...porque no se les cayera el cielo sobre sus cabezas.
La segunda llegada de Trump al poder significa que la lucha del nacionalpopulismo contra la democracia liberal prosigue.
Javier Cercas, 07.12.2024
A raíz de la victoria de Donald Trump en las elecciones estadounidenses, he leído numerosos análisis de las causas y consecuencias de su triunfo; hasta donde alcanzo, sin embargo, nadie ha dicho lo más obvio, quizá porque es lo más obvio o porque lo más obvio es lo que con más facilidad pasa inadvertido (precisamente porque es lo más obvio). A riesgo de incurrir en la perogrullada, intento exponerlo a continuación.
A la vista de todos está, y el propio interesado no hace el menor esfuerzo por ocultarlo; al contrario, se enorgullece de ello: Trump es básicamente un impresentable, un sinvergüenza —dicho sea con el máximo respeto—, un tipo con quien nadie con dos dedos de frente se tomaría un café. ¿Qué otra cosa puede decirse de un ególatra furioso, un narcisista de manual, un evasor de impuestos, un delincuente convicto, un mentiroso redomado, un tipo cuyo entusiasmo por la democracia es perfectamente descriptible, el principal responsable de un intento de golpe de Estado, un hombre capaz de insultar a diestra y siniestra, de burlarse de personas con discapacidad o de alardear de un machismo inigualado por aquellos hitos del séptimo arte protagonizados por Fernando Esteso y Andrés Pajares (incluso por ¡Qué gozada de divorcio!)? Es muy posible que la victoria de Trump se deba menos a sus méritos que a los deméritos de sus adversarios, a que, pese a la buena marcha general de la economía estadounidense, la Administración de Biden fuera incapaz de reducir la inflación y la desigualdad, a que los demócratas hayan olvidado o abandonado a los trabajadores (como no se cansa de repetir el demócrata Bernie Sanders), a que Biden frenara demasiado tarde la carrera de su reelección y Harris no tuviera tiempo de preparar la de su elección. Todo esto es posible. Pero lo indudable es que la reelección de un hombre como Trump para la presidencia de la primera potencia mundial es la plasmación insuperable de uno de los rasgos definitorios de la política actual: el divorcio absoluto entre ética y política, la maquiavelización de la política (entendiendo a Maquiavelo como un prescriptor y no como un descriptor, que es como no hay que entenderlo), la idea de que, en política, lo único que cuenta son los resultados y no cómo y quién y de qué manera se consiguen. “Gato negro o gato blanco, da igual: lo importante es que cace ratones”, decía Deng Xiaoping (y Felipe González lo repitió en cuanto le oyó decirlo). Es posible que la moralina tribal del wokismo haya ayudado al triunfo de la completa amoralidad de Trump; lo seguro es que Trump ha convencido a una mayoría de estadounidenses de que con él serán más prósperos, y que esa mayoría ha decidido que, aunque el gato sea más negro que el carbón, lo importante es que cace ratones. ¿Qué será lo siguiente? ¿Y si, igual que Trump ha convencido a sus votantes —pobres y ricos— de que con él vivirán mejor, los convence de que vivirán mejor sin democracia? ¿Imposible? Gideon Rachman citaba en el Financial Times dos estudios recientes del Pew Center: según el primero, el 32% de los norteamericanos cree que sería una buena idea tener un líder fuerte que pudiera gobernar sin las constricciones del poder legislativo o el judicial; según el otro, un poco anterior, el 38% de los norteamericanos y el 48% de los republicanos pensaban que el país necesitaba un líder dispuesto a “romper algunas reglas, si eso era lo necesario para arreglar las cosas”. Sin comentarios.
¿Qué será lo siguiente? La primera llegada de Trump al poder, en 2017, simbolizó a la perfección el triunfo del nacionalpopulismo en Occidente; además de simbolizar el divorcio absoluto entre ética y política, su segunda llegada al poder significa que la lucha del nacionalpopulismo contra la democracia liberal prosigue. Trump y lo que Trump representa constituye un experimento inédito en la democracia más antigua del mundo; no tiene sentido preguntarse si se extenderá a nuestras democracias, porque ya lo ha hecho (y no solo gracias a la ultraderecha); la pregunta es: ¿hasta dónde se extenderá? ¿Y cómo va a acabar? La verdad: yo ahora mismo no veo cómo esto puede acabar bien.
No está mal el artículo, pero es que el título era insuperable
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