual UE de reconciliar a los europeos sobre bases
como el mantenimiento inalterado de las fronteras internas establecidas tras la
Segunda Guerra Mundial.
Y frente al recurso a una
pretendida “ampliación interna” relativa a la presunta conservación por los
catalanes de su condición de ciudadanos europeos, la Comisión ha dejado bien
establecido que solo las personas que tengan nacionalidad de un Estado miembro
son ciudadanos de la UE, según el artículo 20 del TFUE (C(2022) 3689 final,
30/5/2012).
El premio de consolación sería la
permanencia en el euro. “En cualquier caso, Cataluña va a estar en el euro… hay
países que no están en la UE y tienen euro, Cataluña lo tendrá si quiere”,
manifestó Mas en septiembre de 2013. No es así. Estar en el euro es formar
parte de la unión monetaria, y en ella solo se admiten a los Estados miembros
de la UE.
El sucedáneo sería emplear el
euro: crear una moneda propia y pegarla a la europea, pero ese mecanismo, el currency
board, exige un acuerdo previo por unanimidad (art. 219.1 del TUE) de los 28. Y
aunque es el sistema usado por Mónaco, San Marino, el Vaticano y Andorra, “no
es adecuado para las economías diversificadas”, según el FMI. Un sucedáneo del
sucedáneo sería emplearlo sin acuerdo, lo que los expertos consideran contrario
al Tratado. Y privaría también a las entidades bancarias de Cataluña del
paraguas de financiación masiva que despliega el BCE, que en el mejor de los casos
(contar con filiales en la eurozona) solo les podría adjudicar apoyos
simbólicos, como los otorgados a las de terceros países.
9. EL REFERÉNDUM DEL 1-0 ES LEGAL
La votación convocada para el 1
de octubre es legal, sostiene el Govern. Falso. Y su vicepresidente, Oriol
Junqueras, riza el rizo añadiendo que el Código Penal no prohíbe votar. Es
engañoso.
Para que una convocatoria electoral
sea legal debe ampararse en la ley. Y la Constitución otorga la competencia
exclusiva para llamar a referendos en asuntos “de especial trascendencia” a las
Cortes y al Gobierno. El
1-O ha sido convocado de forma unilateral, por decreto de la Generalitat.
Las dos leyes de desconexión, la
de referéndum, del 6 de septiembre, y la
de “transitoriedad y fundacional” de la república catalana, de 8 de
septiembre, son ilegales.
Lo son, primero, por cuestión de
procedimiento. Fueron votadas en el Parlament sin la mayoría de dos tercios que
exige el Estatut para su reforma, según su artículo 222 (y suponen mucho más
que una mera reforma); en virtud de un cambio del Reglamento de la cámara que
quebrantó los derechos de los diputados (y de los votantes); e incumpliendo un
requisito esencial del procedimiento legislativo, la solicitud de dictamen
previo al Consell de Garanties Estatutàries, el equivalente catalán del
Tribunal Constitucional en el control de legalidad de las normas autonómicas.
Tras haber emitido varios
dictámenes contrarios a distintas piezas normativas del procés (entre ellos
sobre la propia reforma del reglamento parlamentario), el mismo 6 de
septiembre, dicho Consell, reunido de urgencia en pleno, emitió un acuerdo
remitido a la Cámara recordando “el carácter preceptivo” de su dictamen, que la
Mesa ignoró. Defecto de forma que es de fondo, al anular garantías
imprescindibles en el proceso de elaboración de una ley. Un aviso de ilegalidad
concomitante fue emitido por los letrados de la Cámara.
Además, la ley del referéndum es
ilegal por su contenido. Una ley ordinaria no puede autoproclamar (artículo
3.2) que “prevalece jerárquicamente” sobre el Estatut y la Constitución; no
puede contradecir a la Constitución (artículo 92: competencia estatal y
carácter consultivo de los referendos); y no puede establecer (artículo 19) una
autoridad electoral —la Sindicatura— por mayoría absoluta, cuando una ley
electoral exige mayoría reforzada de dos tercios (artículo 56 del Estatut).
