lunes, 21 de febrero de 2011

DIENTES FEOS

Los que no sonríen tienen los dientes feos
Rosa Montero
Veo una revista ¡Hola! de principios de enero. La portada es una foto a toda plana de Carmen Martínez Bordiú y de su esposo embutidos en ropa polar de color butano, con anoraks y gorros y toda la pesca, y con un glaciar muy decorativo y muy azul a las espaldas. El titular dice: “Espectacular viaje al Ártico de Carmen Martínez Bordiú y José Campos”, y, más abajo, un entrecomillado con palabras de la pareja: “Ha sido un año difícil. Necesitábamos aislarnos yrecuperar nuestra intimidad”. Y por eso, porque necesitaban aislarse y recuperar su intimidad, es por lo que se van al norte con un fotógrafo y tal vez un periodista y quizá una estilista y luego salen en la portada del ¡Hola! y seguramente en tropecientas páginas interiores (no llegué a abrir la revista). ¿Acaso soy la única persona que percibe una miaja de contradicción entre la palabra intimidad y el despliegue mediático?
En la misma semana, en Lecturas, salía un reportaje sobre una presentadora de televisión llamada Berta Collado, una chica muy mona, cuyo titular también era una frase entrecomillada de la entrevistada: “Yo no vendo una imagen sexy”. Bien, pues tenían que ver lo que eran las fotos… Alucinantes y variadas instantáneas a cuerpo entero en plan rubia neumática, con trajes de satén, minifaldas, floripondios, expresión de pantera y posturas la mar de pizpiretas.
No es mi intención criticar a Carmen Martínez Bordiú ni a Berta Collado. La primera hasta me cae bien por la libertad con la que lleva su vida, y a la segunda no la conozco de nada, no la he visto trabajar y lo mismo es estupenda en todos los sentidos. Lo que me pone un poco de los nervios es el peso creciente de la apariencia en nuestras vidas… Y, para peor, de la apariencia idiota. Los seres humanos siempre hemos querido aparentar lo que no somos; por lo general, vivimos más pendientes de dar la imagen que los demás desean de nosotros que de representarnos a nosotros mismos. Lo malo es que cada día que pasa esa imagen tiránica que el entorno parece exigirnos es más banal, más leve, más contradictoria, más falsa, más ridícula. Y nosotros nos plegamos cada día más a su dictadura, porque hoy sólo se vive para la imagen: en los cines, en la televisión, en las pantallas de nuestros ordenadores. Vivimos inmersos en un furioso remolino mediático, más caudaloso, chillón y aturdidor que nunca. Y así pasa que la versión que los medios están haciendo de la vida ha alcanzado un nivel de tontería monumental.
Me dirán que estas contradicciones tan burdas, estas actuaciones tan obviamente impostadas, son propias de la prensa del corazón, y que la sociedad más seria no es así, pero no es verdad. Lo primero, porque el mundo de la telebasura lo está inundando todo: ¿no apareció Belén Esteban en la portada de El País Semanal? ¿No están esos programas machacando nuestras entendederas día y noche? Pero, además, es que la vida supuestamente seria está igual de hipotecada a la apariencia inane. Todos caemos de una manera u otra en lo mismo. Algunos, estruendosamente, equivocándose por todo lo alto: como la famosa foto de las ministras socialistas en plan lujo y glamour, o como el no menos famoso retrato de Soraya Sáenz de Santamaría, portavoz del PP, escotada, descalza y coquetuela: otra que no debía de querer dar una imagen sexy… A todas ellas les pudo la dictadura idiota de lo mediático, aunque seguro que han aprendido de ello. Por no hablar del imperativo atroz de la sonrisa perpetua… Cuando la trama Gürtel estaba en su más álgido momento y la porquería diluviaba sobre los peperos valencianos todos los días, ¡cómo sonreían todos ellos! ¿Y de qué?, cabría preguntarse. Alguien les había debido de aconsejar que sonrieran para dar imagen, y Camps, por ejemplo, lucía un rictus dentón petrificado, que, dado el marrón que tenían y tienen encima, viene a ser la misma necedad que alardear de intimidad desde la portada del ¡Hola!
Y es que la obligatoriedad social de la sonrisa es la prueba más clara de que vivimos encadenados a una imagen pública superficial y estridente. Como si la realidad hubiera sido devorada por la publicidad y tuviéramos que ser permanentes anuncios de nosotros mismos. Véase, por ejemplo, la irritante y perpetua sonrisita conejil de Zapatero. ¡Y las sonrisas de todos! Yo misma, que sacaré novela nueva dentro de poco, sé que sonreiré a diestro y siniestro hasta que se me agarroten las mandíbulas. Un día entrevisté a un tipo que no sonreía nunca en sus apariciones públicas, cosa que me parecía antipática pero veraz. Hasta que descubrí que tenía los dientes feísimos, y que no sonreía porque serio estaba más guapo. ¡Pura apariencia! Somos poquita cosa, desde luego.

El País Semanal. 20-02-2011. Maneras de Vivir
Rosa Montero

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