Y conculca las principales
disposiciones de la Comisión de Venecia del Consejo de Europa: disponer de una
normativa electoral desde un año antes, sin cambiarla (ha sido menos de un
mes); entablar previamente “serias negociaciones entre todos los actores”;
prohibir “el uso de fondos públicos por parte de las autoridades con fines de
campaña” (lo que viola la radiotelevisión oficial).
En cuanto a la ley de
transitoriedad, se trata de un texto con pretensión de Constitución interina
que entraría en vigor a los dos días de celebrado el referéndum (presunción de
hechos consumados) y sin haberse votado en un referéndum constituyente:
“Cataluña se constituye en una República” (artículo 1); la “soberanía nacional
radica en el pueblo de Cataluña” (artículo 2); y “mientras no se apruebe la
Constitución de la República, esta ley es la norma suprema del ordenamiento
jurídico catalán” (artículo 3).
La norma dibuja y prefigura un
Estado autoritario que acabaría con el Estado de derecho, pues cancela la
separación de poderes y la independencia del poder judicial: el presidente del
Tribunal Supremo sería elegido por el presidente de la República (y primer
ministro); y todos los cargos judiciales, por una comisión mixta en la que el
Gobierno dispondría de mayoría absoluta, erosionando el derecho fundamental de
los ciudadanos a la tutela judicial (artículo 65 y siguientes), en sintonía con
la evolución dictatorial de Polonia. Y el próximo Parlament, que en teoría
tendría funciones constituyentes, carecería de ellas pues debería obedecer un mandato
previo vinculante dictado por un “proceso de participación ciudadana” (artículo
85 y siguientes) previsiblemente hegemonizado por las entidades de agitación
soberanista.
Estas leyes, suspendidas por el
Constitucional, exhiben una ilegalidad de origen por cuanto derivan de otras
anteriores, anuladas por el mismo, siempre por unanimidad. Así, la Sentencia
del TC STC 42/2014 (25 de marzo) anuló la resolución parlamentaria 5/X (23 de
enero de 2013) que aprobó la soberanía de Cataluña: porque el soberano es el
pueblo español de manera “exclusiva e indivisible” (artículo 1.2 de la
Constitución).
En la STC 103/2008 de 11 de
septiembre estableció que si la pregunta del referéndum afectaba al orden
constitucional, el único referéndum posible es el previsto en los
procedimientos de reforma de la Constitución. La STC 31/2015 de 25 de febrero
insistió en ello. De manera que “ni la Generalitat ni el Estado pueden convocar
un referéndum o una consulta popular que pueda afectar al orden
constitucional”, como lo sería “preguntar sobre la independencia de Cataluña”,
como ha escrito el letrado mayor del Parlament, Antoni Bayona. La más reciente STC del 10 de mayo de 2017 abunda en ello.
La STC 259/2015, del 2 de
diciembre, declaró inconstitucional la resolución 1/XI del Parlament, de 9 de
noviembre de 2015, en que este reclamaba un Estado catalán independiente,
proponía leyes de desconexión y un “proceso constituyente no subordinado”, sin
supeditarse a las resoluciones del propio TC. El tribunal rechazó ese texto
como un “acto fundacional” del proceso de independencia y estableció que en un
Estado democrático no pueden contraponerse legitimidad democrática y legalidad
constitucional.
Una panoplia de resoluciones
derivadas (como interlocutorias) del TC desarrolla y detalla esa doctrina en
cada paso que se ha imprimido al procés soberanista: de manera que el marco
normativo del referéndum es ilegal a los ojos de la ley, y también de la
jurisprudencia.
Adicionalmente, el Código Penal
es obvio que no prohíbe votar, pero sí castiga la desobediencia, la
prevaricación y la malversación de fondos en procesos electorales que hayan
sido legalmente prohibidos.
10. VOTAR SIEMPRE ES DEMOCRÁTICO
“Referéndum es democracia”, es el
principal lema de la campaña secesionista para el 1-O, que se despliega con
diversas variantes.
Formulado así, sin matices, el
principio es equívoco y por tanto induce al error. Es cierto que las consultas
referendarias como mecanismo de “democracia directa” pueden constituir un buen
complemento de la democracia representativa. Y así sucede frecuentemente en
algunos países muy concretos, de pequeña dimensión, vida política local muy
intensa y gran tradición (constitucionalizada) en votaciones sobre cualquier
asunto, como Suiza.
Pero también los referendos han
sido empleados por las peores dictaduras. Los ocupantes nazis de Austria
hicieron ratificar el Anchluss (anexión) al Tercer Reich de Adolf Hitler por
esa vía, el 10 de abril de 1938. Entre otros detalles, la casilla del sí
duplicaba el tamaño de la del no. Resultado: 99,73% a favor.
El franquismo rubricó de igual
forma su Ley Orgánica del Estado el 13 de diciembre de 1966, sin libertad para
discrepar ni existencia de partidos ni de derecho democrático alguno.
Resultado: 95% de votos favorables, que en algunas mesas electorales llegaron a
superar el 100% de los electores (procedimiento conocido como pucherazo: añadir
papeletas con un puchero).
Además, defender que la única
solución al (muy mejorable) encaje de Cataluña en España es un referéndum de
independencia carece de sentido: esta reivindicación no figuraba en el programa
electoral de Junts pel Sí, el principal grupo secesionista (Convergència y
Esquerra) para las elecciones
plebiscitarias del 27-S, por considerar ya válida a todos los efectos la
deficiente consulta del 9-N de 2014. No se votó entonces en favor de ese ni de
ningún referéndum. No hay pues mandato electoral para su celebración, sino solo
un intento de captar a ciudadanos votantes de otros partidos y partidarios de
una consulta pactada (esta no lo es).
Para que un referéndum sea
democrático debe celebrarse en un régimen democrático y ateniéndose al marco
constitucional. “Celebrar un referéndum que es inconstitucional contraviene en
todo caso los estándares europeos”, dictaminó el Consejo de Europa (Comisión de
Venecia, que supervisa los referendos en el continente) en el caso del
referéndum separatista de Crimea respecto de Ucrania (dictamen 762/2014).
Y es que el uso de referendos
debe “cumplir con el sistema legal como un todo, especialmente las reglas de
procedimiento (…)”. “Los referendos no pueden celebrarse si la Constitución o
una ley conforme a ella no los autoriza”, obliga el Código de Buenas Prácticas
del organismo (documento 371/2006). Y el artículo 2 de la Constitución de
Ucrania establece que su soberanía “se extiende a su entero territorio”, que es
“un Estado unitario” y que su frontera “es indivisible e inviolable”.
El presidente de la Comisión
de Venecia advirtió el 2 de junio en carta al de la Generalitat que
cualquier referéndum debía ser pactado con el Gobierno y llevarse “a cabo en
pleno cumplimiento con la Constitución”, lo que en este caso no ocurre porque
la (suspendida por el Constitucional) ley catalana del referéndum se sitúa por
encima y al margen de la Constitución, y del Estatut.
Es falso asimismo que la
exclusión del recurso a referéndum en asuntos de soberanía sea propio de
“democracias de (presunta) baja calidad”, como alega el Govern. Todas las
democracias avanzadas de la Europa continental excluyen asimismo la
convocatoria de referendos de secesión. Los dos episodios más recientes al
respecto son Italia y Alemania.
La Corte Costituzionale italiana
(sentencia del 29/4/2015) dictaminó que la soberanía de todos sus ciudadanos
“es un valor de la República unitaria que ninguna reforma puede cambiar sin
destruir la propia identidad de Italia”. Y que atentar contra ese imperativo
implica “subversiones institucionales radicalmente incompatibles con los
principios fundamentales de unidad e indivisibilidad de la República”. Y ello
porque “la unidad de la República es uno de los elementos tan esenciales del
ordenamiento constitucional que está sustraído incluso al poder de revisión de
la Constitución”. Una restricción que no opera en España, puesto que todos los
artículos de su Constitución pueden reformarse.
En igual sentido y de forma mucho
más escueta, ante una petición de referéndum independentista para Baviera, el
Tribunal Constitucional alemán resolvió denegarla el 16 de diciembre de 2016
puesto que “no hay” ningún “espacio para aspiraciones secesionistas de un
Estado federado en el marco de la Constitución: violan el orden
constitucional”. Y es que en la República Federal, “como Estado nacional cuyo
poder constituyente reside en el pueblo alemán, los Estados federados no son
dueños de la Constitución”.
Así que los referendos de
secesión no son democracia (europea).
▬
El descarrilamiento del ‘procés’
Los que invocan el nacionalismo
lo hacen en vano. El amor a la comunidad a la que uno pertenece y el cuidado de
los intereses materiales y culturales de esa comunidad no se articulan hoy en
día por medio del nacionalismo.
Eduardo Mendoza
Hace unos días me pasaron a la
firma un manifiesto sobre el referéndum catalán. Los firmantes eran personas
que respeto y con muchas de las cuales tengo una buena amistad y el contenido
del manifiesto era inocuo, a pesar de lo cual no quise sumarme a la lista de
firmantes por varias razones de forma y de estrategia: en primer lugar, todos
los firmantes tienen, sin ánimo de ofender, una cierta edad, con lo cual su
opinión encarna la sabiduría y la experiencia, pero no representa el ímpetu y
la esperanza de una población más joven. Al margen de esto, en el momento
presente, un manifiesto publicado en un determinado órgano de expresión sería
tomado como una declaración de guerra dijera lo que dijera. Y así ocurrió. Sin
embargo, de poco sirvió mi exquisita prudencia y mi nombre ha sido incorporado
a la lista de los firmantes a la hora de repartir denuestos. Qué le vamos a
hacer.
Seguramente esta adhesión virtual
se debe a unas declaraciones recientes, expresadas en el curso de una
entrevista, en las que dije que el procés había descarrilado. Con eso quise
decir que el planteamiento de la cuestión y su desarrollo posterior habían sido
erróneos y seguían un camino equivocado, no tanto por su contenido, discutible
en algunos puntos, pero merecedor de un serio debate, sino el espíritu que lo
había alimentado y del que se seguía nutriendo. Con esta frase tan retorcida me
refería, como añadí, al nacionalismo.
En la entrevista a que me refiero
dije que el nacionalismo era un concepto anacrónico. Pervive, sin duda, en el
ánimo de muchas personas, pero ha cambiado de sentido. Lo mismo ocurre con
otros conceptos. Por ejemplo, el romanticismo. Si hoy digo que soy un
romántico, nadie interpretará que pienso como Schiller o como Lord Byron, sino
que me gustan las canciones melódicas y las películas ñoñas que acaban bien.
Otros conceptos sufren hoy el mismo desgaste: democracia, por ejemplo; o
socialismo. Pero no nos alejemos del tema. Lo que quería decir es que los que
invocan el nacionalismo lo hacen en vano. El amor a la comunidad a la que uno
pertenece y el cuidado de los intereses materiales y culturales de esa
comunidad no se articulan hoy en día por medio del nacionalismo ni son, en
rigor, nacionalismo. El nacionalismo tuvo su momento y pasó. Ahora es un
conjuro que permite al que lo usa creer que representa los intereses de la
comunidad y descalificar al que no comparte su postura. Por suerte o por
desgracia, hoy en día los problemas son otros y añadir el elemento emocional a
las cuestiones prácticas lo enreda todo. Pero también es cierto que las
emociones existen y son importantes para quien las siente y rechazarlas con la
altanería de quien está de vuelta de todo es contraproducente y está mal.
Cataluña no es un país de ideas.
Las relaciones humanas, el pragmatismo y la creatividad artística son sus
principales virtudes. En uno y otro terreno subyace un elemento infantil que
hace a Cataluña especialmente atractiva, como se demuestra por un turismo que
la desborda. Y los visitantes acuden en masa a ver la obra de Gaudí y la de
Dalí, dos artistas que apelan a lo que algunos llaman “el niño que todos
llevamos dentro” y esta cualidad le ha permitido pasar rápidamente y con éxito
de una economía industrial en decadencia a una economía de servicios y a
Barcelona en la capital europea del desmadre. Nadie escapa a este influjo. Lo
mismo se aplica las grandes manifestaciones públicas. Comparadas con las
broncas de cualquier otro país, las manifestaciones que tienen lugar en
Barcelona, sea para protestar o para exigir, son una fiesta escolar. La gente
se ríe, se abraza, canta y su comportamiento, en todo momento ejemplar, hace
que la manifestación parezca un juego. Los corresponsales extranjeros, que del
niño ven la inocencia y no la rabieta, flipan y se apuntan a una causa tan
guai. Del mismo modo, las actitudes desafiantes de los dirigentes, los insultos
y las descalificaciones les salen del alma, pero vistas objetivamente, son de
tebeo.
A esto el Gobierno español, tanto
el actual, como todos los gobiernos que le han precedido a lo largo de una
historia que dura más de cien años, no sabe cómo responder. En el caso del
Gobierno actual la cosa se agrava porque sus recursos intelectuales son, por
decirlo de algún modo, limitados. Regaña, llama al orden y amenaza, todo lo
cual da el resultado contrario al que busca, si es que busca resolver el
conflicto y no encrespar los ánimos con fines electorales. El recurso a la
legalidad difícilmente surte efecto cuando ni este Gobierno ni ninguno ha
demostrado mucha preocupación por las leyes a la hora de manejar los dineros
propios y ajenos. Y la amenaza de poco sirve frente a la irresponsabilidad.
¿Qué hay que hacer? No tengo ni
idea. Lo preocupante es que tampoco parece haber nadie que tenga alguna, salvo
la de continuar la batalla de slogans y llegado el momento salir a la calle y
liarse a mamporros. Mientras tanto, el papel de las personas como yo, apartadas
de la cosa pública por inclinación, pero metidos en ella por las
circunstancias, sólo puede ser el de intentar aclarar las ideas y reconducir
las cosas a un terreno más serio. Y en cumplimiento de esta noble función hago
dos apuntes de orden lingüístico e histórico.
El primero es de uso interno: La
Historia nos enseña que no se grita por las calles que no hay democracia cuando
realmente no hay democracia; si te dejan salir a gritar lo que te da la gana es
que las cosas no están tan mal. El segundo se refiere a la Guardia Civil. Los
medios de información extranjeros califican a la Guardia Civil de
“paramilitares”, lo cual es una falsedad, primero porque la Guardia Civil es
una rama más de la policía estatal y segundo porque este término remite al
lector a otros países y otras actividades que por fortuna no tienen nada que
ver con lo que ahora pasa en Cataluña. Y quienes en Cataluña invocan la
Historia reciente bien saben que el levantamiento militar de 1936 no triunfó en
Barcelona gracias a la lealtad de la Guardia Civil a la República. Es verdad
que luego fue un instrumento del franquismo, pero no más que los curas que
ahora declaran su apoyo al referéndum.
Los medios de información cumplen
una labor necesaria. Algunos son tendenciosos e incluso sectarios, pero en
conjunto son la salvaguardia de las libertades o, al menos, una defensa contra
el abuso de poder, en la medida en que son una tribuna abierta donde cabe la
disidencia y la denuncia. Pero no son infalibles y, por la propia naturaleza de
su función, son fragmentarios y precipitados. Alguien dijo que la guerra es un
asunto demasiado serio para dejarlo en manos de los militares. Lo mismo se
puede decir de la opinión pública: algo demasiado importante para dejarlo
exclusivamente en manos de los medios de información. Y esto va también para el
periódico en el que aparece este artículo. En medio de la vorágine, alguien
tiene que pararse y ponerse a pensar un poco más a fondo.
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